5

—¡Buenas a todos!

Entro con mi habitual entusiasmo, pero nadie me saluda.

—El negocio ya no va como antes, ya no se venden tantas casas, el ladrillo ha caído en picado, aunque todavía resiste.

Eso es lo que dice el jefe. Sí, por la tarde de tres a ocho, a veces incluso hasta las nueve o las diez, y sin cobrar nunca horas extras, trabajo en una inmobiliaria, se llama B&B, de hermanos Bandini, aunque de vez en cuando hay alguien que hace alguna broma sobre ello: «¡Sí, habría sido mejor que hubieran abierto un bed and breakfast!».

Pero en realidad va viento en popa, tienen muchas propiedades en venta, algunos áticos realmente magníficos y unas casas de ensueño.

—¡Hola, Nicco! —Ella es la única que me saluda.

—Hola, Benedetta.

Benedetta Pozzilli, también llamada Pozzi, ¡aunque en realidad es el diminutivo de Pozzanghera! No sé cómo le han endosado ese mote, pero que te equiparen con un charco es realmente tremendo. Te salpica cuando pasa un coche, cuando metes un pie dentro te moja el zapato, incluso el calcetín, y entonces fijo que te cagas en todo. Yo nunca he acabado dentro de Pozzanghera, me refiero a Benedetta, y si me ocurriera alguna vez Gio tendría que escupirme en un ojo, me lo ha prometido.

—¿En qué piensas, Nicco?

—¿Eh? En nada.

—Venga…, tonto. —Me da un empujón—. Ya sabes que no se puede pensar en nada, es completamente imposible, seguro que piensas en algo aunque sea una estupidez. —Me sonríe. Además, tiene los dientes estropeados.

Eso es algo que no puedo soportar en una mujer. Giorgia tenía un incisivo muerto. Alessia, en cambio, parece el anuncio del mejor dentífrico que exista sobre la faz de la tierra.

—¿Nicco?

—Eh, ¿qué pasa?

—Ya veo, estás pensando una estupidez.

La miro, yo también le sonrío, la verdad es que no sé qué decirle, evidentemente no puedo hablarle de sus dientes o del hecho de que todo el mundo la llama Pozzanghera.

—Venga, te traigo un café y después tengo una sorpresa para ti… ¡Mejor dicho, dos! —Y desaparece por el pasillo de la derecha.

Me siento frente a mi escritorio, me hundo en la silla negra de piel y repaso la agenda: sólo tengo dos citas por confirmar, ver una casa que poner a la venta y otra que incluir en los anuncios de los alquileres.

—¡Aquí está el café!

Se sienta en el borde de la mesa. Benedetta es la sobrina de los B&B y le está permitido todo. Pasa Gianni Salvetti, de cuarenta y cinco años, el yerno de Alfredo Bandini, el hermano mayor de los dos. Hace unos cuantos años que trabaja en la agencia y me dedica una sonrisa forzada, un poco de circunstancias, en realidad llena de odio, a mi parecer. Lleva una americana de cuadros en tonos marrones y una camisa azul claro que podría pasar, pero combinada con una corbata verde con un dibujo rojo, creo que una cereza o una fresa o tal vez un chichón, sí, eso es, debe de ser un chichón, realmente horrorosa. Hay personas que aunque lo intenten todo no tienen ni idea de vestirse. Me odia porque hace mil años que está en esta oficina y se ocupa de lo mismo que yo, que no llevo aquí ni tres meses. Gianni Salvetti es un manta. Y yo soy muy espabilado. ¿Que cómo entré en la B&B? No, no… ¡No me enrollé con Pozzanghera, eso seguro!

La mujer de Alfredo Bandini suele comprar Il Tempo en nuestro quiosco. Una vez cogió Ville & Casali, Astra, Di più y diez periódicos más, y ya se alejaba cuando me di cuenta de que cojeaba.

—¿Señora? ¿Puedo ayudarla?

Ella se vuelve y me sonríe.

—Pero ¿cómo lo vas a hacer?, tú tienes que quedarte aquí…

—No, señora, no se preocupe. Está Gio. ¿Gio? ¡Giorgio, asómate!

Gio levanta una mano desde detrás de una pila de revistas colocadas en la vidriera y luego saca la cabeza.

—¡Buenos días, señora! —Menos mal que esconde la revista porno que estaba ojeando—. No se preocupe, Nicco puede ir, puede ir… Le doy permiso. ¡Pero no vuelvas muy tarde, ¿eh, Nicco?! —Levanto la mano mandándolo a freír espárragos y acompaño a la señora Bandini.

—Pero ¿ese quién es, Niccolò?, ¿el propietario?

—Qué va, señora, es un amigo que viene por las mañanas.

—Ah, ¿y qué hace?, ¿no estudia?

Las mujeres mayores siempre quieren saberlo todo.

—No, señora, dice que él es como Steve Jobs…

—¿Quién?

—Ese que inventó los ordenadores Apple, los de la manzana…

—Ah, sí, claro, no te había oído, el que murió, pobrecillo…

—Sí, verá, Steve Jobs se matriculó en el Reed College de Portland, pero abandonó la universidad un semestre después para ponerse a trabajar. Gio iba conmigo al instituto y dijo que ya tenía suficiente, que no necesita más. Ahora trabaja con internet, construye páginas web…, total, que se gana la vida así…

En realidad, ni yo mismo he sabido nunca lo que hace Gio.

—Ah… —Al menos ella finge haberlo entendido—. ¿Y tú?

—Yo trabajo aquí, que es de la familia.

Y le hablo un poco de mi vida, de mis dos hermanas, de mi madre y de su preciosa historia de amor con mi padre, que nos hemos quedado solos, que ella sufre muchísimo y que yo estoy estudiando Ciencias de la Comunicación, pero voy un poco atrasado.

—A lo mejor, algún día, en vez de vender periódicos me pongo a escribir un buen artículo…, ¡espero! —Y acabé con esa broma—. Pero ¿dónde tiene el coche, señora?…

—No… —Me sonríe—. He venido andando, pero puedes dejarme aquí si quieres, no me gustaría que Gio… te organizara algún problema en el quiosco, que después tendrás que darle explicaciones a tu tío…

—No, no, no se preocupe. Gio es de confianza.

Me hizo gracia oírla a ella llamarlo así. Si Gio lo supiera. Veo que sigue cojeando al caminar, pero no me atrevo a preguntarle el motivo.

—Vivo en via Pompeo Neri, casi hemos llegado… Es que me he levantado con ciática y tenía la esperanza de que se me pasara.

—Señora, aquí al lado hay una farmacia. Si quiere, tengo coche, puedo enviarle a Gio para que la acompañe.

—No, no, gracias… Tengo chófer. Pero has sido muy amable. Ya hemos llegado. —Me cogió las bolsas llenas de periódicos de las manos y entró en su portal.

Unos días después volvió al quiosco acompañada del chófer.

—Buenos días, señora Bandini.

—Hola, Nicco. Toma, esto es para ti.

Me dio una tarjeta con la dirección y el número de teléfono de la inmobiliaria B&B.

—Me gustaría que tuvieras una charla con mi marido.

—Gracias, señora. Seguro que iré.

Y un instante después ya había subido al coche.

—¿Va mejor la pierna? —Me sonrió y asintió, luego desapareció a bordo de un Maserati oscuro.

Aquella misma tarde fui a ver a su marido, Alfredo Bandini, a la inmobiliaria B&B, y desde aquel día estoy allí todas las tardes cobrando un buen sueldo, incluso me ha hecho contrato.

—¿Te lo tomas sin azúcar? —Pozzi llama mi atención.

—Sí, desde siempre. ¿No te habías dado cuenta?

—No. Entonces, estás a dieta perpetua.

—No, no, es que me gusta tal cual, está mucho más rico, pruébalo.

Se encoge de hombros.

—¿Y bien?, ¿estás listo?

Asiento mientras me tomo el café.

—Te he dicho que tenía dos sorpresas. ¿Cuál quieres primero?, ¿la bonita o la alucinante?

Ah, menos mal que las dos son buenas.

—La bonita.

—Aquí está… ¡Tachán! —Deja un paquete en la mesa—. ¡Ábrelo!

Miro ese papel azul en el que aparecen las letras B&B de la agencia.

—¡Venga, ábrelo!

Pozzi, la Pozzanghera, está impaciente. Decido complacerla, en seguida aparecen unas fotos preciosas.

—Ático de cuatrocientos metros en el Coliseo, rodeado de una terraza de doscientos metros con un gran jacuzzi, amueblado, superelegante, precio: cuatro millones de euros. Si consigues venderlo ¿sabes qué porcentaje tienes? ¡Se acabó el Polo, nadie podrá pararte!

Cómo se nota que Pozzi no me conoce. Un coche es la última cosa que me compraría. Más bien una buena moto, pero antes incluso alquilaría un pequeño loft donde poder estar un poco tranquilo, la vida con mi madre y mi hermana se ha vuelto demasiado complicada. Miro las fotos con más atención, es realmente bonito. Está al final de via Cavour, se ven los Foros Imperiales y se domina hasta piazza Venezia.

—Cuatro millones de euros es regalado…

—Claro, ahora sólo tenemos que encontrar a alguien que acepte este bendito regalo…

—Niccolò, ¿pero no te das cuenta de que si vendes esta casa te meterás en el bolsillo al menos veinte mil euros? ¿Eh? ¿No lo ves? Me parece que no lo acabas de entender, el regalo lo has recibido tú. Es la comisión que la agencia tiene prevista para este tipo de transacciones. ¿Vas a echarla por la borda?

Sonrío.

—No…

—Ah, bueno. Y yo he hecho que mi tío te lo dé a ti… ¿Y ahora quieres oír la sorpresa alucinante?

Ya está. Ya me imaginaba que había gato encerrado. Pozzi me mira sonriente. Ahora tengo que hacer algo, besarla delante de todos, arrodillarme y pedirle la mano.

—Bueno, ¿quieres oírlo o no?

—Sí, sí, por supuesto…

—Estoy saliendo con alguien.

Sonrío contentísimo, y ella cree que lo hago por su noticia ¡y no porque me haya librado! «¿Y quién es ese loco?», me gustaría decirle. ¿Quién se mete en semejante fregado? ¿Quién acaba en una pozzanghera? Y, lo más importante, ¿cómo logrará despegarse ahora? Sin embargo, finjo y sonrío de la manera más educada, al fin y al cabo me ha dado un ático con vistas al Coliseo y la posibilidad de ganar veinte mil euros.

—¿Ah, sí? Qué bien. Me alegro por ti.

Y empieza a contármelo.

—Se llama Luca, nos conocimos en una cena y desde el primer momento en que nos vimos supe que era él. O sea, ¿sabes cuando lo sientes y te das cuenta de que es así, de que no puede ser de otra manera? Es suficiente una mirada y esa persona se te mete en el corazón. Así, ¡zas! —Y Pozzi se queda mirándome como extasiada.

Es absurdo, pero inmediatamente me pongo a pensar en Alessia, hacía un rato que estaba distraído y, sin embargo, ya estoy otra vez, no dejo que se note, pero por dentro estoy muy triste. ¿Será posible que el amor sea todo igual? O sea, lo que acaba de describir ella es exactamente lo mismo que sentí yo cuando la vi en el gimnasio, cuando bromeamos aquella segunda vez, nos reímos, y se le cayó la toalla que llevaba en el hombro y yo me agaché para cogerla y ella conmigo y nuestras manos se encontraron sobre aquella toalla Nike azul celeste, cosas estúpidas que a veces ocurren y se convierten en una de esas cinco cosas que ya nunca podrás olvidar.

Sí. He llegado a una terrible conclusión: yo soy Pozzi, soy igual de pringado que ella.

—¿Lo ves? Quiso acompañarme a casa y yo hice como si no tuviera coche, como que había salido tarde del trabajo, me había cambiado en la oficina y había ido directamente en taxi… Tiene un Escarabajo azul precioso, ¿sabes el nuevo?, un poco más pequeño. ¿Y qué CD dirías que puso?

—No… Hum… No tengo ni idea.

—Claro, tienes razón. ¡Puso el último de Tiziano Ferro! L’amore è una cosa semplice, El amor es una cosa simple. ¿Sabes cuál te digo?

—Sí, ya sé cuál es…

—Pero ¿no te acuerdas? Lo escuchamos juntos el otro día cuando te acompañé a ver aquella casa que cogimos en el barrio de Salario…

—Ah, sí, claro —miento.

—Pues ese, y era el que estaba escuchando yo mientras iba a la fiesta donde nos conocimos… ¿Te das cuenta? Es una de esas señales del destino que te lo hacen ver todo claro…

—Sí…

—¡Y nos quedamos charlando debajo de mi casa hasta las cuatro!

Asiento contento, al menos espero que lo parezca, porque en este momento tengo una depresión total. Ya sé cómo fue. Luca no sabía cómo darle un giro a la noche, ya hacía tiempo que estaba a dos velas, se aprovechó de Pozzi para una «mamadita» de gorra. Hago ver que soy su amigo.

—¿Y bien? ¿Qué pasó después?

Cierra los ojos y asiente, se queda así. Oh, Dios mío, pero ¿qué está haciendo? ¿Se ha dormido? ¿Se ha desmayado? ¿Le ha dado algo? Luego vuelve a abrirlos, son los ojos más felices del mundo.

—Me besó.

Pues claro, pero no logro imaginarme por qué lo hizo, qué se le pasó por la cabeza, lo que habrá tenido que hacer para conseguir el resto. A veces creo que es mucho más digna una relación «self hand», sí, eso, hacerse una paja en vez de ir con alguien de la categoría de Pozzi. Hasta por respeto a ella y también a uno mismo. Aunque es cierto que a veces los hombres quieren autocastigarse por algún motivo.

—Luego quería llegar más lejos, pero lo paré. ¿Hice bien?

—¿Eh?

Casi me parece que no lo he entendido bien.

—Pero ¿qué es lo que te pasa hoy, Nicco? ¿Va todo bien?

—Sí, sí…

—No, es que me parece que no me sigues, te cuento todo esto porque te tengo confianza… ¿Has entendido lo que te estoy diciendo? No lo dejé ir más allá, él quería, pero ya sabes lo que pasa después: los hombres estáis hechos a vuestra manera, no creéis que una chica pueda tener un flechazo, y si cede la primera noche entonces suponéis que es una facilona.

—Ya.

—¿Lo ves? Tú también lo piensas.

—No, quería decir que tienes razón, la mayoría lo piensan, pero yo no lo creo, o sea, no siempre es así, puede que pase pero no por eso es que sea facilona…

Con Alessia pasó un mes y siete días. Dijo que tenía que ser una velada especial. Entonces me imaginé que Alessia quería una sorpresa, una noche superromántica de las que sólo se ven en las películas o se leen en algunos libros, sí, total, esas noches que no te vienen a la cabeza tan fácilmente… Y, sin embargo, no es cierto, si estás enamorado las cosas pasan. Es como si te dieran la combinación, como si se abriera una puerta y te desvelaran un secreto… Nunca te habrías esperado que esa noche fuera perfecta y sobre todo que fueras tú quien la ideara.

—¿Qué, Nicco?, ¿hice bien? Me la jugué, ¿verdad?

Sí, por supuesto, y tanto, muy bien, pero me apuesto lo que quieras a que después no te ha llamado. Sin embargo, Pozzi continúa y me sorprende.

—Y ¿sabes lo más bonito de todo? Cualquiera habría pensado que no me llamaría más…

—Ya.

—¡Pero me llamó al día siguiente y fuimos a cenar a Duke! ¿No lo entiendes? ¡A Duke! Que a mí me parece una pasada, como sitio quiero decir, te encuentras con un montón de gente, aunque luego siempre son las mismas personas, ¿sabes?, y se come estupendamente, aunque luego siempre son los mismos platos…

Pozzi es realmente una plasta. Nicco…, piensa en el ático.

—Sí, sí, es verdad, tienes razón.

Después se la debió de tirar y borraría su número.

—Mañana por la noche salimos a cenar, vamos con una pareja de amigos suyos muy simpáticos que conocí en la fiesta…

Pozzi se para un instante, se le acaba de ocurrir una idea alucinante.

—Oye, pero ¿por qué no venís también tú y Alessia? La otra chica es de su estilo, le caería bien, así tú lo conoces y me dices qué te parece, ¿eh? ¿Qué dices?

No sé por qué pero no consigo mentir, buscar una excusa cualquiera.

—He roto con Alessia.

—Ah…, lo siento.

—Sí, es lo mismo que me ha dicho ella.

Pozzi me mira, levanta las cejas incómoda y en seguida intenta arreglarlo.

—Oye, pero tengo una amiga muy mona, Antonella, si quieres puedo invitarla…

—No, no, déjalo estar, gracias.

Y entonces se levanta de mi mesa.

—Toma, estas son las llaves del ático…

Como si eso pudiera de algún modo hacerme sentir mejor, como si sirviera para llenar el gran vacío que siento sin Alessia. Después, Pozzi se aleja.

Me coloco mejor en el escritorio, abro el ordenador, miro las fotos del ático. Es precioso, quita el hipo, conjuntado hasta el último detalle, por dentro y por fuera, decorado de manera muy elegante pero no demasiado chillona o chabacana. Es perfecto. Luego, sin ningún motivo, decido entrar en la página de Alessia en Facebook. La busco en el ordenador, pero antes de abrirla me detengo un instante. Estoy indeciso. ¿Qué habrá puesto en el espacio «situación sentimental»? Miro el monitor, todavía está todo tranquilo, no he abierto la página, tendría que importarme un pimiento. Pero no puedo resistirme y hago clic sobre ella. No me lo puedo creer: soltera. Bueno, siempre es mejor que «comprometido/a oficialmente con…» y que encima hubiera hasta un nombre. Pero, si ha puesto «soltera», ¿qué significa? ¿Que quiere ligar? «Eh, chicos… Fijaos. ¡Estoy libre!». Sí, ya sé qué le falta a Facebook, el botón «No me gusta». Si hay algo que no me gusta o no apruebo, lo único que puedo hacer es quedarme callado y no darle al clic. Y no, yo quiero ese botón, claro y conciso, con el pulgar hacia abajo, como los antiguos romanos. ¿De acuerdo, Zuckerberg? Y también me gustaría que hubiera el botón «¿Cómo?». En este caso haría clic inmediatamente y después añadiría un comentario: «¿Por qué, Alessia, por qué?».

—Toma. —Me dejan una carpeta encima de la mesa.

Es Gianni Salvetti, el simpaticón, el que reparte las citas y las visitas. Va acompañado de Marina, una chica guapa y muy alta que han cogido de prueba, a saber quién y por qué motivo.

—¿Te acuerdas de que tienes que enseñar un cuarto en Parioli esta tarde a las siete y media? Está todo aquí, no llegues tarde.

Por lo menos Marina parece más amable.

—Te he metido dentro dos copias del plano de la casa, por si lo quieren, y también los gastos de calefacción central y de comunidad… —dice.

—Muy bien, gracias.

Después me sonríe y se va.

Gianni Salvetti la sigue con la mirada.

—¿Cómo puede ser que a veces las hagan igual de guapas que de tontas? Debe de ser un problema de montaje…

Y se aleja riendo con esa americana horrorosa, un perfume dulzón que hasta ese momento no había notado y, sobre todo, esa broma que sólo le hace gracia a él. Si pensaba recibir una aprobación por mi parte, se equivoca de medio a medio. Sin olvidar que el día de la despedida de Navidad se presentó en la agencia con su mujer, que es espantosa, y estuvo resoplando todo el rato. De modo que, volviendo al tema, el montaje debe de ser un problema general desde todos los puntos de vista. Abro la carpeta. Me da un síncope. Via Mangili, 48. Ahí es donde vive Alessia. Cuando la vida se empeña, no tienes nada que hacer, has perdido.