6

Aparco en via Mangili, delante del 48. No me lo puedo creer. Cuántas noches he estado aquí abajo con ella. Ella. Ella, que al llegar bajaba un dedo la ventanilla.

—Venga, el último cigarrillo y me voy… —Y entonces empezaba a charlar—. No, no puedes entenderlo… Vane, mi amiga, está completamente loca. Ha cortado con Andrea y se ha ido con Simone —me dice una noche.

—Ah…

Luego me mira, enciende el cigarrillo y le da una calada.

—¿Sabes quién?

—No.

—¡Venga, Vane, Vanessa!

Ya lo sé, ¡pero Alessia tiene doscientas amigas! Entonces se fija en que la punta del cigarrillo no se ha encendido del todo, no quema bien, incluso tiene una parte apagada.

—Noooo… ¡Soy una cornuda! ¿Me estás poniendo los cuernos, Nicco? ¿Tienes a otra?

—¿Yo? ¡Qué va!

—O sea, no me lo creo… ¡Si hasta has contestado!

Se enciende de nuevo el cigarrillo, y se asegura de que la punta se quema del todo y que así ella no es ninguna cornuda.

—Es alucinante que me hayas contestado, ¿sabes?, no me convence para nada…

—Sí, sí, de verdad…

Pero después empieza a parlotear sobre esa amiga suya.

—Total, ya ves, se ha ido una semana a las Maldivas con el tal Simone, que encima se lo paga todo, y ¿sabes qué ha dicho en su casa? ¡Que está en Parma trabajando de azafata en un congreso!

Da otra calada al cigarrillo y luego niega con la cabeza.

—No, a mí estas cosas no me van, o sea, he hecho cosas peores según cómo se mire… Y siempre en Italia. Pero irse al extranjero sin decir nada en casa, eso no. ¿Y si te pasa algo? Igual desapareces para siempre, imagínate cómo quedas con tu familia, que te hacía en Parma.

—Si desapareces para siempre te importa un bledo cómo quedes con tu familia.

—Porque tú no crees que haya vida después… ¡Por eso!

Alessia hablaba de todo, me acuerdo de aquella noche como si fuera ayer. Después, tras aquel cigarrillo, subimos al último piso del edificio, donde están los lavaderos, y empezamos a hacer el amor. Estábamos con las luces apagadas, con una vela posada en el borde de la pila, arrollados por la pasión, cuando de repente oímos voces.

—¿Y bien? ¿Se puede saber quién está ahí?

Y en ese instante comprendí que tal vez llevaban un buen rato llamándonos, pero cuando haces el amor no oyes nada de nada. Y lo sientes todo. Era la señora Fiastri, la del cuarto, con su marido. Ella se asomó un poco más por la escalera.

—¿Hay alguien? Hemos oído ruido.

Yo me aparté de Alessia.

—Pero…

—Chsss… Espera.

Y así, sólo con la camiseta puesta, saqué la cabeza por detrás de la puerta y vi que el señor Fiastri estaba más atrás y no tenía posibilidad de verme mientras cruzaba mi mirada con la de su mujer. Nos quedamos un rato en silencio, ella me observaba, yo la miraba fijamente esperando que no dijera nada a su marido, a los demás pisos, al portero del edificio, a la madre de Alessia. Entonces ella se puso colorada, como si en ese momento lo hubiera comprendido todo, sí, eso, todo lo que habíamos estado haciendo hasta ese momento.

Entonces me encogí de hombros, sonreí como si fuera algo bonito, porque el sexo es maravilloso cuando estás tan a gusto con quien lo haces y te sientes justificado a los ojos de todo el mundo, al menos es lo que sentí en ese momento, o sea, no me avergonzaba de ello.

—Vamos…

—Pero ¿quién hay?

—Nadie… —La señora Fiastri dio un pequeño empujón a su marido como diciéndole: «Venga, vamos, muévete, ¿es que tengo que explicártelo todo?».

Y se marcharon así. Oí que volvía a cerrarse la puerta y después las vueltas de llave. Alessia y yo nos reímos en la oscuridad de la habitación porque mientras tanto la vela se había apagado y casi había parecido una señal. Nos quedamos allí, en el silencio de aquella oscuridad, todavía abrazados, de nuevo el uno dentro del otro, y todo parecía natural, incluso decir algo importante, pero no me salía. Y fue ella quien lo dijo en la oscuridad:

—Nicco… Te quiero.

Y yo me quedé en silencio.

Vi sus dientes, su sonrisa en la penumbra, sus ojos, que eran preciosos y alegres, pero no pude decir nada, ni siquiera «Yo también…», o algo gracioso como «Yo más…», que no es que haga reír, al contrario, te entristece, o «Ídem», aunque sabiendo que en realidad estás diciendo mucho más, sobre todo si ella sabe a qué te refieres… Y Alessia lo habría sabido porque vimos Ghost juntos por lo menos dos veces. Sin embargo, no dije nada. Tal vez haya hecho bien dejándome. Pero ella también podría haber dicho algo además de «Lo siento».

Toc, toc. Llaman a la ventanilla del coche y yo doy un respingo.

—Discúlpeme. No quería asustarlo. Es que hemos llegado hace un rato y hemos visto la carpeta. —La señala encima del salpicadero—. Es de B&B, ¿verdad? Nos está esperando.

—Sí, sí, en seguida voy…

Bajo del coche y cojo la carpeta. La señora sonríe. Tendrá unos cincuenta años, tal vez cincuenta y cinco. Rolliza, redonda, con el pelo rubio, ojos azules, unos grandes pendientes, un Bulgari tal vez de imitación, en vista de que lleva una extraña inscripción que no reconozco. Él es más joven que ella, tiene las manos metidas en los bolsillos del pantalón gris de franela algo gastado y lleva una cazadora de piel marrón encima, un Lacoste azul celeste debajo, mucho pelo oscuro y la cara algo aburrida. Ella lo coge del brazo. Podría ser su madre y él podría ser rumano. Entonces ella me mira y sonríe estrechándolo con fuerza hacia sí.

—¿Sabe?, a veces lo toman por mi hijo… Pero ¿usted cree que Thomas parece mucho más joven que yo?

Sí, pero no se lo digo.

—A veces la gente va distraída…, señora.

Está en una nube, sonríe radiante y lo estrecha todavía con más fuerza hacia sí.

—¡Esta será nuestra casa! Estoy segura de que nos gustará y nos traerá suerte…, ¡lo presiento!

Llamo al interfono. La señora continúa:

—A él le gustan todas las casas italianas, es rumano.

—¿Ah, sí? —Compongo una expresión sorprendida como diciendo «No lo parece en absoluto».

Contestan por el interfono.

—¿Sí?

—Soy Niccolò Mariani, de B&B.

—Ah, sí… —Y abren la puerta.

—Por aquí, por favor. —Los hago entrar y en seguida veo llegar muy de prisa un deportivo descapotable que aparca al otro lado de la calle.

Lo conduce un chico atractivo, teclea un número en su móvil, se ríe, dice algo y cuelga en seguida. Debe de haber llamado a alguien del edificio. Ha malgastado una llamada por no caminar hasta el interfono. O sea, para él no es malgastar, para él es una comodidad porque es rico. Baja del coche. Se enciende un cigarrillo, se toca el pelo, se lo echa hacia atrás. Va vestido de manera elegante. Sí, es rico y también guapo. ¿Qué fuma? No me da tiempo a verlo porque la puerta del ascensor se cierra. Tal vez es la misma marca que fuma Alessia, sí, sí que es la suya, debió de dejarse el paquete olvidado en su casa anoche. No, no puede ser. Me siento mal. Me quedo en silencio en el interior del ascensor con la puerta cerrada, hasta que la pareja se me queda mirando.

—¡Bueno! ¿Adónde vamos?

Ah, sí. Es de esos ascensores que se cierra solo aunque no arranque.

—Al cuarto, está en el cuarto piso.

Subimos de prisa y en silencio. Uno de los dos lleva un perfume fuerte. Tal vez los dos. Ella lo besa en los labios. Los miro con el rabillo del ojo reflejados en el espejo. Ella tiene los labios carnosos y se restriega contra él. Está sudorosa y él tiene la boca cerrada, se nota que no la soporta y que, en cambio, ella está loca por él. En realidad debe de estar loco por su dinero. A saber lo que ella hace para tener tanto como para tirarlo de esta manera.

—Ya hemos llegado.

Toco al timbre de la puerta y, antes de que la propietaria venga a abrirnos, leo rápidamente la ficha del apartamento. Justo a tiempo.

—Buenas tardes, señora Lorenzi. Ya estamos aquí, vengo con nuestros clientes.

—Ah, sí, claro, qué puntuales. Entren, entren y disculpen el desorden…

—Para nada, está todo perfecto, señora Lorenzi…

Me gustaría decirle: «Usted no ha visto la habitación de mi hermana Valeria», pero en vez de eso continúo mostrando la casa a la extraña pareja como un buen profesional.

—Aquí está el salón…, que da al comedor. ¿Cuántos metros tiene? Trescientos cincuenta, ¿no?

—Sí, útiles.

Y la señora Lorenzi lo dice con algo de orgullo y algo de disgusto sabiendo que antes o después tendrá que entregarla.

—Fiuuu. —El rumano silba.

«Sí, claro —me gustaría decir—, tú nunca podrías haberte imaginado una casa así… ¿De qué trabajas? ¿Qué haces cada día? ¿Qué has hecho de bueno hasta hoy? ¿Cómo conociste a esta mujer?». Sin embargo, me quedo callado y voy a la ventana. Ahora la extraña pareja habla con la propietaria, le hacen preguntas sobre la terraza, la calefacción, el garaje, la portería. Yo sigo mirando hacia la calle. El coche está ahí. Alessia todavía no ha bajado. Si el guaperas la espera a ella, si la espera a ella aún tardará un buen rato. Alessia siempre se hacía esperar. Y salía riendo, corriendo como una loca, entraba lanzada y me besaba en la boca, pero no como esa rica gordinflona antes en el ascensor, no, casi se me comía.

—No te habrás enfadado porque te haya hecho esperar un poco…

—¿Un poco? Media hora.

—¡Doce minutos y cincuenta segundos!

—Sí, es verdad —admitía yo, riendo—. Han pasado volando.

Siempre decíamos las mismas cosas y nos reíamos, después nos íbamos a hacer algo, a cenar, al cine, a algún sitio sorpresa que a ella se le ocurría, pero también a no hacer nada. Cuando estás bien con una persona, no es tan importante lo que haces, sino cómo lo haces. Todo. Incluso esperar. Un hombre que empieza a resoplar mientras espera a una mujer es que ya no está enamorado. Yo todavía no me había cansado de esperarla. No me habría cansado nunca. El coche todavía está ahí. Miro el reloj. Han pasado once minutos. No me cabe duda, está esperando a Alessia. Abro la ventana, pero justo en ese momento aparece a mi espalda la señora Lorenzi con los dos clientes.

—He enseñado a los señores las otras habitaciones, los dormitorios, la cocina, el cuarto de la chica y las terrazas…

La señora rubia gordinflona está entusiasmada.

—Precioso, realmente precioso, y qué vista, se ve todo corso Francia.

—Sí.

El rumano es de pocas palabras, pero está de acuerdo. Sonríe por primera vez. Tal vez esa sea la máxima expresión de su entusiasmo.

—Lo estaba llamando… —La señora Lorenzi se acerca—. Pero era como si usted no me oyera.

—Tiene razón, disculpe.

—No, no hace falta que se disculpe, me ha encantado mostrar la casa a la señora. —Se sonríen. Nos acompaña a la puerta—. Vuelvan cuando quieran.

—Sí, gracias.

Se han hecho amigas. Salimos al rellano y se abre la puerta de enfrente. Es la señora Fiastri, la que vi en la buhardilla de los lavaderos, la que me pescó medio desnudo con Alessia. No hemos vuelto a vernos desde aquella noche, y teníamos que vernos precisamente ahora. Saca una bolsa de basura, luego se encuentra con mi mirada. Entorna los ojos, después de golpe los abre de par en par: me ha reconocido, ata cabos, se acuerda.

—Buenas tardes —le digo, pero ella esta vez no se pone colorada, asiente, hace un mínimo gesto de saludo así en general y cierra la puerta. Intento llamar el ascensor pero está ocupado—. ¿Y bien?, ¿qué les ha parecido?

—¡Precioso!… Muy elegante y, además, en perfecto estado.

—Le falta el gimnasio.

El rumano nunca estaría satisfecho, ni aunque lo tuviera.

—Pero, cariño, el gimnasio podemos ponerlo donde queramos.

—Sí, también es verdad.

Él lo reconsidera. Muestra esos grandes dientes cortos, gruesos, todos irregulares.

—Me gusta mucho.

Tiene dos expresiones: «Me gusta», «No me gusta». Me parece que está claro que sólo hace lo que le gusta.

—¿Cree que podrían bajar un poco el precio?

Saco la ficha.

—¿Saben cuánto es?

—Sí.

Ya no me acuerdo de lo que piden. Aquí está, ya han rebajado la cantidad tres veces.

—Un millón doscientos mil.

—Que no es poco… ¿No podría hacerse ni siquiera un pequeño intento?

En la ficha pone «Stop», no se puede bajar más.

—No lo creo…

La señora me mira, sonríe, inclina la cabeza a un lado, se hace la melindrosa, como si quisiera persuadirme. Pero si yo no pinto nada, señora. Y, además, perdone, ¿eh?, pero ya tiene a su Thomas… ¿Ahora qué busca? ¿No paga? Pues el piso también.

La mano grande y achaparrada del rumano me cierra la carpeta, después me mira y asiente.

—Nos la quedamos.

La señora está sorprendida.

—Pero Thomas…

—Nos la quedamos. Me gusta.

La estrecha fuerte contra sí, la abraza, esta vez es él quien la besa y se frota contra ella. La mujer está como atontada, después sonríe exhausta, como si acabara de tener un orgasmo.

—Sí, a mí también me gusta muchísimo. Estaremos de fábula.

Llega el ascensor y entramos. Me da como un mareo, no me parece notar el perfume de esos dos, sino el de Alessia, es un instante, cierro los ojos y me parece volver a aquel día en que subimos a la última planta. Estamos en el ascensor. Ella, en vez de pulsar el tres, donde vive, pulsa el cuatro y yo me doy cuenta.

—Vaya…

Me mira con malicia.

—¿Sí? —Como diciendo «¿Quizá tienes algo que objetar?». Se abre la blusa—. Nicco… Qué calor.

Hace como en el anuncio. La miro en silencio, pero no tengo ganas de reír. El ascensor sigue subiendo.

—¿Qué querías decir con eso de que has hecho cosas peores?

Alessia se echa a reír.

—Me parecía imposible que lo dejaras pasar, que no te picara la curiosidad, que no lo sacaras…

—Contesta, ¿qué has hecho que sea peor?

—¿Lo ves?…, eres como todos los italianos. Eres celoso, eres siciliano, eres posesivo. «Esta mujer es mía, joder…».

Lo dijo con un acento siciliano tan cerrado que Camilleri la habría fichado en seguida para cualquiera de los casos del comisario Montalbano.

Al llegar a la última planta, Alessia sale corriendo del ascensor, sube los últimos peldaños a pequeños pasos, rapidísima, con sus tacones, intentando no hacer mucho ruido hasta llegar a la buhardilla. Saca una llave y abre la puerta de hierro del lavadero. ¿Pero esa llave la había traído para esa noche o la llevaba siempre consigo? Y ¿cuántas veces ha ido al lavadero? Pues entonces Alessia tiene razón: joder, ¡¿siciliano soy?! Mientras subo los últimos peldaños ella empieza a desnudarse lentamente, me mira en silencio, sonríe, se queda sin nada encima y los pies descalzos en esas losas antiguas de los viejos lavaderos. Estoy muy excitado.

Y ella echa leña al fuego.

—Hoy quiero hacer cosas peores.

Se sienta en el borde de la pila y sigue bromeando.

—Joder, tómame, siciliano…

Y separa un poco las piernas mostrándome su vello perfectamente rasurado.

—Pero ¿usted está contento de que nos la quedemos? ¡Es más de un millón de euros! Hoy en día no todo el mundo gasta tanto, ¿no?

La señora está ligeramente resentida por mi distracción y me arrastra fuera de aquella buhardilla, del lavadero, de ella, de aquel dulce y lejano recuerdo. Algunos recuerdos son más fuertes que otros y permanecen indelebles incluso en su sabor. Pero ahora estoy aquí con ellos.

—Hemos llegado, por aquí, por favor…

Los hago salir del ascensor, pero la señora insiste:

—Le he preguntado si está contento.

—Sí, te ha preguntado si estás contento.

También interviene Thomas, el rumano, que parece haberse despabilado con la idea del piso.

Me doy cuenta de que el coche ya no está fuera. Miro el reloj: han pasado doce minutos y cincuenta y cinco segundos. De modo que era ella la del ascensor. Era Alessia y se ha ido con el guaperas. Me vuelvo hacia los clientes, están esperando mi respuesta. Sí, es verdad, han comprado la casa y yo recibiré una comisión, pero en este momento no soy capaz de mentir.

—No. No estoy contento.

Y debería añadir: «Espero que al menos vosotros lo estéis, al fin y al cabo os habéis quedado una bonita casa, y seréis felices, y vuestra relación tal vez dure, sí, quizá incluso más de lo previsto…». Sin embargo, me importa un pimiento.

Se miran entre sí, pasmados, no se lo esperaban, no saben qué decir, y yo casi disfruto con su incomodidad.

Justo en ese momento suena mi móvil y casi me parece extraño ser educado.

—Discúlpenme, tengo que contestar.

—Nicco, ¿dónde estás? Te necesito.

—Ya voy.

—Sí, pero date prisa. Estoy en casa.

Cierro el móvil.

—Bien, si han decidido comprarla nos vemos en la oficina para firmar el contrato de arras. Aquí tienen, esta es mi tarjeta. Ahora tengo que irme corriendo. Un imprevisto. Ah, estoy contento por ustedes, se han quedado una bonita casa.

Siempre cedo. No es verdad, no estoy contento por ellos, no me interesan lo más mínimo, pero luego pienso en B&B, en el dinero, en lo que dirán en la oficina. Y, sin embargo, me gustaría poder hacer que todo y todos me importaran un cuerno. Incluso Fabiola, mi hermana mayor, que acaba de llamarme. «Te necesito». ¿Para qué? ¿Qué ha pasado? Nunca me ha pedido nada desde que papá se fue. Nos vemos en casa por las fiestas, por los aniversarios y las cenas, pero nunca hemos hablado de ello, hemos hecho como si nada, como si no hubiera pasado. Ahora, en cambio, me necesita. ¿Y yo? ¿Qué necesito yo?