17

Hay un jaleo tremendo, siempre es así por esta zona, entre piazza della Minerva y piazza delle Coppelle.

Por suerte, hace una noche estupenda, sólo habría faltado que lloviera. Me detengo delante de la placita. Maccheroni está lleno. De pequeño a veces tenía ciertos problemas cuando iba a alguna inauguración, porque había demasiada gente y la idea de ese impacto inicial en cierto modo me preocupaba. Ahora esa incomodidad casi me hace sonreír y entro sin problema. Ahí está, al fondo de la sala, sentado a una mesa de Maccheroni. Gio se ha hecho dueño de la situación, se ríe, se mueve en la mesa, después se levanta, coge el menú para todos, bromea con los camareros, da alguna palmada y en seguida le cogen simpatía. Entonces me ve.

—Eh, mira quién ha venido…

Está sentado a la mesa con tres chicas que se vuelven sonriendo hacia mí y una, ¡no, no me lo puedo creer! Es Lucia, la del pub.

—¡Hola, Nicco! ¿Cómo estás?

—Muy bien.

Me siento con ellos, al fondo veo pasar al propietario, Luciano, casado con una preciosa modelo australiana que si no me equivoco hacía de Madre Naturaleza en Ciao, Darwin. Sí, ahí está, la veo pasar mientras lleva unos platos a la cocina, está ligeramente sudada, quizá un poco cansada, pero sigue siendo muy guapa. Quién sabe si era esto lo que se esperaba de Italia.

Gio cierra el menú.

—¿Y bien?, ¿qué quieres comer? Aquí preparan una gricia fantástica…

Después se inclina hacia Lucia, la chica del pub, la besa, le levanta un poco la camiseta por debajo de la mesa y le deja el vientre al descubierto. Lleva un piercing en el ombligo y Gio lo acaricia.

—El sonido de los ángeles… —Y casi se cae encima de ella, pero con un hábil movimiento de cadera consigue enderezarse de golpe. La habría aplastado. Siempre me sorprenden los tíos gordos que, sin embargo, pueden ser tan ágiles. Y todavía me sorprenden más los líos en los que se mete Gio. Está con dos, pero besa en público a una tercera.

Las dos amigas de la besucona loca se presentan, mientras Lucia de alguna manera consigue taparse y aplacar a Gio.

—Hola, yo me llamo Ilenia.

—Yo, Tiziana…

—Hola, Niccolò…

Llega un camarero.

—¿Y bien?, ¿qué te traigo? ¿Quieres una gricia?

Bueno, me parece que no tengo elección.

—De acuerdo, y una cerveza.

—¿Cómo quieres la cerveza?

—Una jarra de rubia.

Marca algo al vuelo en la pequeña tableta y luego se aleja.

—Nos hemos enterado, ¿sabes?, lo sentimos…

—¿Eh? —Las miro a las dos, asombrado.

—Sí, o sea, puede ocurrir, pero luego al final estás como suele decirse «A tres metros bajo un tren».

Y se ríen como locas y casi se dan codazos. Tiziana se pega a la cerveza y bebe un gran sorbo, casi se atraganta, luego se vuelve hacia mí y niega con la cabeza. Debo de poner una cara alucinante. Miro a Gio, que abre los brazos como diciendo: «¿Qué querías que hiciera? ¡Me han torturado!». Pero no creo que haya ocurrido exactamente así.

Ilenia me sonríe, parece que está realmente afectada por el asunto entre Alessia y yo.

—Venga, no te enfades, a mí también me fue fatal, pero según mi opinión ya se veía venir desde el principio. En cambio, tu historia, por cómo nos la ha contado Gio, parecía tener todos los papeles en regla.

Tiziana deja de beber.

—Oh, sí, la sorpresa del cumpleaños, qué guay.

—Sí, a mí un Moncler me haría mucha ilusión. ¡Aparte de que cuesta un huevo!

—Sí, ya ves, ¡anda que a mí también me ha regalado algo así mi churri! Y luego la idea de poner los paquetes en los bolsillos, o sea, yo me derrito…

No consigo creer lo que estoy oyendo y miro desconcertado a Gio, allí a la cabecera de la mesa, abrazando a su nueva chica como si llevaran juntos desde siempre. O sea, hasta les ha contado mi idea de las sorpresas distintas en los bolsillos… ¡pero era mía! Yo hay veces que de verdad lo odio. Y esta es una de ellas.

Ilenia y Tiziana empiezan a discutir entre sí.

—Pero el Moncler no es lo importante…

—¡Eso también es importante! O sea, sabes si alguien te quiere realmente según lo que se gaste.

—¿Y si no puede?

—Se va guardando el dinero. ¡Y, si es un señor, te trata como a una señora!

Yo primero miro a una y luego a la otra, y no me lo puedo creer, es como una pesadilla, o sea, dicen esas chorradas, esas chorradas que todo el mundo dice, que pueden oírse en cualquier programa de entrevistas, como el de Rai Uno de las amigas del sábado, o en la peluquería, o peor aún, en los comentarios que la gente escribe en Affari Italiani después de que salga un artículo sobre Belén o Minetti, insultando a los periodistas que han escrito ese artículo y les dicen que se ocupan de cosas banales, pero son ellos los primeros en leerlo y en comentarlo.

Gio se anima con todo eso, le encantan esas discusiones, está como pez en el agua.

—Es que vosotras las mujeres sois demasiado complicadas… Seguramente estaríais mejor con otro hombre y no queréis admitirlo…

Y mira a Lucia, que le sonríe, pero luego ella también interviene.

—Pero vosotros los hombres también, ¿verdad?

—Sí, cari, es verdad, tienes razón, estamos hechos de la misma pasta…

Y se abrazan fuertemente y se miran como dos enamorados que se han dicho vete a saber qué, luego se besan, pero de una manera tan tierna que las amigas de ella los miran y luego se miran entre sí. Ilenia y Tiziana se sonríen complacidas como diciendo: «Qué monos…». Gio le está acariciando el hombro y luego la besa en la boca como si fuera un helado del Alaska, que es donde tienen el mejor chocolate de Roma…, y luego sigue, como si no hubiera nadie…

—¡Aquí tiene, la gricia!

El camarero me hace dar un respingo. Suelta el plato delante de mí, interrumpiendo así esa película ñoña que se estaba volviendo fuerte.

—Y aquí está la cerveza.

No me da ni tiempo de decirle «Gracias» y ya se aleja rápidamente, se acerca a otra mesa no muy separada, coge el pequeño ordenador del bolsillo y empieza a escuchar los pedidos de los otros clientes.

Lucia se aparta de golpe de Gio.

—Pero ¿qué hora es? ¡Ostras, ya son las diez! ¡No me lo puedo creer! Chicas, tenemos que salir pitando. —Entonces se vuelve hacia Gio y le sonríe—. Esta noche hacen una prueba conmigo en el pub. He querido darles esa oportunidad.

Ilenia y Tiziana se hacen las suficientes.

—Y así estamos un poco juntas, no nos vemos nunca.

Lucia asiente.

—Sí, sí, vamos, venga. —Abre el bolso.

Gio pone su mano gorda y grande encima, parándola, luego le sonríe y, lo que es peor, le guiña el ojo.

—Ya nos ocupamos nosotros.

—¡Sois fantásticos! —Y le estampa otro beso en la boca.

—Adiós. —Ellas también se despiden.

—Venga, Nicco, ya nos contarás si la cosa se arregla, ¿eh? Dinos algo.

—Claro…

He pensado que era mejor seguirles el juego. Después miro a Gio.

—Gracias, ¿eh?, seguro como un banco.

—Venga, si te hace tierno. Te he allanado el camino con esas dos…

—Te lo agradezco, pero puedes quedártelas.

Después pienso en Pozzanghera y no sé hasta adónde puedo hablar, así que las miro salir del bar. Arrastran unos enormes bolsos, cazadoras con tachuelas, un gran cinturón de una chaqueta. Todo da golpes contra las sillas, se cae algo, hasta se vuelca un vaso. Dejan tras de sí un rastro de perfume demasiado dulce para estar a la altura de las chicas de la Camilluccia.

—A pesar de que somos invitados del propietario, al menos ha hecho el gesto de pagar… Las otras dos son unas «Cuelafiletes».

Como un poco de gricia, bebo un trago de cerveza y me limpio la boca con la servilleta.

Gio niega con la cabeza.

—Porque ¿tú sabes de qué va la historia?

—No.

—Había una chica que se llamaba Elena Pistoni. Una rubia que estaba muy buena, con un culo a lo Jennifer Lopez y un chochito a lo Paris Hilton, total, una de esas que, como diría Pino, es guapa pero inepta.

Pino es el napolitano que hace tatuajes en via Morlupo, en la Flaminia, habla inglés tan perfectamente que se hace llamar «Naples Pine».

—Elena siempre venía tarde a cenar, llegaba cuando ya todos estaban sentados y siempre pasaba lo mismo… «¡Hola, hola a todos, ¿cómo estáis?, bien, qué guay, chicos, esta noche nos lo pasaremos en grande!». Total, saludaba a chicos y chicas y luego cuando llegaba el camarero siempre cogía el mismo plato… Un filete abierto como un librito… «¡Así me lo leo bien y me lo como mejor!». Y con esa gracia tan idiota se reía como una gansa. Luego hablaba sin parar hasta que llegaba el filete, entonces se quedaba muda, se lo comía en riguroso silencio y al final soltaba un buen suspiro, «Oh, esto sí que es un buen librito», después decía cualquier otra estupidez y al final miraba la hora. «¡Oh, Dios mío, pero si le había dicho a Franci que pasaría a recogerla! Nos vemos en Ponte más tarde, ¿vale?». Y sin preguntar siquiera si tenía que dejar algo por el filete, se levantaba de la mesa y desaparecía en la noche. ¡Y luego ya no pasaba ni por Ponte! Y siempre acababa así, había quedado con Franci o con Luisa, o con Dida, siempre había una amiga que la estaba esperando… ¡y un filete que colaba! Y poco a poco las otras chicas del grupo aprendieron a hacer lo mismo, siempre filete y sin soltar un euro, hasta que Simo Fiori, la que era de largo la más estúpida de todas…, te acuerdas de ella, ¿no?

Asiento mientras me como la gricia. Está realmente rica, he hecho bien siguiendo la moda.

—Venga, esa que imitaba a Barbara d’Urso pero que en realidad parecía la Marcuzzi.

—Sí, ya me acuerdo… No lo hacía mal…

—¿El qué?

—Imitar a la Panicucci…

—Bueno, vale. Total, eligió hacer de Cuelafiletes en la mesa más equivocada de todas. Fue memorable.

No me acuerdo en absoluto, pero aunque parezca mentira la historia ha atraído mi atención.

—A ver, cuenta.

Gio sonríe, seguro.

—Estaban en Mò-Mò Republic, y ¿sabes quién había en la mesa?

—No, ¿quién?

—Pepe…

—Ah.

Cojo un macarrón y le hago dar la vuelta a la pista como si hubiera ganado una gran carrera, después, bien empapado de queso y pimienta, o sea, de pepe, por seguir con el tema, lo hago desaparecer.

—A Simo Fiori no le dio tiempo a despedirse: «Adiós a todos…, nos vemos en Ponte», cuando se encontró en el baño con Pepe, arrastrada por el pelo…

—¿En serio? —Ahora estoy ligeramente preocupado—. ¿Y luego?

—Además del filete también se comió un würstel… ¡pero natural! Ja, ja, ja…

Gio empieza a reírse como un loco y casi se atraganta, en seguida se echa agua para no ahogarse. Y en un instante me vienen mil cosas a la cabeza. Todas las veces que he salido con Alessia, con Gio y mis amigos, Andrea Bato y Guido Pietra.

A Andrea Bato le encanta el manga, compra láminas sin parar y tiene una habitación de ensueño entre cuadros y tecnología. Tiene un montón de dinero, su padre es político y viven en un ático en Parioli. Guido Pietra, en cambio, está obsesionado con la cultura, está matriculado en Letras y a veces está tan asqueado con el sistema que ni siquiera va a los exámenes. «La sociedad de masas no quiere cultura, quiere entretenimiento» es la frase de Hannah Arendt que cita más a menudo. Pero al final se sacó cinco el primer año y seis el segundo y tiene pensado enseñar en alguna escuela de la periferia. «La educación y la formación son las armas más poderosas que pueden utilizarse para cambiar el mundo» es la otra frase que cita siempre, de Nelson Mandela. Total, en un instante nos vuelvo a ver a nosotros cuatro, Gio, Pietra, Bato y yo en nuestra mesa. Gio hace circular cerveza y porros aunque estemos en un bar. Por la noche solemos jugar al Texas Hold’em, o hacemos míticas partidas en la PlayStation y, mientras que Pietra se hace muchos canutos pero nunca ha visto una mujer, Bato también se hace muchos canutos pero a menudo ha salido con varias mujeres al mismo tiempo, cosa que naturalmente Alessia no podía tragar. Como aquella noche que Bato me salió con estas, justo la víspera de la fiesta más delicada del año, mientras estaba en la cocina.

—Estoy preocupado…

—¿Por qué?

—Porque mañana es San Valentín, no sé qué hacer ni con quién… Tal vez no debería salir.

Bato sonríe.

—Pero como me encanta la fiesta de San Valentín, me gustaría salir a celebrarlo con todas, y en este momento son cuatro…

Alessia me mira abriendo los ojos de par en par, luego se dirige a él:

—¿Cómo? Y ¿eso te parece guay?

Él sonríe amablemente.

—Hay una diferencia sustancial: ¡yo soy guay!

—¡Ya se nota! Sales con muchas mujeres porque no sabes estar sólo con una y demostrar que eres un hombre. Eres sólo una imitación, mejor dicho, palabrería y marcas.

Bato no lo acepta.

—Nicco, ¿has oído lo que me está diciendo tu víbora?

—Sí, sí, lo he oído.

Cuando vuelvo a la mesa, Alessia se levanta y sale a la terraza.

—Joder, Bato, tú también, ¿tenías que hablar precisamente ahora de San Valentín?

—Y ¿tú por qué la traes? Tenemos que jugar al póquer y tú te traes a tu novia… ¿Qué pasa?, ¿acaso yo me traigo a las mías?

—No, pero por lo menos podrías ahorrarte decir que las tienes, ¿no?

Bato se encoge de hombros, acaba de liar el porro y con la lengua da una última, larga pincelada, después coge el encendedor y lo pasa arriba y abajo por debajo del porro para secar la saliva.

—Ya te apañarás…

Lo miro.

—Y ¿ahora con qué sales?

Bato me sonríe, parece agilipollado, nada, no lo entiende.

—Muy bien, ya has hecho el numerito.

Me reúno con Alessia fuera, en la terraza. Está con los brazos cruzados y mira la ciudad a lo lejos, hacia el mar, si pudiera verlo…, al menos creo que está por ese lado.

—Lo siento, Alessia, ya sabes cómo es Andrea.

Nos quedamos en silencio unos instantes.

—No, no lo sé. ¿Cómo es? ¿Tú lo sabes? Yo sólo sé que siempre es así. Míralos, mira a tus amigos…

Se vuelve y me los señala al otro lado de la ventana con la barbilla, que me parece más angulosa y afilada de lo normal.

—Unos desgraciados que se pasan el día jugando al póquer…

Texas Hold’em.

Me mira.

—No me lo puedo creer… ¿Qué pasa?, ¿te cachondeas de mí?

—No, lo he dicho por decir, perdona.

Texas Hold’em, de acuerdo, pues eso. Se lían porros, beben cerveza, y ¿qué son? Uno descarga programas y los vende, otro va de intelectual pero no participa en la vida social porque le da asco, mujeres incluidas, mientras que el otro hasta tiene demasiadas, vive con el dinero de papá y colecciona cómics. Míralos, míralos…

Se están riendo al otro lado del cristal. Gio da un sorbo a la cerveza y eructa ruidosamente. Bato se ríe y le pasa el porro. Pietra está barajando.

—Pregúntales qué libro están leyendo, es más, ¿crees que han leído un libro alguna vez?

Me quedo allí mirándolos.

—Pregúntales si saben quién es Camus.

Entro dentro mientras que Alessia se queda en la terraza.

—Perdonad…, tengo dos preguntas.

Bato, Gio y Pietra se vuelven hacia mí con curiosidad.

—¿Qué libro estáis leyendo y qué me decís de Camus?

Me miran atónitos.

—Venga ya, ¿qué es?, ¿una broma?

—¿Qué te ha pasado?

—¿Ya no aguantas los porros?

Bato da una calada a su canuto y señala hacia la terraza.

—¿Es la maestrita de allí fuera la que quiere examinarnos?

Gio sonríe.

—Ah, bueno, pues yo estoy leyendo Dylan Dog, y por lo que respecta a Camus, es un coñac.

Pietra niega con la cabeza.

—¡Pero ¿qué dices?!

Gio insiste:

—Oye, que estoy seguro, y además cuesta un huevo, lo compré como regalo de Navidad de parte de mi padre para su director.

—Pero si te pregunta qué libro estás leyendo, puede que esté hablando de Albert Camus y no de un coñac, ¿no?

—Bueno, pero no es una respuesta desacertada…

Pietra me mira preocupado.

—Yo estoy leyendo Escritos de un viejo indecente de Bukowski, pero me he leído El extranjero y también he visto El primer hombre, una buena película, creo que de Gianni Amelio, pero ¿tú crees que somos mejores por eso? ¿O te hacemos quedar mejor? Y encima no me ha aportado nada, no salgo con ninguna mujer.

Bato le pasa el porro a Gio.

—Yo, en cambio, no he visto ni leído nada y estoy con cuatro mujeres.

Pietra abre los brazos.

—¿Lo ves? No hay reglas.

Salgo a la terraza y me reúno con Alessia.

—¿Y bien?, ¿qué te han contestado?

—Un poco de todo… Alguno conoce a Camus.

—Sí, ¿me lo dices para que esté contenta? Llévame a casa.

—¡Venga, no, en serio!

Y se va así, sin despedirse de nadie, y yo voy detrás de ella.

—Venga, que es verdad. Guido hasta ha visto la película de Amelio, El primer hombre

—Ya, tal vez la película, pero no son gente de libros.

No se lo quiso creer, y recuerdo que aquella noche intenté de todas las maneras posibles hacerla sonreír, decirle algo durante el camino para ponerla de buen humor, pero no lo conseguí.

Llegamos debajo de su casa.

—Adiós. —Me da un beso en los labios, pero casi como si se viera obligada, como si fuera la última cosa que le gustaría hacer, después sale rápidamente del coche, abre la verja y desaparece en el vestíbulo sin siquiera volverse para esa última sonrisa que tanto me gusta.

Regreso a jugar con mis amigos, me siento a la mesa y se me ocurre a mí también hacerles una pregunta.

—¿Y el inventor del Texas Hold’em es italiano?

—Qué va, debe de ser americano…

—¿Seguro?

Gio parece convencido.

—Lo único seguro es que fue «inventado» en la ciudad texana de Robstown.

—¿Y tú qué sabrás?

—Lo leí en un artículo, lo comentaba Dotcom, es un forofo…

Y seguimos charlando así, ligeros, sin demasiadas complicaciones, luego Bato sonríe y me pasa el porro.

—Toma, relájate, Nicco, y no te preocupes… Aunque no tengas ni puta idea de nada, para nosotros está bien así.

Doy una calada y empiezo a jugar, divertido, y por un instante no me importa ni siquiera cómo irá la partida porque es uno de esos raros momentos en que de repente no piensas en nada, te relajas, tomas una cerveza y sientes que allí, entre esas personas, no existe ningún peligro, esos raros instantes de felicidad. Sí, estoy bien, e incluso dejo de pensar en Alessia, que a veces es realmente un poco demasiado complicada. Sí que es verdad, un amigo es alguien que lo sabe todo de ti y le gustas igualmente.

—¡Eh, mira, viene gente!

Un grupo de personas se detiene en la puerta de Maccheroni. Gio se levanta con increíble agilidad, ocupa las sillas de al lado, mueve algunas cosas de la mesa creando a su manera una falsa mesa llena de gente.

—Son extranjeros, creo que alemanes, no los quiero aquí al lado, a lo mejor ocupan un trozo de nuestra mesa, de este modo la tenemos a punto para alguna extranjera.

Cerca de la caja hay tres especies de armario estilo Franz Anton Beckenbauer y uno más pequeño que habla animadamente con el propietario, que después de haber mirado alrededor, también hacia nuestro lado, niega con la cabeza y sonríe intentando como puede hacerles entender que no puede ser, no hay sitio, pero al mismo tiempo preocupadísimo con la idea de que puedan enfadarse. Aprovecho ese momento.

—Escúpeme en un ojo…

Gio se está comiendo unas patatas que han dejado las Cuelafiletes.

—No lo necesitas… Tu vida ya es lo bastante complicada…

—¿Por qué?

—¡Porque tu hermana no quiere salir más con Pepe y la historia no se va a acabar porque tú intercambies cuatro palabras con él!

Como un poco más de gricia y me seco la boca, después le doy un trago a la cerveza.

—Sí, no sé por qué, pero toda esa historia no me preocupa…

—Yo no podría dormir. De todos modos, si es lo que quieres, cuando te acabes la gricia te escupo en un ojo…

Dejo caer el tenedor en el plato.

—Pero ¿ni siquiera quieres saber por qué?

—¿Ya no te apetece la gricia? Me la como yo…

—Me apetece muchísimo, es que como amigo me pones nervioso.

Gio sigue comiendo. En un lento goteo, aunque estén frías, las patatas van desapareciendo una tras otra de los platos. De repente se para con una patata a medio camino y la usa como una batuta para revelarme no sé qué máxima:

—Un verdadero amigo no pide explicaciones, se queda a tu lado en silencio y, si es necesario, hace lo que le piden.

—Qué buena…, ¿es tuya?

—Sí. Tú me pides que te escupa en un ojo… Pues yo lo hago. Ya ves, lo mío es confianza ciega, tenía que decirlo.

Y levanta una ceja como diciendo «Estas son las reglas del verdadero amigo», al mismo tiempo se mete una patata en la boca y empieza a masticarla, pero luego de repente abre unos ojos como platos, se atraganta, entonces la ingiere sin masticar siquiera, bebe un largo trago de cerveza y me mira atónito. Ahora se acuerda.

Asiento sabiendo ya que dirá ese mote.

—¿Pozzanghera? ¡No! ¡Te lo ruego, cuéntamelo todo!

No tiene ninguna intención de escupirme en un ojo, es igual de curioso que un mono, mejor dicho, más.

—Es una guarra, ¿a que sí? Dime qué te ha hecho, no, no, mejor, ¿qué ha sido lo primero? ¿Gritaba? ¿Gozaba? ¿Te la has follado como a una enfermera borracha? ¿Parecía la monja de Monza, que hubiera vuelto sobre sus pasos? ¿Era como sor Paola en brazos de un ultra del Roma, o todavía peor, en la cama con Francesco Totti?

Lo último me hace tronchar de risa. Gio tiene la capacidad de distorsionar la realidad, es realmente un artista en eso, quizá es algo que yo no había entendido realmente del todo y que, en cambio, a las mujeres les encanta de él.

—Por favor, escúpeme en un ojo y acabemos con esto, total, no voy a decirte nada.

—¡Pero cómo que no vas a decirme nada! ¡Joder, acostarte con Pozzanghera! Todavía no me lo creo… O sea, entonces estás realmente mal, no me había dado cuenta. —Me mira de repente preocupado—. La historia de Alessia te ha llevado al penúltimo paso…

—¿O sea?

—Después de Pozzanghera sólo queda el suicidio…

Me como el último macarrón, lo deslizo por el borde del plato como si fuera la bola de rollerball. Sí. Rollerball. La película que vi en Sky hace ya un tiempo. Era de 1975, pero ambientada en 2018, en un mundo sin naciones ni guerras, donde una de las principales fuentes de entretenimiento era el rollerball, un juego violento en el que dos equipos formados por corredores sobre patines de ruedas y en motocicletas se enfrentaban sobre una pista circular, con el objetivo de meter la bola en un agujero magnético. Ahora que lo pienso, hablaba de un hombre solitario que perdió a su mujer. ¿Fue por eso por lo que me gustó? Después recojo toda la mantequilla, el queso y la pimienta que queda y me lo meto en la boca, como mínimo al menos por este plato ha valido la pena venir hasta aquí.

—O sea, Gio, me parece que te estás pasando, ¿sabes? Pozzanghera también tiene cosas positivas…

—Sí…, claro. Ni a los perros se lo deseo.

Gio se ríe como un loco. Yo nunca he entendido esa expresión, sólo sé que a él le gusta muchísimo, y no sólo a él, incluso han hecho un camping en Talamone que se llama así, «Ni a los perros».

Bebo un sorbo de cerveza, después cojo un pedazo de pan y rebaño el plato.

—No, en serio, Gio, por ejemplo, tiene unas bonitas piernas…

—Y ¿siempre las esconde?

—Debe de medir uno setenta y cinco…, incluso ochenta.

—Pero ¿estás seguro?

—Tiene un pecho redondo, de pera, ni demasiado grande ni demasiado pequeño.

—Quizá has mirado a otra.

—Vale, dos grandes tetas un poco caídas. Pero los ojos azules, el pelo rubio…

—Sí, y las trenzas rubias y luego… Pero eso es de una canción de Battisti. —Y de repente veo que Gio cambia de expresión y se queda con la boca abierta—. Eso es, Lucio debería haber escrito una canción especial para ella… —Y levanta la barbilla indicando la puerta.

Me vuelvo y veo a una chica desorientada, con una guía en una mano y un pequeño bolso colgado en bandolera. Mira a su alrededor, es pecosa, tiene los ojos grandes, azules, y el pelo corto, lleva un collar de metal, moderno, con unos extraños triángulos que se pierden entre dos senos perfectos, equilibrados y turgentes, envueltos en un sujetador no demasiado vistoso, justo como es toda ella en el fondo. Lleva una falda larga azul oscuro, unos zapatos planos, es muy mona y muy extranjera, y tiene una preciosa sonrisa que muestra al propietario del restaurante, que se le acerca abriendo los brazos.

Interpreto ese gesto. «Lo siento, pero no hay una sola mesa…».

Pero a mis espaldas oigo un repentino estruendo. Gio se ha puesto en pie de un salto, casi volcando la silla, lo ha echado todo a un lado dejando libres los sitios que hay a nuestro lado y agita los brazos como la víctima de un naufragio que lleva años en una isla y ve pasar un barco por primera vez. Total, una escena a lo Náufrago, sólo que él es más gordo y menos rico que Tom Hanks.

—Eh, aquí hay un sitio libre, ven aquí, estaremos encantados de atenderte. Alò, aufidersen, parakaló, dasvidania

A ver quién da más, con ese extraño vocabulario extranjero, del tipo «conozcámonos en todas las lenguas del mundo». La chica nos ve y nos sonríe, después mira al propietario y le pide consejo, como diciendo «¿Qué hago? ¿Voy?». Y, en efecto, él también está algo perplejo, pero al final asiente, ¿por qué no?, y le indica con la mano derecha el camino hacia nuestra mesa.

La extranjera todavía lo piensa un momento, está reflexionando. Pero Gio abre los brazos y la mira con las palmas hacia arriba, la boca abierta, la cara sonriente. Entonces ella se encoge de hombros, sonríe y echa a andar hacia nuestra mesa con toda su belleza. En las otras mesas algunos se vuelven a mirarla. Tengo que decir que es realmente muy guapa, pero cuando ven que se para donde está Gio se quedan con la boca abierta. Y a mí me gustaría decirles: «Muchachos, es que Gio es mucho Gio, Gio es una leyenda, Gio sabe cómo hacer las cosas…».

Y de hecho aparta la silla, la ayuda a sentarse, le da la mano y ella sonríe diciendo su nombre.

—Paula.

Entonces mira hacia la puerta, insegura, como si esperara a alguien, tal vez a su novio. Todavía no lo sabía, pero estaba esperando a mi futuro.