Sección II -
EL NUDO

1. APARTAR LOS OBSTÁCULOS

440. «Un milagro», dicen, «afirmaría mi creencia». Es lo que se dice cuando no se ven. Son las razones que, vistas desde lejos, parecen limitar nuestra visión, pero que cuando llegamos a ellas empezamos a ver aún más allá. Nada detiene la volubilidad de nuestro espíritu. Se dice que no hay ninguna regla sin excepción, ni una verdad tan general que no tenga algún aspecto en el que no se cumpla. Basta con que no sea absolutamente universal para darnos pretexto a aplicar la excepción en el caso presente, y decir: «Esto no es siempre verdadero; en consecuencia hay casos en los que no es así». Y ya no queda más que probar que éste es uno de ellos; y hay que ser muy torpe o muy obtuso si no se consigue un día u otro.

441. Orden. Después de la carta «que hay que buscar a Dios», hacer la carta de «apartar los obstáculos», que es el discurso de la «máquina», de preparar la máquina, de buscar por razón.

442. Orden. Una carta de exhortación a un amigo para moverle a buscar. Y él responderá: «Pero, ¿de qué me servirá buscar? No encontraré nada». Y responderle: «No desesperéis». Él respondería que nada le haría más dichoso que encontrar algunas luces, pero que según esta misma religión, aunque así lo creyese, no le serviría de nada y que por lo tanto prefiere no buscar. A lo cual hay que responderle: La máquina.

2. LA INCOMPRENSIBILIDAD. LA EXISTENCIA DE DIOS.

Nuestra lógica limitada

443. Comprendo que era posible que yo no existiese, porque el yo consiste en mi pensamiento; por lo tanto mi yo no hubiese llegado a existir si mi madre hubiera muerto antes de darme la vida; en consecuencia no soy un ser necesario. Tampoco soy eterno ni infinito; pero veo con claridad que hay en la naturaleza un ser necesario, eterno e infinito.

444. ¿Creéis que es imposible que Dios sea infinito, sin partes? Sí. Pues quiero haceros ver una cosa infinita e indivisible: un punto que se mueve por todas partes a una velocidad infinita; porque es uno en todos los lugares y es uno entero en cada lugar.

Que este efecto de naturaleza que antes os parecía imposible os haga comprender que pueden existir otros que aún no conocéis. No saquéis de vuestro aprendizaje la consecuencia de que ya no os queda nada por saber; sino que os quedan infinitas cosas por saber.

445. El movimiento infinito, el punto que lo llena todo, el momento de reposo; infinito sin cantidad, indivisible e infinito.

446. El Ser eterno es siempre, si es una sola vez.

447. Incomprensible que Dios exista, e incomprensible que no exista; que el alma exista con el cuerpo, que no tengamos alma; que el mundo sea creado, que no lo sea, etc.; que el pecado original exista y que no exista.

448. El pecado original es locura para los hombres, pero hay que entenderlo como tal. Por lo tanto no debéis reprocharme que falte a la razón en esta doctrina, puesto que la presento como algo que escapa a la razón. Pero esta locura es más cuerda que toda la sabiduría de los hombres, sapientius est hominibus.[82] Porque sin ella, ¿qué diremos que es el hombre? Toda su condición depende de eso incomprensible. ¿Y cómo hubiera podido descubrirlo por medio de su razón siendo algo que atenta contra su razón, y que su razón no sólo no puede idearlo por sus caminos, sino que incluso se aleja de ello cuando se le describe?

449. La costumbre es nuestra naturaleza. Quien se acostumbra a la fe la cree, y ya no puede dejar de temer el infierno, y no cree otra cosa. Quien se acostumbra a creer que el rey es terrible, etc. ¿Quién duda, pues, de que nuestra alma, acostumbrada a ver número, espacio, movimiento, cree eso y nada más que eso?

450. Los hombres, como no tienen costumbre de forjar el mérito, sino sólo de recompensarlo allí donde lo encuentran, juzgan a Dios por sí mismos.

3. INFINITO-NADA: LA APUESTA

451. Infinito-nada. Nuestra alma está arrojada en el cuerpo, en el que encuentra número, tiempo, dimensiones. Razona sobre ello y llama a eso naturaleza, necesidad, y no puede creer otra cosa.

La unidad agregada al infinito no lo aumenta en nada, lo mismo que un pie no añade nada a una medida infinita. Lo finito se aniquila en presencia de lo infinito y se convierte en pura nada. Así nuestro espíritu ante Dios; así nuestra justicia ante la justicia divina. No hay una desproporción tan grande entre nuestra justicia y la de Dios como entre la unidad y lo infinito.

La justicia de Dios tiene que ser inmensa como su misericordia. Ahora bien, la justicia para con los réprobos es menos inmensa y no debe sorprender tanto como la misericordia para con los elegidos.

Sabemos que hay un infinito e ignoramos su naturaleza. Como sabemos que es falso que los números sean finitos, tiene que ser verdadero que haya un infinito en número. Pero no sabemos lo que es: es falso que sea par, es falso que sea impar, porque añadiendo la unidad no cambia de naturaleza; no obstante es un número, y todo número es par o impar (claro que eso se refiere a todo número finito). Así, puede saberse que hay un Dios, sin saber lo que es.

¿Acaso no hay una verdad sustancial, viendo tantas cosas verdaderas que no son la verdad misma?

Conocemos, pues, la existencia y la naturaleza de lo finito porque somos finitos y extensos como él. Conocemos la existencia de lo infinito e ignoramos su naturaleza, porque tiene una extensión igual que nosotros, pero carece de los imites que nosotros tenemos. Pero no conocemos ni la existencia ni la naturaleza de Dios porque Él no tiene ni extensión ni límites.

Pero por la fe conocemos su existencia; por la gloria conoceremos su naturaleza. Ahora bien, ya he demostrado que es posible conocer la existencia de una cosa sin conocer su naturaleza.

Hablemos ahora según las luces naturales.

Si existe un Dios, es infinitamente incomprensible, puesto que, al carecer de partes y de límites, no guarda ninguna relación con nosotros. Somos, pues, incapaces de conocer lo que es e incluso si es. Dicho esto, ¿quién se atreverá a intentar resolver esta cuestión? No podemos ser nosotros, que no guardamos ninguna relación con Él.

¿Quién reprochará, pues, a los cristianos no poder dar razón de su fe, ellos que profesan una religión de la que no pueden dar razón? Declaran, al exponerla al mundo, que es una necedad, stultitiam; ¿cómo, pues, os quejáis de que no la demuestren? Si la demostraran incurrirían en contradicción; al carecer de pruebas, son consecuentes.

—«Sí, pero, aunque ello excuse a los que la presentan de este modo, disculpándoles por exponerla sin razones, no se disculpa a los que la aceptan».

—Examinemos, pues, esta cuestión y digamos: «Dios existe o no existe». Pero, ¿de qué lado nos inclinaremos? La razón no puede ayudarnos a decidir: hay un caos infinito que nos separa. Al final de esta distancia infinita hay como un juego, será cara o cruz. ¿Por cuál de las dos apostáis? Por razón, ambas son indiferentes; por razón, no es posible pronunciarse en favor de una o de otra.

No acuséis, pues, de falsedad a los que han elegido; porque vosotros tampoco sabéis nada.

—«No; yo no les reprocharé haber elegido cara o cruz, sino simplemente el hecho de elegir; porque, tanto el que elige cruz como el que elige cara se equivocan lo mismo: lo justo es no apostar».

—Sí, pero hay que apostar. No podemos dejar de elegir, nos han metido en ello. O sea que, ¿cuál de las dos? Veamos; puesto que hay que elegir, examinemos qué es lo peor. Tenéis dos cosas que perder; la verdad y el bien, y dos cosas que apostar: vuestra razón y vuestra voluntad, vuestro conocimiento y vuestra dicha; y vuestra naturaleza tiene que huir de dos cosas: el error y la miseria. Vuestra razón no se contradice eligiendo una u otra, puesto que necesariamente hay que escoger. Ya tenemos un asunto resuelto. Pero ¿y vuestra dicha? Sopesemos pérdidas y ganancias, eligiendo cruz, que Dios existe. Estudiemos estos dos casos: si ganáis, lo ganáis todo; si perdéis, no perdéis nada. Apostad, pues, sin vacilar que Dios existe.

—«Admirable razonamiento. Sí, hay que apostar; pero tal vez apuesto demasiado».

—Veamos. Ya que esto es lo que está en juego como pérdidas y ganancias, si se tratase de ganar dos vidas a cambio de una, aún sería ventajoso; pero si se tratara de ganar tres, convendría jugar (porque además es necesario jugar), y seríais imprudente, cuando se os obliga a jugar, de no arriesgar vuestra vida para ganar tres en un juego en el que se contrapesan tales pérdidas y ganancias. Pero hay una eternidad de vida y de felicidad. Y en este caso, aunque hubiese una infinidad de posibilidades, y sólo os pudiese corresponder una, sería razonable apostar una para tener dos; y os equivocaríais, estando como estáis obligado a jugar, de negaros a jugar una vida contra tres en un juego en el que, entre una infinidad de posibilidades, sólo hay una a favor vuestro, si se tratase de ganar una infinidad de vida infinitamente dichosa. Pero aquí se puede ganar una infinidad de vida infinitamente dichosa, una posibilidad de ganar contra un número infinito de posibilidades de perder, y lo que os jugáis es finito. Eso disipa cualquier duda: donde hay el infinito, y donde no hay una infinidad de posibilidades de perder contra la de ganar, no hay vacilación posible, hay que darlo todo. Y así, cuando se está obligado a jugar, hay que renunciar a la razón para conservar la vida, antes que arriesgarla por la ganancia infinita que puede darse lo mismo que la pérdida de la nada.

Porque no sirve de nada decir que no es seguro que se gane y que es seguro que se arriesga, y que la infinita distancia que hay entre la certidumbre de lo que se expone y la incertidumbre de lo que se va a ganar, iguala el bien finito, que sin duda alguna se expone, al infinito que es inseguro.

Pero no es así; porque todo jugador arriesga con certidumbre para ganar con incertidumbre; y sin embargo arriesga ciertamente lo finito para ganar inciertamente lo finito, sin atentar contra la razón. No hay una distancia infinita entre esta certidumbre de lo que se expone y la incertidumbre de la ganancia; eso es falso. Es cierto que hay infinidad entre la certidumbre de ganar y la certidumbre de perder. Pero la incertidumbre de ganar es proporcional a la certidumbre de lo que se arriesga, según la proporción de las posibilidades de ganancia y de pérdida. Y de ahí que, si hay tantas posibilidades a favor como en contra, se trata de jugar igual contra igual; y entonces la certidumbre de lo que se expone es igual a la incertidumbre de la ganancia; da lo mismo que sea infinitamente distante. Y así, nuestra propuesta tiene una fuerza infinita, porque se trata de arriesgar lo finito en un juego en el que hay tantas posibilidades de ganancia como de pérdida, y se puede ganar lo infinito. Esto es concluyente; y si los hombres son capaces de llegar a alguna verdad, ésta es una de ellas.

—«Lo confieso, lo admito. Pero ¿no hay ningún medio de saber algo más del juego?».

—Sí, la Escritura y el resto, etc.

—«Sí, pero yo tengo las manos atadas y la boca cerrada; se me obliga a apostar y carezco de libertad; no puedo librarme de esta situación. Y me han hecho de tal modo que soy incapaz de creer. ¿Qué queréis, pues, que haga?».

—Es cierto. Pero sabed al menos que vuestra impotencia para creer, puesto que la razón os empuja a ello y sin embargo no podéis, se debe a vuestras pasiones. Esforzaos, pues, no para convenceros por el aumento de las pruebas de Dios, sino por la disminución de vuestras pasiones. Queréis llegar a la fe y no sabéis qué camino tomar; queréis sanar de la infidelidad y pedís remedios; imitad a los que estaban atados como vos y que ahora arriesgan todo su bien; son personas que conocen ese camino que vos quisierais seguir y que han sanado de un mal del que queréis sanar. Haced, pues, lo mismo que ellos hicieron en un principio: haciendo como si creyeran, tomando agua bendita, haciendo decir misas, etc. Naturalmente esto os hará creer y os embrutecerá.

—«Esto es lo que yo temo».

—¿Por qué? ¿Qué podéis perder?

Para demostraros que eso ayuda a la fe, baste deciros que disminuye las pasiones, que son vuestros mayores obstáculos.

Fin de este discurso. ¿Qué mal os puede suceder tomando esa decisión? Seréis fiel, digno, humilde, agradecido, benéfico, amigo sincero, verdadero. En verdad, no os veréis sumido en los placeres pestíferos, en la gloria, en las delicias; pero ¿acaso no tendréis otras? Os aseguro que aún saldréis ganando en esta vida y que, a cada paso que deis por este camino, veréis tanta certidumbre de ganancia y tanta nada en lo que arriesgáis, que finalmente os daréis cuenta de que habéis apostado por una cosa segura, infinita, por la que no habéis dado nada.

—«¡Oh! ¡Estas palabras me arrebatan, me entusiasman!».

—Si lo que digo os place y os parece sólido, sabed que son palabras de un hombre que se arrodilló antes y después para rogar a ese Ser infinito y sin partes, al que somete todo el suyo, que se sometiera también el vuestro por vuestro propio bien y por su gloria; y que así la fuerza concuerde con esa bajeza.

4. SUMISIÓN Y USO DE LA RAZÓN

452. Si sólo hubiera que hacer cosas seguras, no debería hacerse nada por la religión; porque no es segura. Pero ¡cuántas cosas se hacen por lo inseguro, los viajes por mar, las batallas! Digo, pues, que no habría que hacer absolutamente nada, porque nada es seguro; y que hay más certeza en la religión que la que tenemos de llegar a ver el día de mañana: porque no es seguro que veamos el día de mañana, y en cambio es ciertamente posible que no lo veamos. Ahora bien, no puede decirse lo mismo de la religión; no es seguro que exista; pero ¿quién se atreverá a decir que es ciertamente posible que no exista? Y cuando se trabaja para el día de mañana y por lo inseguro, se obra de acuerdo con la razón: pues hay que trabajar por lo inseguro, por el cálculo de las posibilidades que se ha demostrado.

San Agustín comprendió que trabaja por lo inseguro, en el mar, en una batalla, etc.; pero no conoció el cálculo de las posibilidades, que demuestra que hay que hacerlo así. Montaigne (III, 8) comprendió que la mente que razona mal ofende, y que la costumbre lo puede todo; pero no vio la razón de este efecto.

Todas las personas vieron los efectos, pero no vieron las causas; respecto a los que han descubierto las causas son como los que sólo tienen ojos respecto a los que tienen entendimiento; pues los efectos son como sensibles, y las causas únicamente son visibles al entendimiento. Y aunque estos efectos se vean por el entendimiento, este entendimiento es respecto al entendimiento que ve las causas como los sentidos corporales respecto al entendimiento.

453. Por las posibilidades, hay que hacer los mayores esfuerzos por descubrir la verdad; pues si morís sin haber adorado el verdadero principio, estáis perdido. «Pero», decís, «si Él hubiese querido que yo le adorase, me hubiera dejado señales de su voluntad». Y así lo ha hecho; sólo que vos no sabéis verlas. Buscadlas bien; porque vale la pena.

454. Posibilidades. En el mundo hay que vivir de manera muy distinta según una de estas suposiciones: 1° si se pudiera estar siempre aquí; 2° si es seguro que no estaremos mucho tiempo aquí, e inseguro que vamos a vivir una hora más. Esta última suposición es la nuestra.

455. ¿Qué me prometéis (porque diez años es la posibilidad) sino diez años de amor propio, tratando de agradar sin conseguirlo, además de las aflicciones seguras?

456. Objeciones. Los que confían en salvarse son felices en esta confianza, pero tienen por contrapeso el miedo al infierno.

Respuesta. ¿Quién tiene más motivos para temer el infierno, el que no sabe si existe el infierno y está seguro de la condenación si existe, o el que tiene la seguridad de que existe el infierno y confía en salvarse?

457. «Yo renunciaría en seguida a los placeres», dicen, «si tuviese la fe». Y yo os digo: «No tardaríais en tener fe si hubieseis renunciado a los placeres». Sois vos quien tenéis que empezar. Si yo pudiese, os daría la fe. No puedo hacerlo y por lo tanto comprobar la verdad de lo que decís. Pero vos podéis renunciar a los placeres y comprobar así que es verdad lo que yo os digo.

458. Orden. Yo temería mucho más equivocarme y comprobar que la religión cristiana es verdadera, que equivocarme creyéndola verdadera.

459. La fe dice lo que los sentidos no dicen, pero no lo contrario de lo que ven. Está por encima, pero no en contra.

460. ¡Cuántos astros nos han permitido descubrir los anteojos y que no existían para nuestros filósofos de antaño! Se atacaba abiertamente la Santa Escritura acerca del gran número de las estrellas, diciendo: «Sólo hay mil veintidós, lo sabemos».

En la tierra hay hierbas, las vemos. Desde la luna, no serían visibles. Y en estas hierbas hay pelos, y en esos pelos animalillos; pero ya no hay nada más. ¡Oh, presuntuosos! Los cuerpos mixtos están compuestos de elementos, y los elementos no. ¡Oh, presuntuosos! Aquí hay algo más imperceptible. No se puede decir que existe lo que no vemos. Entonces hay que decir lo que dicen los demás, pero no pensar como ellos.

461. Sumisión. Hay que saber dudar cuando es necesario, afirmar cuando es necesario, sometiéndose cuando es necesario someterse. Quien no lo hace así no comprende la fuerza de la razón. Hay quien atenta contra estos tres principios, afirmándolo todo como seguro, con lo cual demuestra no saber nada de demostraciones; o dudando de todo, con lo cual demuestra que no sabe cuándo hay que someterse; o sometiéndose en todo, con lo cual demuestra que no sabe cuando hay que juzgar.

462. San Agustín (Ep., 120): La razón no se sometería jamás si no juzgase que hay ocasiones en las que debe someterse. Es, pues, justo que se someta cuando juzga que debe someterse.

463. Sumisión y uso de la razón, en esto consiste el verdadero cristianismo.

464. La Sabiduría nos devuelve a la niñez: Nisi efficiamini sicut parvuli.[83]

465. No hay nada tan conforme a la razón como ese desautorizar a la razón.

466. El último paso de la razón consiste en admitir que hay una infinidad de cosas que la superan; se convierte en muy débil si no llega a saber esto.

Que si las cosas naturales la sobrepasan, ¿qué no sucederá con las sobrenaturales?

5. UTILIDAD DE LAS PRUEBAS POR LA MÁQUINA: EL AUTÓMATA Y LA VOLUNTAD

467. Fundar la esperanza en las formalidades es ser supersticioso; pero no querer someterse a ellas es ser soberbio.

468. No es sólo la absolución lo que borra los pecados en el sacramento de la Penitencia, sino la contrición, que no es verdadera si no acude al sacramento. Semejantemente, no es la bendición nupcial lo que impide cometer pecado en la generación, sino el deseo de engendrar hijos para Dios, que no es verdadero más que en el matrimonio. Y del mismo modo que una persona contrita sin sacramento está mejor dispuesta para la absolución que un impenitente con el sacramento, así las hijas de Lot, por ejemplo, que sólo tenían el deseo de los hijos, eran más puras sin matrimonio que las casadas sin deseo de hijos.

469. Es preciso que lo exterior se una a lo interior para obtener algo de Dios; es decir, que nos arrodillemos, recemos con los labios, etc., para que el hombre orgulloso, que no quiso someterse a Dios, se someta ahora a la criatura. Esperar la ayuda de este exterior es ser supersticioso, no querer unirlo a la disposición interior es ser soberbio.

470. Porque no hay que desconocerse a uno mismo: somos tan autómatas como entendimiento; y de ahí que el instrumento por el que se hace la persuasión no es la única demostración. ¡Qué pocas cosas se demuestran! Las pruebas sólo convencen al entendimiento. La costumbre hace que nuestras pruebas sean las más fuertes y las más creídas; inclina al autómata, que arrastra al entendimiento sin que se dé cuenta. ¿Quién ha demostrado que mañana amanecerá y que moriremos? ¿Y acaso hay algo más creído por todos? Es, pues, la costumbre la que nos persuade de ello; ella es la que hace tantos cristianos, la que hace a los turcos, a los paganos, los oficios, los soldados, etc. (Está la fe que los cristianos reciben en el bautismo, y que no tienen los paganos). En fin, hay que recurrir a ella una vez el entendimiento ha visto dónde está la verdad, para empaparnos y teñirnos de esta fe, que se nos escapa sin cesar; porque tener siempre presentes las pruebas es algo excesivo. Hay que adquirir una fe más fácil, que es la de la costumbre, que sin violencia, sin artificio, sin argumentos, nos hace creer las cosas e inclina todas nuestras potencias hacia esta creencia, de tal modo que nuestra alma cae naturalmente en ella. Cuando sólo se cree por la fuerza de la convicción y el autómata se inclina a creer lo contrario, no basta. Es necesario, pues, hacer creer a nuestras dos piezas: el entendimiento, por las razones, bastándole haberlas visto una vez en la vida; y el autómata por la costumbre, y sin que le permitamos inclinarse por lo contrario. Inclina cor meum, Deus.[84]

La razón obra con lentitud, y teniendo tantas opiniones sobre tantos principios, que necesita tener siempre presentes, que sin cesar se adormece o se extravía, al no poder tener todos sus principios presentes. El sentimiento no obra del mismo modo: obra en un instante, y siempre está dispuesto a obrar. Es preciso, pues, poner nuestra fe en el sentimiento; de otro modo, siempre será vacilante.

471. Carta que subraya la utilidad de las pruebas por la máquina. La fe es diferente de la prueba: una es humana, la otra es un don de Dios. Justus ex fide vivit.[85] De esta fe que el propio Dios pone en el corazón, a menudo la prueba es el instrumento, fides ex auditu;[86] pero esta fe está en el corazón, y hace decir no scio,[87] sino credo.[88]

472. Hay una diferencia universal y esencial entre las acciones de la voluntad y todas las demás.

La voluntad es uno de los principales órganos de la creencia; no porque forme la creencia, sino porque las cosas son verdaderas o falsas según el lado por donde se las mire. La voluntad que se complace en uno más que en otro, desvía al entendimiento de considerar los aspectos que no le gusta ver; y así el entendimiento, que va unido a la voluntad, se para a contemplar el aspecto que prefiere; y así lo juzga por lo que ve.

473. El señor de Roannez[89] decía: «Las razones se me ocurren después, pero en un principio la cosa me atrae o me repugna sin que sepa la razón, y sin embargo me repugna por esta razón que sólo descubro posteriormente». Pero yo no creo que me repugnase por estas razones que descubro después, sino que descubro estas razones porque me repugna.

6. EL CORAZÓN

474. Todo nuestro razonamiento se reduce a ceder al sentimiento.

Pero la fantasía es semejante y contraria al sentimiento, de tal suerte que no es posible distinguir entre estos contrarios. Uno dice que mi sentimiento es fantasía, otro que su fantasía es sentimiento. Se necesitaría una regla. La razón se ofrece, pero se adapta a todos los sentidos; y por eso no existe regla.

475. Los hombres confunden a menudo su imaginación con su corazón; y creen haberse convertido cuando empiezan a pensar en convertirse.

476. ¡Qué gran distancia media entre conocer a Dios y amarle!

477. El corazón tiene razones que la razón no conoce; así lo vemos en mil cosas. Yo digo que el corazón ama al ser universal naturalmente, y a sí mismo naturalmente, según se entregue a ello; y se endurece contra uno y otro, a su elección. Habéis rechazado al uno y conservado al otro; ¿acaso os amáis movidos por la razón?

478. Corazón, instinto, principios.

479. Conocemos la verdad no sólo por la razón, sino además por el corazón; de este último modo conocemos los primeros principios, y es inútil que el razonamiento, que no participa en ello, trate de combatirlos. Los pirronianos, que no tienen más propósitos que éste, se empeñan inútilmente en conseguirlo. Sabemos que no soñamos; por muy incapaces que seamos de probarlo por medio de la razón, esta incapacidad no nos lleva más que a la debilidad de nuestra razón, pero no a la incertidumbre de todos nuestros conocimientos, como ellos pretenden. Porque el conocimiento de los primeros principios, como que hay espacio, tiempo, movimientos, números, es tan firme como todo lo que nos permiten saber nuestros razonamientos. Y en estos conocimientos del corazón y del instinto tiene que apoyarse la razón, fundando en ellos todo su discurrir. El corazón siente que hay tres dimensiones en el espacio, y que los números son infinitos; y la razón demuestra luego que no hay dos números cuadrados de los cuales uno de ellos sea doble que el otro. Los principios se sienten, las proposiciones se deducen, y todo con certidumbre, aunque por caminos diferentes. Y tan inútil y ridículo es que la razón pida al corazón pruebas de sus primeros principios, antes de aceptarlos, como sería ridículo que el corazón pidiese a la razón un sentimiento de todas las proposiciones que ella demuestra, antes de admitirlas.

Así, pues, esta impotencia sólo debe servir para humillar la razón, que quisiera juzgarlo todo, pero no para combatir nuestra certidumbre, como si solamente la razón fuese capaz de instruirnos. ¡Ojalá, por el contrario, jamás la necesitáramos, y pudiéramos conocer todas las cosas por instinto y por sentimiento! Pero la naturaleza nos ha negado esta facultad; más aún, nos ha dado muy pocos conocimientos de esta clase; todos los demás sólo pueden adquirirse por razonamiento.

Y ésta es la causa de que aquellos a quienes Dios ha dado la religión por sentimiento del corazón son muy afortunados y se saben legítimamente persuadidos. Pero a aquellos que no lo sienten así, sólo podemos inspirarles la religión por razonamiento, confiando en que Dios se la dé por sentimiento del corazón, sin lo cual la fe no es más que humana e inútil para salvarse.

480. La fe es un don de Dios. No creáis que decimos que es un don de razonamiento. Las demás religiones no dicen eso de su fe; sólo daban el razonamiento para alcanzarla, que sin embargo no conduce a la fe.

481. Es el corazón lo que siente a Dios, y no la razón. Y esto es la fe: Dios sensible al corazón, no a la razón.

7. LA FE Y LOS MEDIOS DE CREER. PROSOPOPEYA

482. Hay tres medios de creer: la razón, la costumbre, la inspiración. La religión cristiana, que es la única que acepta la razón, no considera como verdaderos hijos suyos a los que creen sin inspiración; no porque excluya la razón y la costumbre, al contrario; pero hay que abrir el espíritu a las pruebas, reafirmarse en lo que se cree por la costumbre, pero ofrecerse por las humillaciones a las inspiraciones, que son las únicas que pueden producir el efecto verdadero y saludable: Ne evacuetur crux Christi.[90]

483. A.P.R.[91] Comienzo, después de haber explicado la incomprensibilidad. Las grandezas y las miserias del hombre son tan visibles que es necesario que la verdadera religión nos enseñe que hay algún gran principio de grandeza en el hombre y que hay en él un gran principio de miserias. Tiene además que dar razón de estas sorprendentes contradicciones.

Para hacer feliz al hombre, tiene que enseñarle que hay un solo Dios; que estamos obligados a amarle; que nuestra única felicidad es estar en Él, y nuestro único mal estar separados de Él; que reconozca que estamos llenos de tinieblas que nos impiden conocerle y amarle; y que como nuestros deberes nos obligan a amar a Dios y nuestras concupiscencias nos apartan de Él, estamos llenos de injusticia. Tiene que explicar nuestra oposición a Dios y a nuestro propio bien. Tiene que mostrarnos los remedios para estas incapacidades, y los medios de obtener tales remedios. Que se examinen según lo dicho todas las religiones del mundo, y se verá que no hay ninguna, salvo la cristiana, que satisfaga estas exigencias.

¿Qué decir de los filósofos que nos proponen por todo bien los bienes que están en nosotros? ¿Es éste el verdadero bien? ¿Han descubierto el remedio para nuestros males? ¿Es haber curado la presunción del hombre haberlo igualado a Dios? Los que nos han igualado a las bestias, y los mahometanos, que nos han dado por todo bien los placeres de la tierra, incluso en la eternidad, ¿han proporcionado el remedio a nuestras concupiscencias? ¿Qué religión nos enseñará, pues, a curar el orgullo y la concupiscencia? En fin, ¿qué religión nos enseñará nuestro bien, nuestros deberes, las debilidades que nos apartan de ellos, la causa de estas flaquezas, los remedios que las pueden curar y el medio de obtener estos remedios?

Todas las demás religiones no lo han conseguido. Veamos lo que hará la Sabiduría de Dios.

«No esperéis», dice, «ni verdad ni consuelo de los hombres. Yo soy la que os ha formado y sólo yo puedo enseñaros quién sois. Pero ahora ya no os encontráis en el estado en que yo os formé. Yo creé al hombre santo, inocente, perfecto; le llené de luz y de inteligencia; le comuniqué mi gloria y mis maravillas. Entonces el ojo del hombre veía la majestad de Dios. Entonces no vivía en las tinieblas que le ciegan, ni en la mortalidad ni en las miserias que le afligen. Pero no pudo soportar tanta gloria sin caer en la presunción. Quiso hacerse centro de sí mismo e independiente de mi ayuda. Se sustrajo a mi dominio; y al igualarse a mí por el deseo de encontrar la felicidad en sí mismo, yo le abandoné a sí mismo; y sublevando a las criaturas que le estaban sometidas, hice que fueran enemigas suyas; de tal modo que ahora el hombre se ha convertido en semejante a los animales, y está en tal alejamiento de mí, que apenas le queda una luz confusa de su autor, ¡hasta tal punto sus conocimientos están ya extinguidos o alterados! Los sentidos, independientes de la razón, y a menudo dueños de la razón, la han arrastrado a la búsqueda de los placeres. Todas las criaturas o le afligen o le tientan, y tienen dominio sobre él o sometiéndole por su fuerza o embelesándole por su dulzura, lo cual es aún un dominio más terrible y más imperioso».

«Éste es el estado en el que los hombres se encuentran ahora. De su primera naturaleza les queda algún instinto impotente de felicidad, y se ven sumidos en las miserias de su ceguera y de su concupiscencia, que se ha convertido en su segunda naturaleza.

»En este principio que os revelo podéis reconocer la causa de tantas contradicciones que han asombrado a todos los hombres y que les han dividido en opiniones tan distintas. Observad ahora todos los impulsos de grandeza y de gloria que la prueba de tantas miserias no consigue ahogar, y ved si no es forzoso que su causa resida en otra naturaleza».

A.P.R. para mañana (Prosopopeya). ¡Oh, hombres! En vano buscáis en vosotros mismos el remedio a vuestras miserias. Todas vuestras luces sólo pueden aspirar a conocer que no es en vosotros donde vais a encontrar la verdad y el bien. Los filósofos os lo han prometido, pero no han logrado cumplir su promesa. No saben ni cuál es vuestro verdadero bien, ni cuál es vuestro verdadero estado. ¿Cómo podían daros remedio para vuestros males si ni siquiera saben cuáles son? Vuestras enfermedades principales son el orgullo, que os aparta de Dios, la concupiscencia, que os apega a la tierra; y ellos no han hecho otra cosa que fomentar al menos una de estas enfermedades. Si os han fijado a Dios como objeto, sólo ha sido para ejercer vuestra soberbia: os han hecho creer que erais semejantes a Él y adecuados a Él por vuestra naturaleza. Y los que advirtieron la vanidad de tal pretensión os arrojaron al otro precipicio, dándoos a entender que vuestra naturaleza era semejante a la de los animales, y empujándoos a buscar vuestro bien en las concupiscencias que son propias de los animales. No es éste el medio de sanar de vuestras injusticias, que estos sabios no supieron conocer. Sólo yo puedo haceros comprender quiénes sois…».

Adán, Jesucristo.

Si se os une a Dios, es por gracia, no por naturaleza. Si se os humilla, es por penitencia, no por naturaleza.

Así, esta doble capacidad…

No os encontráis en el estado de vuestra creación.

Como estos dos estados son abiertos, es imposible que los reconozcáis. Seguid vuestros impulsos, observaos a vosotros mismos y ved si no descubrís en vosotros los caracteres vivos de estas dos naturalezas.

¿Es posible que tantas contradicciones se encuentren en un sujeto simple?

—Incomprensible.

Todo lo que es incomprensible no por eso deja de ser. El número infinito. Un espacio infinito, igual al finito.

—Increíble que Dios se una a nosotros. Esta consideración sólo se funda en el conocimiento de nuestra bajeza. Pero si es muy sincera, seguidla tan lejos como yo, y admitid que en efecto estamos tan abajo que por nosotros mismos somos incapaces de saber si la misericordia no puede hacernos capaces de Él. Porque me gustaría saber cómo ese animal que reconoce ser tan débil tiene derecho a medir la misericordia de Dios y de ponerle límites que le sugiere su antojo. Está tan lejos de saber lo que es Dios, que ni siquiera sabe lo que es él mismo; y turbado por la visión de su propio estado, se atreve a decir que Dios no le puede hacer capaz de comunicarse con Él.

Pero quisiera preguntarle qué le pide Dios, sino que le ame conociéndole; y por qué cree que Dios no puede hacerse cognoscible y amable para él, puesto que es naturalmente capaz de amor y de conocimiento. Está fuera de toda duda que al menos sabe que es y que ama algo. En consecuencia, si ve algo en medio de las tinieblas en que vive, y si descubre algún objeto de amor entre las cosas de la tierra, ¿por qué si Dios le descubre algún rayo de su esencia no va a ser capaz de conocerle y de amarle a la manera como a Él le plazca comunicarse con nosotros? Hay, pues, sin duda una presunción insoportable en ese tipo de razonamientos, aunque parezcan fundados en una aparente humildad que no es ni sincera ni razonable si no nos hace confesar que, al no saber por nosotros mismos quiénes somos, sólo podemos saberlo por Dios.

«No quiero que sometáis vuestra creencia a mí sin razón, ni aspiro a subyugaros con tiranía. Tampoco pretendo explicaros todas las cosas. Y para armonizar estas contradicciones, quiero haceros ver claramente, por medio de pruebas convincentes, señales divinas en mí que os convenzan de quién soy, demostrándolo por portentos y pruebas que no podáis negar; para que luego creáis las cosas que os enseño, cuando no tengáis ningún motivo para rechazarlas, salvo el que por vosotros mismos no podáis saber si son o no.

»Dios quiso redimir a los hombres y dar la salvación a los que le buscasen. Pero los hombres se hacen tan indignos de Él, que es justo que Dios niegue a algunos, a causa de su dureza, lo que concede a otros por una misericordia gratuita. De haber querido vencer la obstinación de los más empedernidos, lo hubiera logrado, descubriéndose tan manifiestamente a ellos que no les hubiera sido posible dudar de la verdad de su esencia, como aparecerá en el último día, con tal estruendo de rayos y tales trastornos en la naturaleza, que los muertos resucitarán y los más ciegos le verán.

»No es así como ha querido manifestarse en su advenimiento de dulzura; porque, como tantos hombres se hacen indignos de su clemencia, quiso dejarles en la privación del bien que rechazan. No era, pues, justo que apareciese de una manera manifiestamente divina, y absolutamente capaz de convencer a todos los hombres; pero tampoco era justo que se presentase de un modo tan escondido que no pudieran reconocerle aquellos que le buscasen con sinceridad. Quiso hacerse perfectamente cognoscible a éstos; y así, queriendo aparecer al descubierto ante los que le buscan con todo su corazón, y ocultándose a los que le huyen con todo su corazón, atempera su conocimiento, de tal modo que ha dado señales de sí visibles a los que le buscan, y no a los que no le buscan. Hay luz suficiente para los que sólo desean verle, y oscuridad suficiente para los que muestran una inclinación contraria.

El último problema. ¿Ha sido elevado el hombre al estado sobrenatural?

484. El hombre no es digno de Dios; pero no es incapaz de que le hagan digno de Él.

Es indigno de Dios unirse al hombre miserable; pero no es indigno de Dios sacarle de sus miserias.