Cuando salgo de casa de Benedetta son las siete y cuarto.
Lo primero que hago es mirar el móvil. Estoy seguro de que Alessia ha llamado, es una de esas cosas que presientes de una manera especial, y tu sensibilidad aumenta cuando te sientes culpable. De modo que miro lentamente la pantalla. Me parece como si estuviera en una partida de póquer, saco poco a poco las cartas para ver si ha entrado o no esa mujer de corazones que necesitaba para la escalera de color que quería hacer… ¡Ahí está, lo sabía, una llamada perdida! ¡Estaba seguro, mierda! Número oculto. Es Alessia. Cuando a Alessia se le acaba el saldo llama desde casa y tiene el número oculto. Y ¿ahora qué hago? ¿Cómo puedo saber si realmente ha sido ella quien me ha llamado? No se me ocurre nada, al menos de momento.
Subo en mi SH 150, me pongo el auricular, cambio la función del móvil para que vuelva a sonar, después arranco y me voy. Me he duchado en casa de Pozzi, pero todavía me siento sucio. Recorro unos metros, el viento cálido del atardecer me acaricia el rostro, voy despacio mientras noto cómo se me seca el pelo bajo el casco. El momento más difícil con una mujer es después de hacer el amor, es cuando se descubre todo, es una prueba más clara que mil máquinas de la verdad, o sea, en seguida se ve si esa mujer te importa algo o no. Si te levantas y vas al baño no es que te importe mucho, si te vistes y te vas la situación es dramática, si por el contrario te quedas un buen rato junto a ella y la abrazas y la besas, y te la quieres follar otra vez, o efectivamente ella te importa o es que eres un excelente actor. Con Pozzi he interpretado el papel unos minutos, luego hemos hablado un poco y al final la cosa ha acabado como ha acabado. Mejor así y, bueno, al final lo he aceptado, no se ha muerto nadie, siempre hay un polvito de esos en la vida de cualquiera. ¡Me gustaría ver quién tiene el valor de negar esa verdad! Pero lo más dramático es que en esa situación, o sea, mientras la estás viviendo, puedes llegar a olvidarlo. A oscuras, o aunque sea con los ojos cerrados o casi, te dejas llevar y al final el placer toma la delantera, con lo cual estar con alguien como Pozzi al final acaba por gustarte. Sí, claro, estamos hablando de los últimos momentos antes del orgasmo, pero es así, al menos para nosotros los hombres, y no podemos negarlo. A diferencia de las mujeres, que desde siempre enarbolan esa teoría de la «pureza», es decir, ellas practican sexo, sí, pero sólo porque están enamoradas. O sea, ¿me vais a hacer creer que todas las que follan están enamoradas? ¡Eso también me parece una buena chorrada! Y de repente empiezo a recordar la última época con Alessia, ya no quería hacer el amor, nos besábamos, sí, pero cuando comenzaba a acariciarla, cuando me veía arrollado por la pasión hecha de deseo, de ganas de sexo, pero también de amor, la combinación perfecta, pues entonces me daba cuenta de que ella se ponía rígida. Me detenía la mano. No hay nada peor que una mujer que te detiene la mano después de que en el pasado hayáis hecho de todo. Es un dolor absurdo, sólo comparable con el sonido de la tiza rechinando en una pizarra. O como cuando ibas a esquiar y te caías en medio del remonte. No sé por qué me ha venido a la cabeza esa imagen, pero la desilusión que sentía cuando me caía en el telesquí era tremenda. Por haber cruzado los esquís o por cualquier otro estúpido error, me desplomaba hacia un lado en la nieve fresca, al ralentí, como un saco de patatas, y veía esa mierda de redondel abandonarme y subir balanceándose hacia su mecanismo, mientras el cable volvía a encogerse. Pero la sensación más terrible era que detrás de ti venía alguien. Te veía en el suelo braceando en la nieve, tú no conseguías ponerte de pie, y él tenía que hacer zigzag con los esquís juntos para intentar esquivarte. Sí, es la misma sensación que sentí la última vez con Alessia cuando me apartó la mano y se fue. Esperé en la cama, pensaba que había ido al baño, pero al cabo de un rato comprendí que no iba a volver. Entonces me levanté, me puse la camisa y el pantalón y fui a buscarla. La encontré en la cocina, sentada en un taburete comiendo pequeños granos de uva, tenía la tele puesta pero con el volumen bajo, estaba en Canale 5, aunque en realidad ni siquiera lo estaba mirando, ponían anuncios. Estaba de espaldas y yo me quedé en la puerta mirándola, los dedos daban vueltas alrededor de los granos de uva hasta arrancarlos y llevárselos a la boca. Y en ese momento más que nunca me di cuenta de que la amaba, y en ese preciso instante comprendí que nunca se lo había dicho. Pero decírselo en ese momento me pareció fuera de lugar, de modo que me quedé un rato en silencio, hice como si nada y al final sólo dije:
—Qué buena pinta tiene la uva.
Ella se volvió y me miró con una tristeza infinita. Era como si se preguntara «¿Cómo es posible que no lo entiendas?», pero luego abandonó ese pensamiento y sonrió.
—¡Sí, está riquísima, pruébala!
Se levantó de la silla y me metió con dulzura un grano de uva en la boca y, efectivamente, estaba rico, ni demasiado amargo ni demasiado dulce, perfecto. Mientras lo masticaba, asentía y saboreaba ese grano, y pensaba que lo que sentía por ella era igual que ese sabor, perfecto, que no había nada en ella que no me gustara o me molestara, nada. Pero nunca había sido capaz de decirle «Te quiero». Y, tal vez, ahora que lo pienso, ese fue el último momento en que podría haberle dicho algo, en que podría haberle hablado de mi amor, por ejemplo, de la belleza del sentimiento que tenía por ella cuando me quedé mirándola en silencio. O podría haberle preguntado: «Alessia, ¿qué está ocurriendo? ¿Por qué ya no quieres estar conmigo?».
Sin embargo, no hice nada, nada, dije otra estupidez, de la cual sinceramente ahora ni siquiera me acuerdo, y después le pregunté:
—¿Te apetece salir? Podemos ir a comer una pizza y luego al cine…
Y seguro que algo hicimos, una de esas cosas que se hacen con tal de no quedarte en casa, por no hablar, porque uno cree que las cosas ya se arreglarán solas y que todo irá como siempre, si no mejor. En nuestro caso, sin embargo, no ha sido así.
Y es raro porque, por ejemplo, con Benedetta en seguida he dejado las cosas claras. En realidad todo es más fácil cuando te da lo mismo, ya te das cuenta mientras estás haciendo sexo. No hace falta que dures, no intentas aguantar, no te preocupas de su placer, sino que sólo piensas en el tuyo. Encuentras gusto en follártela, claro, pero luego, cuando estás a punto de acabar, acabas y punto. Y no es que seas egoísta, eres sincero. Al igual que es dramáticamente sincero el silencio que sigue. Después de tus vergonzosos últimos gritos salvajes, de repente te reconoces, te enfocas y justo entonces te das realmente cuenta de lo que has hecho: una enorme gilipollez. En mi caso, una gilipollez gigantesca: follarte a Benedetta Pozzanghera.
Estamos tendidos en su cama, uno al lado del otro, sudados, y entonces miro al techo y trago saliva, sé que ahora tengo que decir algo, o ahora o nunca, y resulta difícil.
—Perdona, Benedetta, no sé qué me ha pasado. Es que al sentirte tan cerca de mí…, debería haberme aguantado, sin embargo, al pensar en nuestra relación, en nuestra amistad…
Intento subrayar esa última palabra, «amistad», recordársela, intentando darle importancia, valorizarla, esperando que no se extravíe y no surjan problemas en el trabajo… Benedetta está ahí al lado, me mira en silencio, ya no llora; es peor, está lúcida, decidida, tiene una claridad total, al menos eso demuestra con las primeras palabras que dice.
—¿Te arrepientes?
No sé qué contestar, parece una amenaza. Me quedo callado. Ella no pierde el ánimo. Al contrario, continúa muy decidida:
—Responde a esta pregunta: ¿todavía quieres a Alessia?
Y tú sabes que es una trampa, una de esas flechas que se arrojan de repente, con todas esas lianas que las tensan, escondidas entre la hierba como Rambo sabe hacer tan bien, pero a ti te da lo mismo.
—Sí. La quiero mucho.
Y por fin lo digo, sin problemas, sin miedo. ¡Pero tenía que decírselo a Alessia, durante todo ese tiempo que estuve con ella… y no ahora a Benedetta! De hecho, ella no deja escapar la oportunidad y me hiere con sus palabras, sin importarle.
—Y, entonces, ¿por qué la has traicionado?
—¿Cómo que la he traicionado?, si te dije que habíamos roto.
—Igualmente no deberías haberla traicionado. Has dicho que la quieres, ¿no? Entonces no tiene ninguna importancia si estáis juntos o no.
La miro estupefacto pero no le digo nada. No me lo puedo creer. Pero ¿qué manera de razonar tenéis? ¿Es que sois un grupo de fanáticas del amor? O sea, ¿no debería haberla «traicionado»? ¿Qué quiere decir?, uno «traiciona» un ideal, un sueño, una promesa, una pasión, a la mujer que tiene, que es suya. ¿Por qué no iba a traicionarla? ¿Basándome en una esperanza? Mientras ella quizá esté follando con otro o, peor todavía, ¡se haya enamorado! A mí siempre me gustarán las mujeres y su manera de pensar, pero nunca las entenderé. Y, de todas formas, las palabras de Benedetta al menos me sirven de ayuda para recobrar mi lucidez, para dejar en seguida las cosas claras con ella.
—Tienes razón, me he equivocado, no debería haber cedido, tendría que haber resistido, no debería haberme dejado convencer…
—¿Cómo? —Benedetta pone los ojos como platos, abre la boca y niega con la cabeza como diciendo: «Pero no me lo puedo creer, lo que tengo que oír.»—. ¿Quieres decir que lo que ha ocurrido es culpa mía? Tú no tienes nada que ver, no has hecho nada, no querías…
En un instante vuelvo a ver lo que ha hecho, cómo me lo ha hecho, lo que se ha dejado hacer y cómo parecía gustarle… Pero decido prescindir de todo eso porque no deja de ser la sobrina de los Bandini.
—No, pero ¿qué tiene que ver, Bene…?
¡Cómo me gustaría llamarla ahora Pozzanghera! Es un maldito charco donde uno acaba metido por equivocación, ¡y esta vez es más cierto que nunca! Sin embargo, sé controlarme a la perfección.
—Que no, Bene, quería decir que los dos nos hemos visto arrastrados por el deseo, por nuestras ganas de ser felices, de tener un amor, nos hemos visto engañados por lo que soñamos, y en un momento difícil para los dos no hemos sabido ver lo que estábamos haciendo…
—O sea, ¿quieres decirme que no sabías que me estabas besando? ¿Que estabas haciendo el amor conmigo?
—Sí que lo sabía, pero sé que en realidad tú soñabas que estabas en los brazos de Luca…, y yo…
—Vamos a ver, primero de todo yo no soñaba que estaba en los brazos de nadie, y menos aún de Luca, yo sabía perfectamente lo que estaba haciendo. ¿Tú no? ¿Tú soñabas que estabas en los brazos de Alessia?
Y ¿ahora qué hago? ¿Qué contesto? Me gustaría estar en una de esas películas de Aldo Giovanni y Giacomo cuando Aldo, no sabiendo qué decirle a su novia, le da un cabezazo, le hace perder el sentido y después dice que ha sido culpa de una teja que ha caído. Pero la vida no es una película, no se arregla todo con una carcajada, un cambio de escena, un «The end» más o menos feliz al final. La vida es afrontar los errores, hacerse cargo de ellos, saber resolver las situaciones engorrosas buscando la frase adecuada… Al menos eso era lo que me decía mi padre.
«La frase adecuada». La miro y sonrío, sí, puede que la tenga.
—Benedetta…, yo todavía estoy enamorado de Alessia, perdóname si crees que te he faltado al respeto, quizá sienta algo pero en este momento no estoy preparado, es demasiado pronto.
Bueno, he intentado que hubiera un poco de todo: ternura, la admisión de haber cometido un error, desear su perdón, no estar preparado… A ver qué pasa. La miro sonriente pero no demasiado, esperanzado pero no excesivamente, culpable pero tampoco mucho. Ella se me queda un rato mirando y luego…
—Vete a la mierda.
No era la frase adecuada. Grita como una loca.
—Eres como los otros, o no, aún más cabrón, porque te consideraba un amigo.
Y me empuja fuera de casa. Bueno, al menos lo hemos dejado todo claro, ya se le irá pasando.
Me suena el teléfono, no me gustaría que quisiera echar más leña al fuego. Me lo saco del bolsillo, lo miro, no, por suerte es él. Abro el móvil y en seguida me arrolla.
—¿Qué pasa, tío?, pero ¿dónde cojones estás?
Gio y su argot.
—Estoy de camino a casa.
—¿Todavía? Hace diez minutos que estoy aquí abajo. Antes también te he llamado, pero me parece que tenía el número oculto, ¿por eso no me has contestado?
Ah, era él. Me deprimo. Se desvanece la posibilidad de que Alessia me haya llamado.
—¿Qué pasa?, ¿no te acuerdas de que habíamos quedado para cenar en el local de mi amigo?
—Ah, ya…
—La Virgen, vaya voz que tienes… Pareces muy triste, ¿qué habrás hecho para estar tan deprimido?
—Nada. Mañana te lo cuento.
—¿Cómo que mañana? Cojones, pero no ves que lo de esta noche es algo excepcional, se come de miedo, y se bebe aún mejor, ¡y por si fuera poco sin pagar ni un duro porque somos sus invitados! Venga, sea lo que sea lo que hayas hecho, después de esta noche lo verás bajo otra luz.
Y son esas últimas palabras las que me acaban convenciendo.
—De acuerdo. Ya voy.
—¡Muy bien, joder, así quiero verte!
Y cuelga. Debo decir que últimamente, de una manera u otra, consigo mantener realmente poco mis decisiones. Demasiado poco.