Me voy a comer yo solo antes de empezar en la agencia inmobiliaria.
No vuelvo a casa porque no me da tiempo y además me da miedo que Pepe se arrepienta y se pase por allí. De modo que me voy a la via Flaminia, donde, antes del piazzale Flaminio, en el número 57/59, está el Caffè dei Pittori, un bar restaurante que no está nada mal, primero porque van chicas de la universidad que hay delante, creo que es Arquitectura o algo así. Es un sitio que produce un montón de chicas guapas, son vivarachas, activas, las veo hablar, a menudo discutir animadamente, y eso me gusta. Me hace pensar que están seguras de lo que harán en la vida y eso me transmite optimismo en general. Segundo, porque Alessandro, el propietario, siempre me hace un buen descuento, a lo mejor gracias a que le encontré un piso de alquiler justo allí encima y muy barato.
—Nicco, ¿qué quieres comer? ¿Te apetece una lasaña recién hecha?
—No, no, gracias, prefiero algo más ligero…
—De acuerdo, pues entonces tenemos pollo al curry con arroz basmati y unas verduras. ¿Te va bien?
—Perfecto.
—Siéntate fuera, que en seguida te lo llevan.
—Pero ¿hay sitio?
—Mira, la tres acaba de quedar libre. Ahora te mando a la chica para que la limpie.
Salgo y me siento. Hace un precioso día de finales de mayo, en esta época se está superbién en Roma. Miro mi SH 150, es perfecta para circular. Le acabo de quitar la funda a pesar de que hace un par de días cayó un buen chaparrón. Esperemos que a partir de ahora se mantenga. Pero estoy pensando como los viejos, como esos que hablan del tiempo y de que la estación no acaba de llegar. ¡Qué rollo! Sí que me ha dejado mal Alessia. Viene la chica, tendrá unos dieciséis años, veo que lleva una placa en la que pone MARLENE. A esas edades ya no hay nadie que tenga un nombre normal.
—Hola, ¿qué quieres beber?
—Una Coca-Cola y un agua.
—¿Con o sin gas?
—Sin gas, gracias.
Acaba de limpiar la mesa con una bayeta completamente mojada y mugrienta, después desaparece de nuevo en el bar. Puede que haya sacado alguna miga, pero seguro que la ha dejado más sucia. Miro el cristal inclinándome un poco hacia un lado: de hecho, a contraluz, se ven unas rayas aceitosas de no sé cuántas comidas anteriores, es como si ese trapo demostrara que en el bar de Alessandro hay mucho trabajo.
—Aquí tienes tu pollo al curry, y un poco de pan.
Apenas me da tiempo a incorporarme para que Alessandro no note mi vana búsqueda de limpieza.
—¡Gracias!
—Si quieres más, dímelo, que hay.
—De acuerdo…
Voy a empezar a comer. Por el olor, parece rico.
—Ayer vi a Alessia… —Alessandro se ha quedado delante de mí, tiene las manos en las caderas y una servilleta le cuelga en un lado, parece más limpia que la bayeta de Marlene.
Vio a Alessia. Es verdad, Alessia sabe que de vez en cuando vengo a comer aquí, y debió de pasar aposta… Quería verme, quería decirme algo, quería pedirme perdón, o sea, me echa de menos, está claro que me echa de menos… ¿Qué va a venir a hacer alguien como ella a un bar como este, si no?
—La vi en Ethic, en via di Vigna Stelluti.
—Ah.
—Fui a comprar un regalo para mi hermana pequeña. Alessia se estaba probando un vestido, es muy mona, Alessia, en serio, tu novia es muy guapa, tienes suerte.
Y me gustaría decirle: «Pero ¿qué suerte? ¿De qué? Me ha dejado, y además, ¿con quién iba, eh?». En cambio, sólo digo:
—Sí, ya…
—Bueno, ahora perdona, me voy adentro, que está lleno.
Alessandro vuelve a desaparecer en el bar. Me como un trocito de pollo y lo acompaño con un poco de arroz basmati. Pero lo hago a desgana. Me apetecería ir corriendo detrás de él, cogerlo por un brazo y preguntarle: «Perdona, Alessandro, pero ¿cómo estaba? No, descríbemela bien, porque ¿sabes?, hemos roto. El pelo, por ejemplo, ¿cómo lo llevaba? ¿Como siempre? No, ¿sabes?, es que cuando una mujer se cambia el corte de pelo significa que está cambiando de novio…». Pero tal vez se trate de una gilipollez que oí una vez en una película, tal vez Alessia no haya cambiado de corte de pelo y su vida sea completamente distinta, tal vez esté con otro o está indecisa entre dos o está con una mujer, no, con una mujer no, no puede ser. Y ¿por qué no puede ser? Tal vez quería decirme: «Lo siento…, estoy con una mujer». ¡Por eso estaba disgustada! No, estoy desvariando, ya no razono. Encuentro un pedazo de verdura a la parrilla escondida entre el arroz y me la como. Es berenjena o una seta, no se distingue, o yo no lo distingo, no sabe a nada, pero no importa, no tengo hambre, no tengo ganas de nada, o sea, no, tengo ganas de Alessia, tengo ganas de saber. Entonces pienso en una cosa. Si Alessandro me ha dicho «es muy mona, tienes suerte» significa que iba sola, que le sonrió y que estaba tranquila, que no había nada en su aspecto, corte de pelo, vestido nuevo, tatuaje, trencitas raras, que pudiera hacer pensar en un cambio importante, en otro hombre en su vida. Entonces hago otro intento, cojo un pedazo de pollo más grande y lo mastico lentamente, y casi me gustaría estar tranquilo, feliz…, pero entonces comprendo que no es así, que hay algo que no funciona, igual que ese trozo de pollo en el que he encontrado un nervio. Lo escupo en la mano, lo dejo a un lado del plato y lo tapo con un trocito de papel. Una cosa está clara: estoy hecho trizas. Bebo un poco de agua.
—¿Niccolò…?
Por poco me atraganto. Pero ¿qué pasa hoy? Frente a mí está la señora De Luca. Engullo, me trago el último sorbo y después intento sonreír.
—Señora, ¿qué hace por aquí?
—Nada, pasaba y te he visto desde el otro lado de la calle, parecías tan triste y pensativo…
Sí, estaba pensando en Alessia, pero evidentemente a ella no voy a decírselo. Y la veo ahí, de pie delante de mí, mirándome con esa mirada suya, ¿cómo decirlo?, piadosa. Entonces me levanto.
—¿Quiere sentarse?, ¿quiere comer algo?
Me pongo a un lado dejándole sitio, intentando hacer volver a mi cabeza ese mínimo de educación que, al fin y al cabo, tengo que ser sincero, me han enseñado.
—No, no, gracias, ya he comido.
—¿No quiere tomar ni siquiera un café?
—No, voy al centro. Pero me sentaré sólo un instante, quiero decirte algo…
Cojo instintivamente de la mesa de al lado unas servilletas de papel y limpio como puedo el cristal de la mía, luego las arrugo y las dejo sobre la silla.
—Ya está… Siéntese, por favor.
Ella se sienta y a mí me pica la curiosidad. Vete a saber si es cierto que iba hacia el centro, si ha pasado por aquí por casualidad, si no me ha seguido. Sabe que trabajo en la agencia, tal vez sabe que, a veces, después de salir del quiosco no vuelvo a casa y vengo a este sitio. Y, sobre todo, ahora entiendo por qué iba tan a menudo al quiosco, el porqué de esos silencios: tiene que decirme algo. La miro con más atención. Es una mujer guapa, me recuerda a alguien… tendrá cincuenta años, quizá alguno más o alguno menos, no lo sé, hay mujeres que nunca sabes qué edad tienen. Llega Marlene.
—¿Qué pasa?…
Ella no tiene reparos, para ella todos somos jóvenes o, en todo caso, amigos suyos. La señora De Luca se queda un instante descolocada por esas confianzas, después sonríe, incluso parece contenta por esa familiaridad.
—¿Quieres comer algo?
—No, gracias.
—¿Estás segura? ¿Algo de beber? ¿Un zumo? Tenemos naranjas buenas, de esas rojas de Sicilia.
Marlene se queda allí mirándola con una bonita sonrisa y al final consigue convencerla.
—De acuerdo, tráigame un zumo, gracias.
—En seguida te lo traigo.
Parece feliz por haber conseguido convencerla y desaparece de inmediato en el bar para preparárselo. Nos quedamos en silencio. Ya sé a quién se parece, antes no me venía a la cabeza, a esa actriz italiana tan guapa, Barbara de Rossi, tiene la misma cara, un aire de dulzura, a pesar de que sus ojos siempre parecen velados con un poco de tristeza, como si le hubiera sucedido algo de lo que nunca ha logrado rehacerse.
—Puedes llamarme Ilaria, si quieres…
Asiento.
—Y, por favor, Niccolò, sigue comiendo.
—Sí, gracias, es que no tengo mucha hambre.
Cojo un poco de arroz, lo mezclo con el curry y me lo meto en la boca. La situación se está haciendo realmente complicada. Pero ¿qué quiere la señora De Luca?, bueno, Ilaria, como dice ella que la llame, es cierto que ahora están de moda las mujeres que se juntan con hombres más jóvenes, pero ¿tan jóvenes? En fin, sólo me faltaría eso. Y, además, ella sabía que tenía novia, incluso me vio en el quiosco con Alessia alguna vez que pasó por allí. En una ocasión Alessia trabajó toda la mañana conmigo como un reto.
—Quiero ver qué se siente.
—Venga, no, Ale, déjalo estar…
—¿Qué pasa?, ¿te avergüenzas? Oye, que del trabajo no hay que avergonzarse nunca, sea cual sea. ¿Sabes qué dijo Karol Wojtyla? Que la grandeza del trabajo está en el interior del hombre.
—Se nota que muchos italianos no lo escucharon…
—¿Por qué dices eso?
—¡Porque ya no queda ni un pizzero italiano!
—Se ve que se han contagiado de los intelectuales… El trabajo intelectual arranca a los hombres de la comunidad humana. El trabajo material, en cambio, conduce al hombre hacia los hombres…
—Qué fuerte.
—Franz Kafka.
—¿Quién?, ¿ese del escarabajo?
—Nicco, cuando te pones así denigras hasta a los genios.
—Muy bien, pero sobre todo es famoso por eso, ¿no?
—Sí, y también por El proceso y El castillo… ¡Pero bueno, estar aquí dando periódicos a la gente quedará para siempre en mi memoria! ¡Y, además, quién sabe lo que iré contando sobre ti a todos los que vayan pasando por aquí! Eso también es cultura.
De modo que aquella mañana hizo la prueba y fue amable y cortés con todo el mundo, incluso con los que suelen entrar y sólo dicen: Il Tempo o Il Corriere y dejan el dinero en la bandejita junto a la caja o lo dejan caer entre las revistas.
—¡Oh, discúlpeme!
—No se preocupe, que tenga un buen día.
Alessia estuvo impecable. Tuvo una enorme paciencia y se portó muy bien con todos. Recuerdo que ese día también pasó la señora De Luca, sí, es decir, Ilaria, y se la presenté.
—Felicidades. Una quiosquera preciosa…
Pero tal vez Ilaria también lo sabe, sabe que hemos roto y por eso se ha acercado. La miro con el rabillo del ojo, está nerviosa.
—Aquí tienes el zumo. —Aparece Marlene y deja el vaso entre nosotros, sobre la mesa por fin limpia—. Te he puesto unos sobres de azúcar por si quieres… Nunca se sabe.
—Gracias, pero lo tomaré así, natural.
—Como prefieras.
Marlene se encoge de hombros y desaparece llevándose los sobrecitos de azúcar. Ilaria toma un sorbo.
—Es verdad, estas naranjas están muy ricas.
Después finalmente empieza a hablar.
—Te pareces mucho a tu padre. Tienes su misma dulzura, los ojos, la sonrisa, incluso las manos…
Me las mira, luego vuelve a cruzarse con mis ojos.
—Tu padre era un hombre especial.
Pero, cuando la gente te dice esas cosas, ¿por qué lo hacen? ¿Tú qué puedes contestar, qué puedes decir? ¿Acaso yo no lo sabía? ¡Era mi padre! Lo conocía mejor que nadie, pasé veintitrés años con él. O tal vez no, no lo conocía a fondo, al menos no tan bien… Por ejemplo, no tenía ni idea de que conociera a esta señora. La miro y asiento.
—Sí, especial.
Me parece conmovida, pero más bella, ligera, tiene un rostro abierto, como si por fin se hubiera quitado un peso de encima.
Pero, papá, tú, a esta mujer, ¿de qué la conocías? ¿Mamá lo sabía? ¿Tuviste una aventura con ella? Siempre he pensado que mi padre podría haberle sido infiel a mi madre, como podría hacerlo cualquier hombre: por sexo, por distracción, por lejanía pero no por aburrimiento o por amor. Y con esta Ilaria, en cambio, ¿qué sucedió? La miro con más atención. Ahora la veo más mujer, más torneada, más hermosa, tiene un pecho considerable, la cintura estrecha, las manos cuidadas. No lleva alianza ni muchas joyas, va maquillada pero no demasiado, el pelo bien puesto, sin una hebra blanca, algunas pequeñas marcas alrededor de los ojos, pero no son verdaderas arrugas. Papá, ¿le hablaste a mamá de esta? Bueno, de hecho yo he visto a chicas de las cuales nunca he dicho nada a Alessia, pero sólo porque habríamos tenido la inútil discusión de siempre. Una vez, por ejemplo, me encontré con Federica, una de mis ex, en un centro comercial y tomamos un café, y en otra ocasión me llamó Giorgia porque había pinchado con la moto cerca de donde yo vivo y no sabía cómo volver a su casa. Pues eso, no se lo conté para evitar discusiones inútiles.
Si bien sobre este punto Alessia había sido categórica: «Tienes que contármelo todo…».
Precisamente me lo dijo la noche que acompañé a Giorgia a casa.
—¡Aunque te encuentres a una ex y quizá sólo le hagas el favor de llevarla!
«Joder —me dije—, ¡me ha visto!». Y pensé que me moría, pero aguanté el tipo.
—Por supuesto, Ale.
—¿Y bien?… ¿No tienes que decirme nada?
Esperé un poco, aunque no demasiado, y luego, convencido, mirándola a los ojos:
—No, en absoluto.
—¿Seguro?
—Claro, aunque me lo preguntes otra vez no va a cambiar.
Entonces me abrazó.
—Estoy contenta, nuestra relación tiene que ser así, sin sombras. —Después me estampó un beso en la boca y añadió—: ¡Nosotros nos lo tenemos que contar siempre todo!
Pero la última vez ella no me lo contó todo, tan sólo me dijo: «Lo siento…».
Ilaria toma otro sorbo de zumo, se lo termina.
—¿Sabes?, he pensado muchas veces en cómo decírtelo, incluso he pensado que serías el único que podría entenderme… Bueno, tiene que ver con tu padre y conmigo…
—¡Nicco! ¡Sabía que te encontraría aquí!
No me lo puedo creer, con una euforia inexplicable, teniendo en cuenta lo que ha pasado últimamente, llega Valeria y me arrolla con todo su entusiasmo, tira el bolso en la silla que hay junto a la mía y se sienta a la mesa de al lado.
—¡Venga, siéntate aquí, Ernesto!
Hace sentar a su lado a ese extraño cruce entre John Lennon, el de Light My Fire y Sergio Múñiz, sólo que un poco más pálido, menos moderno y más porreta, al menos a mi parecer.
—¿Qué haces aquí, Valeria?
—No, es que mi amigo se moría de ganas de conocerte. Oh…
Hasta entonces no se da cuenta de que la señora De Luca está sentada frente a mí.
—Pero os he interrumpido, perdonad, ¿estabais hablando de algo importante?
Ilaria sonríe justificándose tranquila.
—Oh, no, no te preocupes, estábamos charlando un rato…
«Pero ¡cómo que charlando! —me gustaría decir a mí—. ¡Me estabas contando tu secreto, el hecho de que mi padre era especial, y estabas a punto de decirme qué tienes tú que ver con él! Ahora no me queda más que imaginármelo».
—Bueno… ¡Mejor así, entonces!
Valeria sonríe y extiende los brazos.
—En cualquier caso, yo soy su hermana Valeria, mucho gusto. —Y le da la mano.
La señora se la estrecha de manera muy formal.
—Ilaria de Luca.
Pero estoy segura de que ya sabía algo de ella, ¿cómo no iba a hablar de ello con mi padre? Entonces se levanta, nos mira a todos un momento y al final, con una sonrisa, se despide.
—Ahora tengo que irme. Adiós, Niccolò… ¿El zumo?
—Faltaría más.
—Gracias, pues, ya nos veremos.
—Sí.
Y dicho esto se marcha en dirección a la piazza del Popolo. Camina de prisa, ahora muy segura, como más joven. Valeria la mira, Ernesto, en cambio, se está comiendo unas patatas fritas.
—¡Oye, qué mujer más guapa! —Mi hermana me da una palmada en el hombro—. De eso no sabía nada.
La atravieso con la mirada.
—¿De qué?
—De que te lo montabas con mujeres mayores que tú… y no por poco.
Ernesto se mete en seguida en nuestra conversación.
—Eh, sí, por lo menos tiene cuarenta y cinco años.
A él también lo atravieso con la mirada, pero no parece hacer mucho caso. Ya lo odio. Cómo me gustaría que ahora llegara Pepe. Total, todo el mundo está pasando por aquí, por lo menos él sería útil.
—Da la casualidad de que yo no tengo nada con Ilaria.
Valeria se ríe sirviéndose un poco de mi Coca-Cola.
—Anda ya, si se veía a la legua que estabais hablando de cosas íntimas, te estaba confesando algo, algo que le ha gustado o que le gustaría hacer, venga, pero si erais evidentes…
—¿Evidentes? Pero ¿cómo hablas? ¿Qué quieres decir?
Valeria bebe un poco de Coca-Cola, Ernesto come más patatas.
—Venga, parecíais dos amantes pillados in fraganti, era superevidente.
—Yo no tengo nada que ver con Ilaria de Luca, sólo es una clienta del quiosco, pasa por allí a diario… pero —y esto lo subrayo— sólo a comprar el periódico, ¿está claro? Ahora dice que quizá se cambie de casa y vendrá a la agencia a decirnos cuándo y dónde quiere trasladarse. En ese caso me ha dicho que podría encargarme yo… —Por lo menos eso debería acabar de convencerlos—. Tal vez fuera eso la cosa tan «evidente» que se veía desde lejos…
Valeria se encoge de hombros y le roba una patata a Ernesto.
—Haz lo que quieras… De todos modos, es una mujer muy guapa, ¿sabes a quién me recuerda? A esa actriz, muy bonita de cara, esa actriz italiana…
Ernesto bebe un poco de Coca-Cola.
—Sí, ya sé quién dices… ¡Barbara de Rossi!
—Sí, eso, esa.
Hago como si nada.
—No me había dado cuenta.
—Qué pasada, es clavada.
Valeria y Ernesto se ríen juntos.
—Muy bien, pero ¿habéis venido para jugar a buscar parecidos?
Valeria me mira con sorpresa.
—Eh, que te estás pasando un poco, ¿qué problema tienes?, ¿hemos ofendido a Ilaria? ¡Oye, que pretendía ser un cumplido!
No me da tiempo a contestar.
—En fin, Ernesto quería darte las gracias.
Ernesto se está tomando el último sorbo de la Coca-Cola de Valeria, que encima es la mía.
—Mmm, sí.
Se limpia la boca y empieza a hablar.
—Mira, lamento conocerte en estas circunstancias, te lo juro, me habría gustado algo más tranquilo, quizá invitarte a ti, a tu hermana mayor y a tu madre a mi casa de Bracciano un domingo y organizar una buena parrillada. Mis padres también hacen un vino que no está nada mal…
Valeria lo mira entusiasmada mientras suelta todo ese sermón que seguramente se ha preparado esta mañana. Tiene la mano en su brazo y está tan orgullosa como si estuviera exponiendo quién sabe qué tratado. Y a mí me gustaría decirle: «Valeria, mira que no está diciendo nada extraordinario, es lo mínimo que podía hacer».
Pero sé que no serviría de mucho. Cuando se obsesiona con alguien, Valeria no ve más allá, como si se tratara del último príncipe azul que quedara.
Ernesto continúa.
—¿Sabes? Yo te aprecio mucho. O sea, defender así los principios de tu hermana no lo haría cualquiera.
No puedo creer lo que estoy oyendo. Es decir, ¿yo tengo que tragarme a estos dos en vez de escuchar el secreto de Ilaria de Luca, la Barbara de Rossi de estas tierras? Ilaria iba a hacerme no sé qué declaración sobre mi padre «especial». Tal vez me lo habría mostrado bajo una luz distinta, me habría ayudado a aceptar mejor su desaparición… No, eso no, no lo creo. Miro a Ernesto, que sigue hablando sin parar, parece seguro, insistente, dice cosas que no escucho, que ni siquiera sé si en realidad tienen sentido. Pepe empieza a caerme mejor y entonces le sonrío, asiento, finjo estar de acuerdo con él, total, ya sé que antes o después se encontrarán, vuelvo a sonreír, miro a Ernesto y ya lo veo en el hospital.
—¿Entiendes, Niccolò?, no tienes que volver a meterte en medio de nuestra relación.
Ahora sí que oigo bien lo que me dice. No me lo creo; casi parece enfadado. Abraza a Valeria y le sonríe.
—Yo me ocuparé de ella, en serio… Y también de poner a Pepe en su sitio.
Lo dice divertido, casi burlándose de ese mote. Este Ernesto no debe de haber visto nunca a Pepe, ni siquiera tiene la más remota idea de quién es.
—Sí, sí, claro… Es que anoche no estabas y, en fin, de alguna manera quería evitar que los líos de Valeria afectaran a mi madre. Pero me alegra que te ocupes tú, en serio. Y si puedo darte un consejo, es mejor que aclares la situación con Pepe cuanto antes, porque cree que todavía sale con Valeria.
—¡No es verdad!
Mi hermana se aparta de Ernesto. Está enfadada.
—Hace más de una semana que le dije que rompíamos. Si lo dices por eso, también le dije que pienso en otro…
Valeria mira con decisión a Ernesto, él asiente como diciendo «Hiciste bien, cariño», yo, en cambio, no tengo palabras. Me gustaría pedirle a Ernesto que me avise cuando tenga la charla clarificadora con Pepe, me gustaría estar, sí, sólo por verlo, pero de lejos.
Ernesto empieza a hablar otra vez con seguridad.
—El hecho de que tu hermana haya cometido una equivocación no significa que deba pagarla para siempre o que deba arruinarse la vida por eso, ¿no estás de acuerdo?
—Estoy muy de acuerdo. Pero ¿de qué equivocación hablas?
Ernesto me mira sorprendido, de repente duda de mis facultades y mira a Valeria para buscar consuelo.
—Pues… ¡salir con Pepe!
—Ah, sí, estoy muy de acuerdo contigo. ¡Es que mi hermana con según qué decisiones no quiere que nadie le lleve la contraria! Ahora bien, el hecho de que tú hayas podido en cierto modo hacerla entrar en razón y que también se lo hagáis entender a Pepe no puede más que hacernos felices a todos.
Y de repente me entran ganas de pedirle que me explique el porqué de su mote: Pepe, Poeta, los dos empiezan por P, pero luego desisto porque toda esta historia, por continuar con la P, me parece una gran putada.
—¿Queréis algo más?
Ernesto y Valeria se miran.
—No, no, gracias.
—Entonces, si no os molesta, voy a pagar, que tengo que irme pitando a la oficina.
Pago y me despido. Casi parece que se han quedado mal, como si hubieran esperado una reacción distinta por mi parte. Pero no se me ocurre nada que hubiera podido hacer en otro sentido y, por otra parte, ¿por qué siempre hay que intentar estar a la altura de las expectativas de los demás?
Entro en la oficina.
—Buenas tardes a todos.
Silencio, alguien masculla un «Hola», otro dice algo que no acaba de entenderse. Menudo velatorio, y suerte que esta oficina es de las que tienen trabajo, imagínate si fuera de las que van mal. Voy a mi mesa, miro alrededor y no veo a Benedetta Pozzanghera, ¿y eso? ¿Se ha cogido un día de vacaciones? ¿Ha salido a atender alguna cita? Miro el tablero. No, no está apuntada. Justo en ese momento me llega un mensaje al móvil. Por un instante me siento esperanzado. Lo presiento: es Alessia. Ha ido a buscarme a casa, al quiosco, al Caffè dei Pittori. Pero cuando abro el mensaje me quedo sin palabras: «Me he metido en un follón. Por favor, pasa por mi casa. He dicho en la oficina que me encontraba mal, pero no es así, ¡estoy peor!». Borro el mensaje y me siento a mi mesa. Me habría gustado que fuera el mismo texto, pero de Alessia. Sin embargo, es de Pozzi. Y ¿ahora qué hago? Ojeo mi agenda. No tengo citas, ni siquiera puedo inventarme una excusa para no ir a su casa y, después de todo, se trata de la sobrina de los Bandini, los propietarios de la agencia, y, en caso de necesidad, me sacará de apuros de una manera o de otra.
—Salgo un momento…
En esta ocasión tampoco nadie dice nada. Está bien trabajar en una agencia inmobiliaria como esta, nunca hay discusiones, claro que es porque casi nunca te dirigen la palabra.
Pues bueno, iré a ver a Pozzanghera, mejor eso que quedarse en este velatorio, por otra parte, ¿en qué follón puede haberse metido? En un momento se lo resuelvo todo o como mucho la escucharé y pensaré en ello. La verdad es que la vida es rara, últimamente todo el mundo tiene un montón de conflictos, y todos, de una manera u otra, acuden a mí. ¿Y yo, en cambio, cuándo podré hablar con alguien? Ya me gustará verlo. Tal vez acabo hablando con ella, con Pozzi. Y todavía no sé, en cambio, que de una manera completamente inesperada, esa tarde las cosas van a precipitarse definitivamente.