Cruzo de prisa la calle, al final casi voy corriendo hacia ellos.
«¡Pues menos mal!», piensa Nicco.
El guaperas se vuelve y me mira con curiosidad. Claro, ¿qué sabrás tú? Cómo vas a saber lo que has estropeado, quién estaba antes que tú, quién se ha quedado arrinconado sin la más mínima explicación, aparte de un «Lo siento…».
Pero de repente me paro en seco. El guaperas es alto, grande, está bien plantado sobre sus piernas. Tiene las espaldas anchas y sus manos, que ahora veo mejor, me parecen enormes, duras, nudosas, en resumen, de esas que hacen daño de verdad. Entonces, de la otra puerta, la del pasajero, por fin baja ella.
—Hola, Niccolò… Pero ¿qué pasa?
Es Daniela Martini, la del segundo piso, una chica preciosa, una ex modelo que parece haberse metido en no sé qué rollo raro, o al menos eso dicen. Yo siempre la veo igual de sonriente y amable. Tal vez sea una de esas leyendas urbanas que corren. Pero también es verdad que cuando esperaba a Alessia por la noche debajo de su casa la veía subir a los coches más dispares. A veces venían a buscarla simples chóferes. Recuerdo que una vez subimos juntos en el ascensor y de repente se quedó parado. Preso de un terrible pánico, empecé a darle patadas a la puerta.
—¡Joder! ¡Abran, abran, joder! ¡He dicho que abran!
Y seguí dando patadas como un loco, sudando, completamente empapado y con el corazón a dos mil.
—Ya verás como ahora se pone en marcha —dijo ella con una voz tan tranquila y sosegada que en seguida me dio serenidad.
Y de ese modo, al cabo de unos segundos, empecé a respirar nuevamente de manera natural, el corazón se me desaceleró y Daniela Martini siguió hablando.
—Tú eres el novio de Alessia, ¿verdad? Esa chica tan simpática del tercero. ¿Cómo te llamas?
—Niccolò.
—Hacéis una pareja estupenda.
—Gracias.
—¿Cuánto lleváis saliendo?
—Siete meses.
—Y ¿cómo os conocisteis?
—En el gimnasio… Pero después yo dejé de ir porque empecé a trabajar.
—Ah, ¿y a qué te dedicas?
—Oh, hago varias cosas. Estudio Comunicación, pero también trabajo en el quiosco de la familia y, por la tarde, en una inmobiliaria.
—¿En serio? Debe de ser interesante. Estoy pensando en cambiarme de casa. Si me decido iré a verte. ¿Me tratarás bien?
—Por supuesto. Tenemos muchísimas opciones, incluso en esta zona.
Y de ese modo seguimos hablando de esto y de aquello hasta que volvieron a poner en marcha el ascensor. Antes de salir, me disculpé por mi ataque de pánico y ella me sonrió.
—Lo sé, no te preocupes. Tuve un novio que también reaccionaba así, tenía claustrofobia. No le daba miedo nada ni nadie, pero si estaba dentro de un ascensor o en un sitio que veía estrecho entonces empezaba a romperlo todo. —Después sonrió—. ¡Quizá ese fue uno de los motivos por los que cortamos!
Nunca he entendido lo que quería decir realmente aquella frase, pero sí sé que en el fondo no sentía ninguna curiosidad por mi vida, todas esas preguntas sólo me las hizo para distraerme, y lo consiguió. Evidentemente, no se cambió de casa.
—¿Y bien, Niccolò?
Me mira, esperando. El hombre de su lado permanece en silencio, se está preguntando qué tiene que ver una chica como Daniela Martini con alguien como yo. Intento inventarme algo, pero al final desisto. Estoy demasiado cansado y no se me ocurre ninguna idea.
—Perdona, es que me he peleado con Alessia… O sea, no, a decir verdad hemos cortado. O sea, para ser completamente sincero, me ha dejado ella y ni siquiera sé por qué…
Daniela Martini parece afectada por mis palabras, quizá aprecia mi sinceridad. Después me sonríe y se encoge de hombros.
—Lo siento…
—Es lo mismo que ha dicho ella.
El hombre se echa a reír.
—Oíd… Disculpadme, eh, yo también lo siento mucho, pero Dani, ¿podemos subir?
Ella no dice nada, saca las llaves del bolso y abre la verja.
—Adiós, Niccolò. —Daniela entra, pero entonces se vuelve hacia mí—. ¿Puedo darte un consejo? No arreglarás nada esta noche. Vete a casa.
—Sí, buenas noches.
Me voy hacia el coche pero, mientras me alejo, no puedo evitar oír sus palabras.
—Ya está bien, lo has ofendido con esa carcajada.
—Tienes razón, pero es que parecía uno de esos programas de la tele.
—¿Pero qué tiene que ver esto con «Mujeres y hombres»?
—Que no, ese en el que abren la carta…
Y ella se ríe, se ríe pero no hacía ninguna falta. Daniela Martini se ha imaginado que era como uno de esos desgraciados de «Hay una cosa que te quiero decir». No, yo no iría nunca a ese programa, ni aunque viniera el cartero a mi casa y la invitación la hubiera enviado la mismísima Alessia.
Ahora, al decir todo eso, tengo que admitir indirectamente varias cosas. 1: que conozco perfectamente el programa; 2: que, por tanto, he visto el programa, y 3: que si me llegara una invitación, en el supuesto de que pudiera ser de Alessia, aceptaría participar de inmediato en el programa.
He cambiado de opinión porque me estaba comportando exactamente igual que las personas a las que detesto, esas que sólo porque alguien dice que algo es basura, aunque no sepan ni de qué se trata, le dan la razón igualmente o, lo que es peor, como esas que siguen ciertos programas y luego hacen como si no los vieran porque no es lo suficientemente cool o smart o trendy, total, ¡una serie de palabras guays para decir que si ves ese programa no eres guay!
Yo, una noche, en casa de Alessia, vi «Hay una cosa que te quiero decir». Era la historia de un chico que nunca había conocido a su padre y después de veinte años ese hombre se había armado de valor y por fin había decidido conocerlo. Ahora no sé si era porque hacía poco que había perdido a mi padre o porque el arrepentimiento de ese otro padre televisivo parecía indudablemente sincero, pero tengo que decir que el hecho me conmovió bastante. De modo que cuando Alessia regresó de la cocina me dijo:
—No me lo puedo creer, pero ¿qué haces?, ¿estás llorando?
—No, qué va… Es que se me ha metido algo en el ojo…
—¡Sí, un mosquito sensible! Venga, ven para allá, que la comida ya está lista, sensiblero…
Y seguimos viendo el programa en la cocina y yo, en un momento determinado, empecé a sollozar y Alessia se levantó, rodeó la mesa y me abrazó con fuerza, me estrechó por detrás y me dijo:
—Sé por qué estás llorando, cariño. No es por la historia de ese chico y su padre, es por el tuyo, que ya no está y lo echas de menos. Muchas veces unas cosas llevan a otras y aflora ese dolor que no conseguimos expresar a nadie, ni siquiera a nosotros mismos.
Entonces la miré y asentí, en silencio, sorbiendo por la nariz, sin conseguir detener las lágrimas, pero ella me sonrió.
—No te preocupes, llorar es lo más bonito, significa que echas de menos a alguien de verdad y que lo querías mucho…
Y en esa ocasión, más que nunca, comprendí que la quería. Y fue una sensación rarísima, como cuando acabas de hacer el amor y te sorprendes por lo que sientes, porque, claro, sí que te acordabas, la persona es siempre la misma, pero no recordabas que fuera tan bonito. Era como si se hubiera añadido una pizca de magia, como si me hubiera dado cuenta de que ella era precisamente la persona adecuada, y me había comprendido perfectamente, en todo mínimo, particular, infinito matiz. Y, sin embargo, ni siquiera aquella vez fui capaz de decirle nada. Y, entonces, ¿de qué voy a quejarme ahora? Arranco el coche y regreso a casa sin imaginar que la noche todavía no había terminado y que iba a ser una de las más complicadas de mi vida.