3

Gio entra en el quiosco con toda su corpulencia. Tiene el pelo largo, negro, espeso, y lo lleva recogido detrás con una extraña y llamativa goma, como las que usan las mujeres, aunque las de ellas por lo menos suelen ser bonitas.

—Ya me he enterado. No me lo puedo creer… Aunque a mí ya me parecía que había algo que no estaba claro, ¿eh?…

Sigue hablando y no entiendo lo que dice. Quizá porque en realidad no quiero escucharlo. Mueve las manos de manera frenética, casi como si quisiera dejar claro que alguien de su familia es de Nápoles, que tenían una importante fábrica por aquella zona y que ahora se la han quitado, o secuestrado, o el abuelo la ha perdido en el juego. Nunca se ha acabado de entender bien esa historia. Será porque en alguna ocasión la ha modificado.

Gio en realidad se llama Giorgio Sensi, está matriculado en Economía y Comercio pero sólo ha hecho tres exámenes.

«Ya lo recuperaré». Es su lema. Pero también lo usa para referirse a la dieta, apuntarse al gimnasio, cortarse el pelo, cambiar de look o dejar a una de las dos mujeres con las que sale desde hace más de un año. Sí, porque sale con Beatrice y Deborah desde hace todo ese tiempo. Las conoció a las dos el 27 de abril y ha estado indeciso desde aquel día. Al principio siguió adelante con las dos durante una semana, besando un día a una y otro día a la otra. «Ya decidiré. Es que las dos son divertidas y simpáticas».

Después, quince días más tarde, todavía estaba más indeciso: «Hacen el amor de manera distinta pero en realidad igual».

Y eso, sinceramente, no acabé de entenderlo, como tantas otras cosas suyas, la verdad. A los amigos, por otra parte, no hay que entenderlos, hay que aceptarlos; a veces los conoces desde primaria, pero es difícil que pueda durar. En cambio, con los del instituto es más fácil, prescindiendo de si te pasabas los deberes o no, de si ibas bien o mal y de las asignaturas. Se crea una especie de triple ese, simpatía, solidaridad y supervivencia, y después ya no se pierde. Al menos, así ha sido para Gio y para mí.

—¿Y qué, Nicco?, ¿cómo estás? Pero ¿me estás escuchando?

—Sí, claro. Bueno, ¿cómo estoy? ¿No tienes ninguna pregunta de reserva?

—Sí. ¿La echas de menos?

Ha pasado un día y la respuesta es sí, ya la echo de menos. Pero no digo nada. Total, ya se encarga él, sigue asaltándome a preguntas.

—Qué raras son las mujeres, ¿verdad? Son unas lunáticas, parece que el sexo no les interesa, prefieren el afecto, los detalles, el príncipe azul. ¿Tú has hecho todo lo que había que hacer? No será que te has olvidado de algo, ¿verdad?

—¿Como qué?

—Yo qué sé… Un aniversario, el día que os conocisteis, el mes, la canción que escuchasteis la primera vez. ¿La has llevado siempre al mismo restaurante? ¿Te ha pillado en falta con algo? No, porque cuando menos te lo esperas ellas te cazan, ¿sabes?… ¿Qué te crees? No son mujeres. ¡Son monstruos!

Y prosigue con una avalancha de palabras desbocadas.

Entra un cliente, coge un periódico, lo mira con curiosidad y sale, otros ni siquiera reparan en él.

Gio se ha sentado en una pila de revistas puestas en el suelo y lo bueno es que la que le sirve de taburete casualmente es Salute. Sigue moviéndose mientras habla. Se fija en una señora indecisa delante de los libros.

—Coja este, es realmente bueno.

Le aconseja «El amor es un defecto maravilloso», de Graeme Simsion. A mí me parece que lo hace adrede y seguro que no lo ha leído. Nunca lo leería. Pero la señora se lo cree, se deja aconsejar, lo compra y se va.

—¿Lo ves?, te hago hacer negocio, soy una buena influencia para ti.

Gio prosigue. Lo bueno de un quiosco es que cada día tienes de todo y más y leer no te cuesta nada. Tienes miles de noticias que ni siquiera te habrías imaginado y periódicos que nunca habrías leído, como Internazionale, por ejemplo, que tiene una parte guay y naturalmente es la única que leo: el horóscopo de Rob Brezsny. Siempre acierta o, si no, te dice cosas que de una manera o de otra tienen que ver contigo. Ah, pero ahora que me acuerdo, si no he leído el último horóscopo… Mientras finjo escuchar lo que me dice, voy a buscarlo. No, no dice nada que pudiera haberme hecho sospechar lo que iba a pasar con Alessia. Entonces decido leérselo a Gio en voz alta para que se calle.

—Escucha, escucha lo que decía el horóscopo de Rob Brezsny…

Gio se calla y me escucha.

—«“Para salvar el mundo, debes empezar salvando a las personas de una en una”, decía el escritor Charles Bukowski. “Todo lo demás es puro romanticismo y política”. Te invito a que hagas de esta reflexión uno de tus pensamientos conductores de la próxima semana. Traduce tus elevados ideales en acciones que tengan un resultado práctico. En vez de hablar simplemente de las buenas acciones que te gustaría hacer, hazlas en serio. Y, dentro de lo posible, asegúrate de que todos los detalles de tu vida cotidiana reflejen tu visión de la máxima verdad y belleza».

Gio permanece en silencio por un instante, como si estuviera pensando en todo lo que le he dicho, luego hace como siempre, empieza a hablar de algo que no tiene nada que ver.

—¿Sabías que han arrestado a Kim Smith, alias Kim Dotcom o Kimble? Vivía en una especie de búnker, he visto las imágenes: un montón de tíos del FBI fueron a su chalet de dieciocho millones de dólares en las afueras de Auckland, con las lanchas de goma como en las películas, y lo sacaron afuera. Y después dicen que el dinero lo puede todo. ¡Los cojones! ¡No pueden curarte según qué enfermedades ni tampoco impedirte que acabes en el talego, joder!

Pocas ideas pero claras. Lo mejor para alguien al que acaban de dejar.

—Hola, Fabri.

Llega mi primo, le paso al vuelo las llaves de la persiana y me escabullo del quiosco.

—¿Puedes hacer el turno de mañana por la noche?

—No sé…

Casi no me da tiempo a terminar de decirlo cuando entro de un salto en el Opel Tigra cabrio de Gio, que arranca derrapando como de costumbre. Mi primo Fabrizio se asoma por el quiosco.

—No. Tienes que venir mañana por la noche porque yo…

Ya no oigo nada y levanto la mano al cielo, algo parecido a lo que hacen esos surfistas llenos de rizos rubios, tatuajes raros y coloridos y abdominales esculpidos, con la sonrisa fija y una tía buena en el coche como mínimo. Yo sólo tengo a Gio y encima conduce mal. Aunque, en realidad, ese gesto sólo era para decirle: «Te llamo luego».

—¿Adónde vamos?

Gio ha puesto a los Police, lleva una camisa negra con una camiseta debajo, un colgante de plata en el cuello y unos zapatos D&G de por lo menos cuatrocientos euros. Es un macarra, uno de esos horteras y chabacanos que ahora están tan de moda. Es lo más de lo peor. Conduce su Tigra descapotable de manera temeraria. Si hay un coche poco logrado es este. Y, en cambio, él se cree que queda guay. Alza el volumen con sus dedos achaparrados de uñas mordidas y también algo sucias de grasa, como si hubiera estado reparando algo. Aunque ya hace tiempo que no va en moto o en escúter. A lo que sí que se dedica es a los programas para Mac. Se descarga todo lo posible e imaginable, y Kim Dotcom o Kim Tim Jim Vestor, como lo llaman, era su ídolo.

—No me puedo creer que lo hayan arrestado.

Se queda en silencio durante un rato. Después se le ilumina el rostro como si hubiera tenido una idea.

—¿Vamos a comer a Caccolaro? Venga, yo invito.

—Vale, por mí de acuerdo.

Caccolaro…, nunca he entendido cómo han podido ponerle ese nombre. Pero así es, y lo más alucinante es que está muy de moda entre la gente más in y más elegante de Roma.

Alessia iba a menudo con sus amigas.

«Esta noche salimos sólo chicas, vamos a Caccolaro».

Y yo me lo creí. Me gusta que haya confianza entre nosotros, me gusta que uno pueda creer en algo. Si me dice que va a Caccolaro sólo con chicas quiere decir que es así.

Gio conduce entre el tráfico con desenvoltura, roza un Fiorino, el conductor sigue recto pero saca la mano haciendo los cuernos, él le pita dos veces y desaparece por detrás de la esquina de via della Farnesina.

La verdad es que aquella noche me pasé por Caccolaro. Lo sé, me habría gustado tener plena confianza en ella, pero aquella noche no lo conseguí. Todavía lo recuerdo como si fuera ayer. Aparco el Polo que me ha prestado mi hermana al otro lado de la calle. Apago el motor un poco antes y me meto en un espacio libre. Después, sin hacer mucho ruido, abro la puerta y bajo del coche. Me quedo al otro lado de la calle, paseo arriba y abajo por la acera mirando a través de la cristalera de Caccolaro. Ahí. Ahí está. Se ríe mientras se come la pizza a la cabecera de la mesa, está sola, no puedo ver quién tiene al lado. Me asomo ligeramente, retrocedo intentando ampliar mi campo de visión. Y entonces las veo: Francesca, Laura, Simona y otra que está de espaldas y que no reconozco. Pero todas son chicas, sólo chicas, sus amigas, quizá la que está de espaldas sea Silvia. Y me siento reconfortado, exhalo un suspiro y me quedo mirándola. Veo que escucha con curiosidad lo que dice otra, después asiente, se ríe y come un poco más de pizza. Tiene delante una Coca-Cola Light, pero se come otro buen pedazo de pizza, qué manera más extraña de hacer dieta. Alessia… Alessia es así. Me quedo ensimismado en ese recuerdo, sin encontrar las palabras para definirla. Las palabras nunca son suficientes cuando quieres a alguien. Entonces se vuelve hacia el cristal, mira hacia mí, me busca con la mirada y es como si hubiera tenido un presentimiento. Veo que saca el móvil, lo abre y marca un número. Lo adivino al vuelo y casi no me da tiempo de subirme al coche para contestar al teléfono.

—¡Hola!

—Hola…

—¿Qué te pasa? Parece que te cuesta respirar.

—¿A mí? No…, qué raro, qué va.

—¿Qué haces?

—Bah, nada, me voy a echar la partida a casa de Bato…

—No vuelvas muy tarde.

—¿Os lo estáis pasando bien?

—Sí… —Entonces baja la voz—: Pero siempre cuentan las mismas historias… Me lo paso mejor contigo. Lástima que no estés…

Nos quedamos callados durante un momento, después su voz se vuelve más cálida.

—Podrías pasar a recogerme, ¿sabes?, después de la pizza… —Entonces vuelve a reírse—. Lástima que tengas póquer…

—No será complicado encontrar a alguien que me sustituya. Cuenta con que ya estoy ahí.

Y cuelga.

—¿Y bien?

—¿Eh? ¿Qué pasa?

Gio sonríe.

—¿En qué estabas pensando?

—¿Yo? En ti y en mí.

—Sí, venga, mejor di que en nada. Hemos llegado.

Bajamos del coche.

Nunca más volví a vigilar a Alessia cuando salía con sus amigas. ¿Tal vez me equivoqué?

Gio me coge del brazo mientras entramos.

—Tengo un problema…

Asiento con la cabeza. Si supiera los que tengo yo. Pero no digo nada y entramos en Caccolaro.