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Me he despertado en plena noche, completamente sudado, preso de quién sabe qué sueño del que, sin embargo, no me acuerdo. ¿Por qué algunas cosas quedan censuradas de la mente mientras que otras se quedan como grabadas, nítidas, inolvidables? No hay explicación, es así y punto. Sigo pensando en ello pero no consigo recordar el sueño.

Miro el reloj, son las cuatro y diez. Me ha pasado más de una vez despertarme a esa hora. Las 4 y 10. He sumado los números, 5, 14…, he buscado su interpretación, la letra a la que corresponden, pero nada me ha dado una explicación de ese extraño horario. Y, sin embargo, siempre es la misma hora, las cuatro y diez.

Doy vueltas por la casa, está en silencio, es como si estuviera suspendida en la oscuridad. No pasa ni un coche, ni siquiera a lo lejos, ninguna ambulancia, ninguna alarma, ni aquellos fuegos artificiales que a menudo se ven en dirección a Frascati, como si allí siempre hubiera alguien o algo que celebrar.

La noche no es tan oscura como antes, se ve que está clareando, que cede el paso a un nuevo día. Voy a la cocina, dejo correr el agua, cojo un vaso y bebo. No se oyen ruidos en el edificio. Ningún ascensor subiendo o bajando. Nadie llega ahora después de haber estado en una fiesta, tal vez medio borracho como a menudo me he encontrado a la vecina del último piso, a veces incluso llevada en brazos por el muchacho de turno o por el viejo y legendario cornudo que ya debe de haber perdido la cuenta tanto de las borracheras como de los chicos ocasionales.

Bebo un poco más de agua y luego dejo el vaso en el fregadero de la izquierda, donde mamá suele poner las cosas que hay que lavar, pero esta noche no hay nada más, está vacío. Hace fresco pero no demasiado, estamos en mayo y la temperatura es ideal.

Camino descalzo por el pasillo, vuelvo a mi cuarto, pero antes abro la puerta de Valeria. Bajo lentamente la manija sin hacer ruido. Está ahí, en la cama, respira serena, duerme tranquila, completamente indiferente a lo que ha pasado. Qué suerte. Yo, cuando me he ido a la habitación, he vomitado varias veces. Se me ha hecho un nudo en el estómago por los nervios de enfrentarme a Pepe y haber salido ileso, bueno, sólo con la camisa rota. Miro cómo duerme, tiene un montón de cosas esparcidas por ahí, el iPad, el iPhone, me imagino que con las dulces palabras de su «nuevo» poeta, un libro con un extraño número en la cubierta, 1Q84, una taza con restos de manzanilla o alguna infusión. Parece dormir tranquilamente, soñando quién sabe qué, casi parece que esté sonriendo. La envidio. Cierro la puerta. Creemos que conocemos a las personas que nos rodean, pero no es así. No sabemos nada de sus pensamientos, de su serenidad, de su dolor. Y demasiado a menudo nos equivocamos, siempre lo relacionamos con nosotros mismos, con nuestro criterio, con nuestras costumbres, con nuestra manera de ver el mundo.

Valeria es muy diferente de mí, a pesar de ser mi hermana, y quizá no la entenderé ni la conoceré nunca, no puedo más que quererla sin hacerme muchas preguntas.

Sigo andando por el pasillo. Llego frente a la puerta de mamá, está entornada, la abro un poco y miro adentro. De la persiana no bajada del todo entran las primeras luces y la vislumbro en la cama, la veo dormir tranquila. No me atrevo a ir más allá, me siento fuera de lugar, como si estuviera profanando algo, faltándole al respeto. Pero percibo su buen olor a limpio y el de su ropa. Vuelvo a entornar la puerta despacio, bajo la manija, la cierro hasta que oigo el suave ruido del mecanismo.

Empiezo a caminar otra vez por el pasillo, las baldosas están frías bajo mis pies, me las conozco de memoria, es el mismo recorrido que he hecho durante años. Pero algo no cuadra. Es como ese juego de los pasatiempos: tienes que mirar dos viñetas que parecen iguales pero luego, si te fijas, en seguida te das cuenta de que hay muchas pequeñas diferencias. Aquí, en cambio, la diferencia es una sola: de la habitación de mi madre, de la de mi hermana, de la mía, de la casa entera falta un trozo, pero falta todo. Falta mi padre.

Preparaba la ropa para el día siguiente sobre la butaca que hay junto a la cama. Dejaba las zapatillas en el suelo, la bata detrás de la puerta, el periódico sobre el sofá, las llaves encima de la repisa de al lado de la puerta, un vaso vacío en una esquina encima del lavabo, no dentro, como todos, como quería mamá, sino fuera, a un lado. No era una rebelión, no, porque él podía, porque él era especial, porque sí. A mi hermana y a mí ni se nos pasaba por la cabeza. Así es, todo eso ya no está y ya no están muchas otras cosas, y si me pongo a pensarlo me hundo en una especie de abismo. De modo que prefiero imaginar que estoy soñando, que no es así, que esta noche no existe, que este tiempo no existe. Eso es, y pienso que si ahora volviera a entrar en el dormitorio de mi madre lo encontraría allí con todas sus cosas, con la luz encendida, leyendo. Sí, está allí, sonriéndome, entonces levanta el dedo índice, se lo lleva a la nariz y me hace una señal para que no haga ruido, porque mamá está durmiendo y me la indica con la cabeza: «¿Ves?, está aquí, a mi lado». Pero sé que, sin embargo, no es así, nunca más será así. Me parece que ya lo entiendo: las cuatro y diez es la hora en la que él se fue y yo no pude despedirme.

Entonces vuelvo a mi habitación, cierro la puerta despacio, me siento en la cama y me pongo a pensar. Nuestra vida está hecha de un sutil, continuo equilibrio y cada vez que por fin crees haberlo encontrado ocurre algo y vuelves a quedar descompensado, caes hacia adelante o hacia atrás e intentas recuperar como sea ese equilibrio. Pero a veces ya no puede ser y entonces no queda más que cambiar toda tu vida, y lo cierto es que no es nada fácil. Pero en realidad ocurre de manera natural y, pasado el tiempo, aunque no te hayas dado cuenta, tu vida ha cambiado. Y el hecho de que hoy todo eso ya haya pasado me hace sentir mal. Y de repente, de golpe, sin ningún motivo, me acuerdo de lo que estaba soñando antes de despertarme a las cuatro y diez. Estaba con mi padre cogiendo piedras en una larga playa, piedras que el mar había pulido y redondeado.

—¡Mira! ¡Mira lo que he encontrado, papá!

Corría hacia él contento de mostrarle un simple culo de botella, un cristal opaco, descolorido, que ya no cortaba, corroído por el sol y la sal.

—Es bonito, ¿no, papá?

—Precioso, toma, ponlo aquí.

Lo metía en su bolsa y corría de nuevo feliz en busca de quién sabe qué otra increíble piedra, una piedra pómez, una loseta, una piedra porosa o lisa. Pero lo que más feliz me hacía era que lo hacíamos él y yo solos, mis hermanas se habían quedado en casa, con mamá, y esa era nuestra tarde de libertad. Me acuerdo de que hace unos años hablamos sobre aquella playa.

—¿Cómo se llamaba?

—No te lo voy a decir…

—Venga, papá, en serio, que no me acuerdo… Sólo recuerdo que era una playa larga al pie de unas villas romanas y que había un montón de escalones para llegar hasta abajo…

Mi padre se rio.

—De eso sí que te acuerdas, ¿eh?… No te lo diré porque si no irás con alguna chica para hacerte el chulo, y a mí me gustaría que volviéramos a ir juntos algún día solos tú y yo, y quizá el día de mañana lleves a tu hijo. Esa playa debería ser una tradición únicamente para nosotros los hombres.

Y lo dijo con un tono de orgullo tan exagerado que nos reímos, pero nos lo prometimos.

—Sí, un día volveremos allí juntos. Además, preparan una pizza al corte muy rica por esa zona.

Pero ya no hubo tiempo, y de la playa y las piedras sólo queda un lejano recuerdo. Y por ahora, de la persona con la que tener un hijo al que llevar a aquella playa no existe ni siquiera la sombra. Pero al final del sueño recuerdo que papá me decía algo.

—Ya verás… Mañana te quedarás sorprendido.