7

Me encuentro el portón abierto y cuando entro en el vestíbulo de casa de Fabiola la veo sentada en la escalera. Cuando se acerca el verano hace fresco en el portal de los edificios. El pelo rubio oscuro le cae hacia adelante, lleva unos vaqueros y una camisa entre lila y color vino, un poco ligera, de uno de esos raros tejidos indios. Dos cordoncillos claros se pierden entre algunos bordados del escote y se deslizan hacia abajo como la ceniza del cigarrillo que tiene entre los dedos.

—Mira que has tardado, ¿dónde estabas?

—Has vuelto a fumar.

—Sí.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace un mes, pero ¿a ti qué te importa? ¿Has venido a hacerme un interrogatorio?

Sonríe mientras lo dice. Me siento a su lado. Fabiola siempre ha despertado mi curiosidad. Mi hermana siempre ha parecido mayor, o sea, hacía las cosas que le tocaban, pero no como había que hacerlas, sino a su manera. No sé si me explico. Cuando se casó, por ejemplo, hizo tres fiestas, una en Roma con iglesia y todo eso, luego otra en Florencia y la tercera en Milán. Hace unos años estuvo en América y volvió a casarse en las playas de Malibú.

Vive en via dei Tre Orologi, tiene un piso espectacular, un ático desde el que se ve Villa Borghese. Está decorado como los mejores sitios que yo haya visto, es todo blanco con paredes de repente amarillas o violetas o azules o verdes, casi parece la casa de un fotógrafo, pero no desentona porque de todos modos el blanco siempre está muy presente y acaba teniendo una elegancia original muy suya. Fabiola fue atrevida y demostró tener buen gusto.

Da otra calada y después me mira.

—¿Echas de menos a papá?

«¿Para esto me has llamado? —me gustaría decirle—. Pero ¿tú crees que puedes llamarme por teléfono y hacerme venir aquí para esto?». No obstante, no tendría sentido, parecería grosero, y además es la primera vez que me habla de ello. Aun así, tenía la esperanza de no tener que afrontar este tema, pensaba que conseguiría controlarme, sin embargo, se me hace un nudo en la garganta, pongo los brazos alrededor de las rodillas y las aprieto con fuerza. Asiento con la cabeza.

—Sí, lo echo de menos.

Me gustaría decir mucho más, me gustaría decir que a veces me arrancaría la piel, me gustaría decir que no puedo pensar en él porque con sólo pensar que papá no está me vuelvo loco. O sea, me da pánico la idea de que en un momento dado del día me apetezca preguntarle algo, incluso la cosa más tonta, no tiene que ser importante a la fuerza, y no lo encuentre. No encontrarlo nunca más. Aunque algunas veces me imagino que él me está escuchando de todos modos, y entonces le hablo, le pido igualmente ese consejo, sobre todo me pasa que le hablo de mamá, del hecho que veo que no supera su historia, el dolor por haberlo perdido. Y cada vez que hablamos, sobre todo de eso, acabo llorando, pero eso a Fabiola no se lo cuento.

—Fabi, ¿qué quieres?

Vuelve a mirarme, sonríe, al final me despeina y se pone seria.

—Nicco, tú ya eres mayor. Tú eres el hombre de la casa, ¿lo sabes? No podemos hacer como si nada, tenemos que seguir adelante.

Y se queda así, en silencio, como si en el fondo quisiera añadir algo, pero puede que sólo sea una sensación mía.

—¿Has visto que Francesco es igual que papá? Cuanto más crece, más se le parece.

Es verdad. Francesco es su hijo de tres años, y yo también lo había pensado. Adoro a ese chiquillo, es una pasada. Tiene los ojos de papá y de vez en cuando te mira de una manera que me impresiona, me parece como si realmente estuviera él allí dentro, como si a través de Francesco quisiera decirme algo, pero luego de repente el niño sonríe y me dice «Otra vez». Porque siempre le hago bromas y a él le gustaría que no parara nunca. «¡Otra vez, Nicco! ¿Me lo haces otra vez?».

—Si todavía estoy con Vittorio es sólo por él. —Después de decir esto, Fabiola se levanta, va hacia la puerta, da una última calada al cigarrillo y lo tira a lo lejos. Luego vuelve hacia mí—. Sólo por Francesco. —Se sienta un poco más alejada y se me queda mirando.

No tengo palabras, eso no me lo esperaba en absoluto. Deben de haber discutido de lo lindo. Ya me imagino la escena, mi hermana debe de haberle dicho una de esas frases que quizá había pensado un montón de veces pero que siempre había conseguido quedarse dentro, una de esas frases que después de haberla dicho te arrepientes por lo violenta que es, no porque no sea cierta, sino porque no se dice y punto. Sin duda debe de haber pasado eso.

—He vuelto a ver a Claudio.

Pero ¿cómo que ha vuelto a ver a Claudio? Su histórico novio de toda la etapa de instituto y gran parte de universidad, un chico que sólo creaba problemas, posesivo, celoso e incluso machista. Estuvieron saliendo hasta que Fabiola conoció a Vittorio. Creo que cortaron precisamente entonces. Y, en cambio, ahora ha vuelto el problema Claudio.

—Pero ¿ese Claudio?

—Sí, Claudio, ese. Coincidimos en una cena de clase, de antiguos compañeros del colegio. Nos encontramos en Facebook y cuando nos vimos fue muy raro, era como si todo fuera como entonces.

—Fabiola…

Me mira pero se queda callada. ¿Qué significa este silencio? ¿Lo ha vuelto a hacer con él? Fabiola, casada con Vittorio, y sobre todo madre de Francesco, haciendo el amor con su ex del instituto, Claudio. Sí, Alessia me diría: «Eres un burgués, estás haciendo un planteamiento típicamente burgués. ¿Qué tiene que ver que esté casada? ¿O lo dices porque es tu hermana? ¿O porque tiene un hijo?».

Una vez tuvimos una discusión parecida, estaba hablando de una amiga suya y se encendió muchísimo, nada de lo que le decía le parecía bien, ¿sabéis cuando no dais una a derechas? Pues eso. «Sólo eres un pequeño burgués». Terminamos así, defendió a su amiga hasta el final, pero ahora me asalta una duda: ¿estaba defendiendo a su amiga o a sí misma?

—¿Quieres saber si me acosté con él?

Fabiola me sorprende con esa pregunta tan directa, ella y yo nunca hemos hablado de estas cosas. Con Valeria, mi hermana más pequeña, alguna vez sí, pero con ella nunca.

—No, gracias, no quiero saberlo.

—Pues te lo voy a decir: no, no me acosté con él.

Y no sé por qué, pero exhalo medio suspiro de alivio, la situación aún no se ha precipitado.

—No todavía, al menos.

—¿Qué significa eso? No debes, no puedes… No es justo, eso es.

Me doy cuenta de que en realidad no sé muy bien qué decir. Me parece que Fabiola también se da cuenta, sonríe y se enciende otro cigarrillo.

—Fumar también es un error, pero me gusta.

—¿Que te gusta? Pero eso es distinto. ¿Qué planteamiento es ese? Has asumido un compromiso, te has casado, y encima tres veces…

—Cuatro con Malibú.

—… Pero lo más importante es que tienes un hijo.

Fabiola fuma en silencio. En ese momento entra un señor por el portal del edificio, abre con las llaves, cruza la entrada. Lleva mocasines elegantes y su sonido resuena en el vestíbulo vacío.

—Buenas tardes…

Saluda amablemente al vernos y nosotros contestamos. Luego llama el ascensor. Mientras espera a que llegue, nos mira con curiosidad. Se ve que conoce a Fabiola, en cambio conmigo parece perplejo, no sabe bien dónde situarme: ¿soy un amigo, un extraño, su amante, su ex Claudio? No, sería demasiado joven. Me mira fijamente y me gustaría decirle «Que soy su hermano», pero él es más rápido que yo.

—Disculpe, aquí no se puede fumar.

Fabiola ni siquiera se digna mirarlo.

—Sí, tiene razón. —Pero da otra calada como si nada. El señor niega con la cabeza, el ascensor ha llegado y, sin decir nada más, él se va.

—Tocan los cojones todo lo que pueden.

—Pero es verdad que no se puede fumar.

—Si no hubiera sido el cigarrillo habría dicho que no te puedes sentar en la escalera. Hay gente que sólo viene al mundo para tocarte los huevos… Quizá sea porque alguien se los tocó a ellos en otra vida.

Fabiola está convencida de que todo es consecuencia de algo, de que hay un destino. A menudo, cuando hablamos de este tema, sostiene la inutilidad de las acciones, todo es inútil: luchar, discutir, cambiar.

—Total, todo está escrito…

—Al menos dame la posibilidad de que podamos hacer algo, de que podamos cambiar mínimamente las cosas, de lo contrario, ¿qué sentido tendría tomar cualquier decisión?

—De acuerdo…

Luego, cuando murió papá, recuerdo que se me acercó en la capilla ardiente.

—¿Has visto? Yo tenía razón, no servimos para nada.

Y en seguida comprendí que se refería a ese tema del que habíamos hablado un día cualquiera del año anterior. Era como si lo estuviera esperando, como si siempre hubiera sabido que un día llegaría el momento de decirme esa frase. Y yo no pude decir nada.

—¿Sabes?, estoy convencida de que Vittorio se imagina algo…

—Pero ¿algo de qué, si no ha pasado nada?

—Claudio y yo nos llamamos a diario, y además siempre estoy pensando en él, y la pareja se da cuenta, si estás distante, si no estás…

Los últimos días, Alessia siempre tenía la cabeza en otra parte.

Se vuelve hacia mí y me mira.

—No es obligatorio querer a alguien para follar con él. —Después se encoge de hombros.

Nunca he visto así a mi hermana, o sea, así como ahora: parece una chiquilla. Fabiola siempre ha sido metódica. Cuando iba al colegio, se lo preparaba todo la noche anterior, la camisa, la falda, los zapatos. Dejaba el libro abierto y ponía su diario encima para señalar la lección que podían preguntarle. O sea, no conozco a nadie más escrupuloso que ella. Pero era optimista, siempre lo ha sido, pensaba que esa última lectura podría ayudarla, que serviría de algo en caso de que le preguntaran a ella. Ahora, en cambio, parece otra.

—¿Sabes lo que pasa? No me explico por qué me has llamado. Por lo general se llama a alguien para pedirle consejo; tú, en cambio, me parece que ya lo tienes todo decidido.

Fabiola da una calada y se ríe.

—Pareces enfadado.

—No has contestado a mi pregunta.

—¿Que por qué te he llamado si ya lo tengo todo decidido? Oh, mira, hermanito, sólo tenía ganas de verte, no te enrolles tanto. ¿Sabes que Francesco se vuelve loco contigo? Le gusta un montón el juego de las hojas.

Es un juego que hago con él: me lo pongo sobre los hombros y luego corro por debajo de los árboles, donde las hojas están más bajas, haciendo ver que es superarriesgado, pero teniendo cuidado de que no se haga daño con las ramas y no corra ningún peligro.

—Otra vez… El juego de las hojas.

Cuando no puedo encontrarme con él en el parque a veces paso por su casa, ¡y entonces se vuelve loco con el juego de las puertas! Quiere estar sobre mis hombros y pasar por debajo de las puertas. Grita cuando tengo que agacharme, aunque yo ya lo sé, y me gusta cuando me pellizca las mejillas de miedo pero no dice nada, al contrario, hace como si estuviera tan tranquilo. Un hecho que me impresionó y que nunca me habría imaginado es que cuando jugaba con Francesco de pequeño me escondía en las habitaciones de su casa a oscuras y él entraba como si nada, me buscaba sin temor, sin ningún problema. Tenía un año y medio y no sentía miedo. Y ¿sabéis por qué? Porque no sabía lo que era. Una vez cruzó toda una habitación a oscuras y luego me vio de rodillas detrás de la cama. «¡Nicco!». Vino hacia mí y me abrazó, después se apartó y se me quedó mirando mientras sonreía. Y ¿sabéis por qué? Porque yo no podía hacerle nada, no podía pasarle nada, porque para él todavía no existía el miedo. Es el mundo el que nos cambia y a él también le ocurrió, apenas unos meses después. La luz del pasillo estaba encendida y yo me había escondido detrás de la puerta del baño con la luz apagada. Él se acercó poco a poco, lo vi reflejado en el espejo y de repente se detuvo en el umbral, se asomó un poco hacia adelante para ver si estaba en aquella habitación, pero por primera vez esa oscuridad, la incógnita de lo que podía suceder en ese baño sin luz, lo hicieron huir. Fue a la cocina con Fabiola y ya no volvió. No sé cómo, pero había conocido el miedo. Tal vez por culpa de uno de esos cuentos para escuchar o de unos dibujos animados, en todo caso ya se había «ensuciado» con esa conciencia. Me pregunté cómo debe de ser para un niño la sensación de tener miedo por primera vez. Yo también fui así, yo fui todo eso, y hay una persona que seguramente lo vio: mi padre. Francesco me hace pensar en mi padre, cada vez que bromeo, me río, lucho con él, no puedo evitar pensar en todo lo que mi padre debía de hacer conmigo. Seguramente muchísimo, y yo no tengo memoria. Nos acordamos de las cosas más estúpidas e insulsas mientras que no podemos recordar las que nos gustarían. Había una película preciosa, se titulaba Días extraños, en la que se aplicaban unos microchips en el cuero cabelludo y luego podían grabar en un disco duro todo lo que veían. Era una buena película. Hay buenas películas que deberían convertirse en realidad. Si a alguien se le ha ocurrido una idea, ya es un paso adelante para que esa idea algún día se convierta en realidad.

—Nicco, ¿tú quieres decirme algo?

—¿Eh? —Mi hermana se ha dado cuenta de que tenía la cabeza en otra parte—. No.

—¿Estás seguro? ¿Va todo bien?

Me gustaría contarle lo de Alessia, que ha desaparecido de repente, lo del tío que hoy ha ido a recogerla y que la vida se burla de mí enviándome a hacer una visita de trabajo justo donde ella vive, pero simplemente prefiero decir:

—Sí, todo bien, en serio, te lo diría…

—Mejor así. Hoy Francesco me ha preguntado por ti, hace tiempo que no vienes a vernos.

—Sí, tienes razón, vendré pronto.

—Bien…

Se levanta, se pasa las manos por los vaqueros y se los arregla un poco. Después baja rápidamente la escalera y entra en el ascensor.

—Hablamos pronto.

Aprieta el botón de su piso, pero antes de que las puertas se cierren aún consigue decirme esto:

—Te he mentido: sí que me acosté con Claudio.

Luego me sonríe y se encoge otra vez de hombros.

¿Qué? Pero el ascensor ya se ha cerrado. Lo ha hecho adrede, para no tener que discutir, para no tener que contestar preguntas. Quería librarse de ese peso pero sin tener problemas. Pero no se puede, no puedes hacer eso.

«Toda acción provoca una serie de acontecimientos».

Alessia lo estaba estudiando cuando nos conocimos, el drishti yoga, la visión yóguica, en resumen, el karma, creo, aunque también la filosofía estoica por la que, me decía Alessia, todo cuanto sucede predispone el futuro. Y eso, salvando las distancias, naturalmente me hace pensar en nosotros.

Pero ahora pienso en Fabiola, lo ha hecho, de modo que ahora está predisponiendo su futuro. Y lo más alucinante es que me viene a la cabeza Francesco y al mismo tiempo mi padre. ¿Qué dirían? ¿Cómo la juzgarían? ¿Le pedirían explicaciones? Ya sé lo que diría mi padre: «¿Qué dices?, has tenido un hijo, deberías ser una mujer satisfecha y feliz, y, sin embargo, ¿por qué tienes todavía ese desasosiego? ¿Qué te falta?, ¿qué es lo que buscas?». Pero mi padre ya no puede hacer esas preguntas. Francesco, por su parte, es demasiado pequeño, tal vez sólo le sonreiría pensando: «En cualquier caso, mamá es feliz así». Y a mí, que sí podría haberlas hecho, no me ha dado tiempo. Hay algo que me retumba en la cabeza, lo que me ha dicho Fabiola: «Ahora tú eres el hombre de la casa». Ya, pero dejando a un lado que me parece que no pinto nada en absoluto, hay un pequeñísimo detalle: yo no quería serlo.