Llamo al interfono.
—¿Sí?
—Soy yo.
—Sube.
Entro en el vestíbulo y cojo el ascensor. Ya me acuerdo del pisito de Pozzanghera. Será mejor que empiece a llamarla Benedetta, si no, tengo miedo de meter la pata cuando hable con ella. Compró un pequeño ático en viale Angelico e hizo la inauguración hace seis meses. Es una calle de edificios altos que está llena de golondrinas, pero recuerdo que este ático queda más arriba de los grandes plátanos y se puede ver a lo lejos. Claro que no tiene nada que ver con la vista de la casa en la que estuvo ayer Gio. No sé cómo me ha venido a la cabeza, y la comparación me produce desaliento. El ascensor se abre, bueno, ya he llegado, la puerta de su apartamento al fondo a la derecha está abierta.
—¿Se puede?
La entorno despacio, entro preocupado, como en esas películas en las que el asesino siempre está detrás de la primera puerta entreabierta. Pero en este caso, al menos por el momento, no es así.
—Sí, ven, estoy en el salón.
Cierro la puerta a mi espalda, avanzo por el pasillo y, si no recuerdo mal, el salón está después de la cocina y de un baño. Efectivamente, así es, veo el sofá azul, algunos cuadros modernos, pero en cuanto doy un paso más ella se me echa encima, abrazándome y llorando.
—Estoy desesperada… que… si… lo… sabi… no… te… lo… quién… ib… a… dec… sólo tú podías imaginarlo.
No he entendido casi nada de lo que ha dicho, llora, solloza, sorbe por la nariz y me abraza estrechándome con fuerza, casi hasta dejarme sin respiración.
—¿Has entendido lo que he dicho?
—No muy bien… he entendido «sólo tú podías imaginarlo», pero no tengo ni idea de a qué te refieres.
Repite algo abrazada a mí, casi asfixiada en mi pecho.
—El pro… es que u… está… con quien… te… da… cuen…
—¡Otra vez no entiendo nada! Se parece al juego de la ruleta de la suerte, con tan sólo algunas letras aquí y allá.
Pozzi se echa a reír y sorbe por la nariz. Intento apartarla de mí, pero ella todavía se aprieta más fuerte a mi cuello.
—Pero es que si no te apartas no entiendo nada…
—Me da vergüenza que me veas en este estado.
«Y ¿por qué, perdona? —me gustaría preguntarle—. ¿Qué diferencia hay respecto a lo normal?». Pero tal vez sería una broma demasiado cruel. Al final, vergonzosa, indecisa, temblando, se aparta de mí. Me mira de arriba abajo con sus grandes ojazos todavía líquidos, con las mejillas surcadas de rímel. El labio superior todavía le tiembla, lleva el pelo enmarañado y va sin maquillar, pero tengo que decir que la sensación general no está tan mal. O sea, tiene un toque de ternura añadido que tal vez mejora a la Pozzi de todos los días. Y además ahora me doy cuenta de que lleva una gran camiseta blanca que le llega por encima de las rodillas y nada más. O, mejor dicho, va descalza y, por lo que puedo adivinar, no lleva sujetador, pero no quiero mostrarme demasiado atento a esos inútiles y pequeños detalles. Por ejemplo, no sabría decir exactamente si lleva bragas o no, pero que sus pechos, por otro lado grandes y en excelente forma, están sueltos bajo esa camiseta, eso lo notaría hasta un ciego. Más que nada por los pezones bastante prominentes, que despejan cualquier duda.
—No me mires…
Se ha dado cuenta.
—No te estoy mirando.
—No es verdad.
—Vale, pero era una miradita inocente.
—Tonto… —Vuelve a reír.
—¿Y bien?, ¿se puede saber qué ha pasado?
—Luca sale con Carla Salbini desde hace cuatro años.
Me parecía raro que ese tío se enamorara de Pozzi de esa manera.
—No, quiero decir, Nicco, ¿sabes quién? ¡Carla Salbini!
La miro ligeramente perplejo.
—No, lo siento, no la recuerdo.
—Es mi amiga del instituto. Una vez incluso vino a verme a la agencia porque sus padres querían vender su casa de la playa, en Fregene…
—Pero ¿cuándo?
—Hace dos años.
—¡Benedetta! Pero con todas las cosas que suceden cada minuto, ¿tú crees que yo puedo acordarme de esos Salbini que vendían una casa en la playa de Fregene? ¿Cómo era?, ¿una casa grande?
—No.
—O sea, ni siquiera era una casa grande…, ¡venga!
—Tienes razón.
—El problema es que eres demasiado exigente.
—¿Por eso de la casa?
—¡No, en general, por todo!
—Pero ¿qué tiene eso que ver con el hecho de que Luca esté comprometido desde hace cuatro años con alguien que iba conmigo al instituto? ¡También podría salir con alguien a quien no conociera, el problema es que está prometido y no me dijo nada!
Y se deja caer en el sofá, cruza las piernas y se lleva las dos manos al centro de la camiseta, protegiendo de ese modo cualquier posible fuga de imprevistos.
Sacude la cabeza atónita repitiendo para sí en voz baja:
—No puede ser… No puede ser…
Y yo, al mismo tiempo, pienso en cuántos hombres conozco que se comportarían o se han comportado del mismo modo. Gio mil veces, yo, alguna vez, el propietario de la agencia inmobiliaria, sin duda, algunos compañeros míos de instituto, lo sé seguro. En resumen, son muchos los que han tenido una relación, casi siempre breve, que se superponía a la oficial, quizá también mi propio padre e Ilaria de Luca. Eso, en efecto, gracias a la llegada de Valeria y Ernesto, todavía no puedo darlo por sentado, pero existen bastantes probabilidades. Casi todos, al cabo de poco tiempo, han hecho naufragar su breve aventura o han sido descubiertos. Otros han continuado con ese juego de raro y complicado equilibrismo para ocultar a las dos mujeres, suspicaces, atentas y muy listas, cualquier posible indicio que pudiera descubrirlos. Uno de esos es Gio, pero a él, teniendo en cuenta su última historia con la chica del pub, le encanta sortear el peligro. Ahora, en cambio, la incógnita es saber cómo lo ha descubierto Pozzi.
—¿Quieres saber cómo me di cuenta?
Se ha puesto seria, ya no llora y, lo que es más importante, ella también me ha leído el pensamiento. Últimamente me sucede a menudo. Pero ¿de verdad soy tan transparente?
—Si me lo quieres contar…
—Claro. Muy fácil. Me fijé en que el sábado y el domingo siempre estaba ocupado y durante la semana venía a verme siempre después de cenar, o después del fútbol, o después del gimnasio, total, nunca antes de las diez y media y siempre ya cenado. ¿No te habría parecido extraño?
—Bueno, sí, en efecto…
Me acuerdo de que cuando salía con Federica y había empezado a ver a Giorgia hacía exactamente lo mismo.
—Venía a mi casa con el móvil apagado.
—Ah… —Eso también lo hacía, pero ¿tan insustancialmente idénticos somos?
—Y ¿sabes qué hice entonces? ¡Lo puse a prueba! Le dije: «Este sábado nos ha invitado una amiga mía, ha alquilado una casa de campo para el fin de semana, ¿vamos?». Y él balbuceó algo como que tenía un compromiso familiar. Entonces, la semana siguiente le dije: «El próximo sábado inauguran un local nuevo cerca de la piazza Navona», y él se inventó otra historia, que venían unos amigos de fuera, de modo que al final lo puse entre la espada y la pared.
—Y ¿cómo?
—Fui a su despacho y me quedé con él durante todo el almuerzo, estaba segura de que a esa hora recibiría por lo menos una llamada, y así fue.
—Ah.
—Y al final confesó.
O sea, me imagino al tal Luca con Pozzanghera delante, controlándolo a ver si responde o no al teléfono hasta que, exhausto, lo confiesa todo. Me parece que a los diez minutos de que ella llegara a su despacho ya lamentaba el primer polvo que le echó.
—¿Has visto? Maldito…
—Pues sí, ya lo veo.
—Pero ¿por qué los hombres sois tan cabrones?
—Pero ¿por qué tienes que decir «sois»?
—Porque tú eres un hombre y a saber las veces que te has portado como un cabrón como Luca.
—Puede que me haya equivocado, pero no de esa manera.
—¡Es que tú no sabes cómo ni cuánto! Mira…
Se levanta y se dirige a una mesa que está ahí al lado. Mirándola mejor, Pozzi no está tan mal, tiene unas bonitas piernas, sensuales, un bonito trasero. Entonces se vuelve. Bueno, no, la cara en efecto no, Pozzi tiene una napia bastante pronunciada.
—Mira, mira lo que me ha escrito. —Coge unas cartas de la mesa y vuelve conmigo, se me sienta al lado y empieza a leerlas—: «Amor mío, desde que te conocí mi vida parece otra. Nunca me he sentido tan feliz…». Pero ¿te das cuenta? ¡Tendría que dejárselo leer a Carla! Se lo merecería. ¡Pero ¿por qué sois tan cabrones?!
—Y dale. Pero ¿por qué dices que «somos» tan cabrones? De hecho, yo una gilipollez como esa de dejar papeles por ahí no la he hecho nunca.
Pozzi sorbe por la nariz.
—Vale, pues «son». Y, entonces, ¿por qué no encuentro a nadie como tú? ¿Siempre tengo que acabar con los otros? Escucha, escucha esta otra… —Y me lee otro fragmento—: «Estar contigo ha sido un sueño, ¡nunca había hecho el amor así en toda mi vida!». Has visto qué cabrón, hasta remarca que he hecho de todo por él. Me enamoré, Nicco, y una mujer, tú lo sabes, en esos casos no tiene límites. ¡Qué cabrón! ¡Lo odio, es un verdadero cabrón!
Y se echa a llorar otra vez y se me tira encima. Está realmente desesperada. Y yo intento calmarla como puedo. Son esas situaciones absurdas en las que, sinceramente, no consigo ver el drama, o sea, de alguna manera considero que formo parte del juego. Si una mujer quiere seguridad y confianza, entonces antes de salir con alguien necesita hacer pruebas y contrapruebas, y en ese caso también podría ser que al final, cuando él ya se ha acostado con ella, no quede satisfecho y tal vez decida dejarlo correr. También podría ser, ¿no? ¡Tampoco es que uno tenga que asegurar que va a durar un año o seis meses, ni siquiera tres! Pero Pozzi no quiere saber nada de eso, sigue llorando, leyendo cartas. Después incluso coge el ordenador y me lee algunos correos y, como si no fuera suficiente, hasta me enseña la foto del chico que lleva en el móvil: sonriente, alegre, divertido, en efecto, un guapo muchacho, aunque con una cara de esas que en seguida ves que va por ahí a pasárselo bien, no hacía falta ser ningún genio para verlo. Si además eres como Pozzi, entonces tendría que haber un acuerdo tácito, o sea, no tendrías ni que dudar de que sale con otra, los dos lo sabéis, y si por casualidad aún no fuera así, pronto lo será. Pero ninguna mujer acepta ser realista. ¡La mujer es soñadora y, ya puestos, sueña a lo grande!
—¿Lo ves? Yo estaba segura de que este verano nos iríamos juntos. Mira, quería darle una sorpresa. —Abre un cajón y saca dos billetes—. Grecia, Corfú, una semana con todo incluido en una preciosa villa junto al mar, con acceso directo a una playa privada. Y ¿ahora con quién voy a ir?
Y con esta última frase, Pozzi se echa a llorar de nuevo.
—Venga, no te pongas así, Benedetta, son cosas que pasan.
—¡Sí, pero siempre a mí!
No me atrevo a preguntarle: «¿Ah, sí?, perdona pero ¿ya te había pasado?». De modo que me quedo callado y le acaricio el pelo. Noto cómo llora sobre mi pecho, exhalo un suspiro y levanto los ojos al cielo. ¿Tenía que ser precisamente yo? ¿Y precisamente hoy, además? Y pensar que el sueño prometía que iba a ser el día de las sorpresas. Pero ¿esto qué es?, ¿una broma? Tal vez se refería a Ilaria de Luca y su secreto que sigue siendo un secreto, o al bonito encuentro con mi hermana y Ernesto, o a este coñazo de Pozzi. Que, además, pensándolo bien, ¡no le ha salido nada caro lo de Grecia! Pero ¿a quién se le ocurre reservar en mayo unas vacaciones para julio? Increíble. O sea, estaba claro que iba a salir mal, ella sola ha invocado la mala suerte. Pero es mejor no decírselo.
—Vamos, Bene, no te pongas así. Ya verás como pronto encuentras a la persona adecuada.
Ya está, lo sabía, no tenía que decirle eso. Llora todavía con más fuerza, niega con la cabeza de prisa, como si no quisiera en absoluto oír nada parecido. Golpea los pies en el suelo.
—¡Nooooo! ¡Yo lo quiero a él!
Sigo acariciándole el pelo.
—Pero Benedetta, él ya está ocupado, con una amiga tuya, además…
—¡No es amiga mía!
Pero ¿cómo? ¡Si lo ha dicho ella! Bueno, ya veo, no es el momento de llevarle la contraria.
—Sí, sí…, tienes razón…
Sigo acariciándole el pelo.
—¡Y no me des la razón como a una idiota!
Golpea otra vez con los pies, la camiseta se le levanta y deja al descubierto sus piernas, sube hacia arriba, por encima de los muslos. Pero noto que respira con más tranquilidad, ya no llora.
—Y ¿entonces qué quieres que diga? No te parece bien nada en este momento…
—Sí, por desgracia así es.
Después se va calmando poco a poco, su respiración se hace más pausada, ya no llora. Parece que le gustan mis caricias en el pelo.
—Eres el único que puede entenderme.
Lo dice con una voz cálida, más baja. Se frota contra mí, se retrepa en el sofá, se acurruca entre mis brazos, y sin querer se le sube todavía más la camiseta. Bueno, eso no hacía falta, se le ve la parte de arriba de la cadera, está completamente desnuda, ¡eso significa que ni siquiera lleva bragas! Y encima, como si no fuera suficiente, continúa hablándome con esa voz cálida y baja.
—Ya sabía yo que sólo podía acudir a ti, tú eres el único que me entiende.
No me detengo, no sé qué decir pero sigo acariciándole el pelo. Noto que empuja su seno contra mi pecho.
—Tú siempre me has entendido, creo que nosotros dos tenemos una sintonía realmente especial.
Ahora mueve las piernas, se encoge todavía más dentro de mí, entre mis brazos, y de alguna manera me trastorna por entero, siento subir un calor desde abajo, desde mi barriga, y trago saliva. Por si no fuera suficiente, la camiseta se le ha subido del todo y debajo no lleva nada de nada.
—Siempre he pensado en nosotros como en los protagonistas de esa película, Cuando Harry encontró a Sally, ¿te acuerdas?
—Sí.
—¿Te gustó la película?
—Sí.
No consigo decir nada más que un largo, inútil y arrastrado «sí», como si ya me hubiera dado cuenta de todo y no fuera mínimamente capaz de reaccionar, como si ni siquiera yo mismo supiera —suena terrible decirlo— qué sacar de esta situación.
Noto que vuelve a moverse entre mis brazos, se refriega a lo largo de mi cuerpo.
—Algún día tendríamos que volver a verla juntos…
—Sí.
Entonces se echa un poco hacia arriba, con los ojos escondidos entre el pelo, y de repente sonríe.
—Un buen día su amistad cambia, se transforma en otra cosa.
Y esta vez ni siquiera digo «sí». Sonrío inseguro y con eso Pozzi tiene suficiente. Es un instante. Comienza con un beso en la boca y no me da la posibilidad de hacer nada, empieza a dar vueltas sobre mis labios a pesar de que yo los tengo cerrados. Luego cedo mínimamente y entonces siento su lengua metiéndose en mi boca a la fuerza, así, sin atender a razones. Sus labios están salados, húmedos, todavía mojados por todo ese llanto. En cambio, los míos son como un melocotón verde, tímido, cerrado, que ella no puede comerse a pesar de que lo intenta de todas las maneras. No hay nada peor que cuando no quieres besar a alguien, o sea, se nota claramente que no te va y al final sólo cedes por desesperación. Y quedas vencido por su sabor, notas lo que ha comido, te molesta todo y ni siquiera tú sabes por qué está sucediendo.
Pozzi no se detiene, empieza a desabotonarme la camisa, me desabrocha el cinturón, el pantalón. Se quita del todo la camiseta y me pone sus grandes tetas sobre el pecho. Se frota sobre mí y consigue excitarme cada vez más. Tengo que decir que hace casi un mes que no veo a Alessia, sé que eso no justifica todo lo que está pasando, pero en este momento es la única disculpa que me viene a la cabeza. Y después de este último pensamiento me dejo llevar completamente. Y entonces, preso de la pasión, aunque creo que mucho más de la desesperación por haber caído tan bajo, no pienso en otra cosa más que en hacerle daño. De modo que en seguida entro en la categoría de los hombres cabrones. Es más, tal vez esté a la cabeza de la clasificación porque me aprovecho de la debilidad de esta mujer y soporto su aburrida e infinita tristeza con tal de follármela. No, no he sido honesto. He pasado de todo con tal de gozar yo.