2

—Buenos días.

Ilaria de Luca me sonríe, es una mujer guapa, tendrá más o menos cincuenta años. Viste de manera clásica, pero por sus modales, por su manera de andar, no se ve mayor.

—¿Qué le doy?

Coge La Repubblica, después Dove y me los pone delante. Por un momento se queda en silencio, con una sonrisa un poco incómoda, como si tuviera que decirme algo pero no se atreviera. Hago ver que no me doy cuenta, cojo sus diez euros, cuento rápidamente y le doy la vuelta.

—Aquí tiene, que tenga un buen día.

Se queda todavía un momento en el quiosco, como si de repente le hubiera venido algo a la cabeza, como si buscara las ganas, el valor de hablar. Pero luego lo piensa mejor.

—Sí, gracias, igualmente.

Coge los periódicos, los dobla y se los mete en el bolso. La veo alejarse. Camina despacio, tiene un bonito trasero y me quedo mirándola perdiéndome en mis pensamientos.

«Lo siento…». Alessia me ha dicho «Lo siento». Lo siento. Pero ¿qué puede significar «Lo siento»? Lo siento, pero tu regalo no me ha gustado. Lo siento, pero tengo un problema. Lo siento, pero necesito estar sola. Lo siento, pero ahora quiero a otro. Lo siento…, pero bueno, ¿estás de coña? Eso sí que no puede ser. Y en un instante me pasa toda la vida por delante. Eso es, dicen, lo que sucede cuando alguien muere. Pero nosotros no estamos muertos, ¿verdad, Alessia? No se ha acabado, dime que no se ha acabado. Miro el móvil. Ningún mensaje.

—Buenos días, Nicco, Il Tempo, gracias.

Edoardo Salemi es el propietario del restaurante de más abajo, en corso Francia, donde voy a comer algo de vez en cuando, y hasta me hace descuento. Le paso el periódico y desaparece en un instante. Sí. Trabajo de quiosquero. Primero estaba mi padre aquí en el quiosco, de vez en cuando incluso escribía artículos para algunos periódicos no muy importantes, esas revistas de barrio que aun así le pagaban algo. También podía ser que dibujara algún buen chiste que luego vendía, hasta en eso era bueno mi padre. Ahora nos lo combinamos mi tío, mi primo y yo. Yo estoy por la mañana y ellos por la tarde y por la noche, de vez en cuando nos cambiamos el turno, pero no sólo hago esto. Nada, ningún mensaje. Ha pasado un día y es la primera vez en un año que no nos enviamos ni un mensaje. Nunca se había dado el caso de que pasara un día sin habernos escrito algo, aunque fuera una estupidez. El amor está hecho de cosas estúpidas, de cosas que no tienen sentido, quizá, que hacen sonreír o negar con la cabeza, pero que en esos momentos parecen preciosas. El amor son esos mensajes que no quieren decir nada pero que lo dicen todo, a los que no prestas atención cuando llegan a diario pero que se convierten en una obsesión cuando empiezan a faltar. Si todos estuviéramos enamorados, este mundo sería precioso. Qué gilipolleces estoy diciendo. Pues sí, el amor te vuelve idiota pero generoso, la falta de amor te vuelve idiota y destructivo.

Echo de menos a Alessia. La echo de menos de manera exponencial, me parece imposible, pero cada momento que pasa la echo más de menos. Vuelvo a mirar el móvil, me gustaría llamarla, enviarle un mensaje, que me encontrara debajo de su casa con un ramo de rosas rojas, larguísimas, tan largas que casi no se me viera. Pero yo nunca he hecho esas cosas. ¿Acaso no he hecho lo suficiente? Siempre las he pensado, y muchas, pero siempre me he dicho «Un día… Un día haré todo eso». Pero no he hecho nada. Un día en realidad equivale a nunca. Nunca. Y ahora tal vez sea demasiado tarde. Nuestra vida está hecha de limitaciones, siempre pensamos que habrá un momento mejor, que valdrá la pena vivir, que las cosas cambiarán. Mañana, siempre esperamos un mañana que incluso podría no llegar, como aquella noche que me despedí de mi padre y me marché a casa.

Me fui a cenar como si nada, incluso me acuerdo de lo que comí, jamón curado y mozzarella, y también una ensalada de tomate, y me metí en la cama como si no pudiera suceder nada, como si todavía hubiera tiempo para decirle algo, para contarle con detalle mi historia con Alessia, que ya duraba desde hacía un tiempo. Como si todavía pudiera disculparme por todas las veces que me había portado como un estúpido, un rebelde, un chiquillo, por todas esas veces que no había sabido escucharlo hasta el final. Cuando le dije: «Vete a la mierda, no dices más que gilipolleces…». Pero era porque me gustaba plantarle cara por cualquier tontería, así, sólo por hablar, porque quedaba guay y punto. En realidad, muchas cosas no las pensaba en absoluto, al menos eso es lo que me parece recordar.

Entra Bruno, el de la gasolinera, no saluda, no dice nada, como de costumbre, coge Porta Portese, deja el dinero en la bandejita y sale. Lo meto en la caja. Él es así, pero me da completamente igual. Cuando estás mal, consigues valorar las cosas en su justa medida y, de hecho, a mí me entran ganas de reír. ¿Cómo puede comprar Porta Portese todas las semanas? Y, además, ¿qué debe de estar buscando? Siempre está allí, con la misma camisa desde hace años, con la misma chaqueta gris de gasolinero y los mismos zapatos. En efecto, si te paras a pensar, estamos hechos de costumbres repetitivas. Estar mal, en cierto modo, me hace ver mejor la realidad, hace que pueda enfocarla, que pueda darme cuenta de las cosas ridículas de la vida. Y todo me parece dramáticamente ridículo. Menos ella. ¿Qué estará haciendo ahora? Estará en casa, se habrá levantado, sí, ya hará rato, si es que anoche no volvió tarde. ¿Y si volvió tarde? Porque podría haber vuelto tarde, ¿no? Habrá salido con sus amigas. Sí, seguro, sus amigas Laura y Silvia. Habrán hablado de mí. Le habrán preguntado. No, sólo en el caso de que hayan salido con sus novios. Se habrán preguntado: «¿Y Nicco? ¿Qué hacía Nicco?». Y ella, astuta como es, se habrá excusado. Nicco tenía que hacer… Ha salido con sus amigos, tenía un partido de fútbol sala. Luego me paro y de repente me lo tomo muy mal. No, ellas lo saben. Las amigas siempre lo saben todo. Cada vez que la gente ve a la amiga o al amigo de alguien piensa: «Sí, él lo sabe…, él lo sabe todo. Yo no sé lo que él sabe, pero él sabe cuál es la verdad. La verdadera verdad. La última verdad, la versión más sincera». Me gustaría coger a Laura y a Silvia e interrogarlas por separado o bien torturarlas como en Saw I, II, III, IV y V (¿o tal vez también ha habido VI?) y ver si sus versiones concuerdan. Obligarlas a hablar. Aunque a veces es mejor no saber.

«No busques la verdad. A veces no hace falta».

Eso me dijo un día mi padre mientras íbamos al fútbol. Me quedé callado. No sé qué quería decirme exactamente con esa frase, pero se me ha quedado grabada. Lo bueno es que nunca he sabido nada de ellos, de mis padres, de si cortaron alguna vez, si se fueron infieles y luego se perdonaron. Sólo los vi así: queriéndose. Y luego él la dejó para siempre, pero sin querer, y es como si no fuera a dejarla nunca, y eso es lo más bonito. Por fin encuentro un mensaje.

«Me he enterado y lo siento muchísimo. Ahora mismo voy». Ya está, justamente lo que no necesitaba.