365. Carta para mover a buscar a Dios.
Y luego hacerlo buscar entre los filósofos, pirronianos y dogmatistas, que inquietan a quien les busca.
366. Prefacio de la segunda parte. Hablar de aquellos que han tratado de esta materia.
Me admira ver con qué audacia esas personas se atreven a hablar de Dios. Dirigiendo sus discursos a los impíos, su primer capítulo está destinado a probar la Divinidad por las obras de la naturaleza. No me extrañaría su empresa si dirigieran estas palabras a los fieles, porque sin duda los que tienen una fe viva dentro del corazón ven inmediatamente que todo cuanto existe no es más que la obra del Dios al que adoran. Pero para aquellos en quienes se ha apagado esta luz y se quiere precisamente encenderla de nuevo, esas personas privadas de fe y de gracia, que buscan con todas sus luces todo lo que ven en la naturaleza que puede llevarles a este conocimiento, y no encuentran más que oscuridad y tinieblas; decir a éstos que basta con ver la menor de las cosas que les rodean para ver en ellas a Dios al descubierto, y darles por toda prueba de asunto tan grande y tan importante, el curso de la luna y de los planetas, y pretender haber rematado su prueba con semejantes argumentos, es darles pábulo para creer que las pruebas de nuestra religión son muy débiles; y veo por razón y por experiencia que no hay nada más adecuado para hacer nacer en ellos el desdén de la religión.
No es así como habla la Escritura, que conoce mejor las cosas que son de Dios. La Escritura dice por el contrario que Dios es un Dios oculto; y que, desde que se corrompió la naturaleza, les ha dejado en una ceguera de la que sólo pueden salir por medio de Jesucristo, fuera de quien no es posible ninguna comunicación con Dios: Nemo novit Patrem, nisi Filius, et cui voluerit Filius revelare.[56]
Es lo que nos indica la Escritura cuando dice en tantos lugares que los que buscan a Dios le encuentran (Mat. VII, 7).[57] No se habla de esta luz, como la claridad en pleno día. No se dice que los que buscan la claridad en pleno día o agua en el mar, encontrarán lo que buscan; y en consecuencia es necesario que la evidencia de Dios no se dé en la naturaleza. Y en otro lugar nos dice: Vere tu es Deus absconditus.[58]
367. El Eclesiastés (VIII, 17) enseña que el hombre sin Dios permanece en la ignorancia de todo, y en una desdicha inevitable. Porque es una gran desdicha querer y no poder. Ahora bien, quiere ser feliz y estar seguro de alguna verdad; y no obstante no puede ni saber ni dejar de desear saber. Ni siquiera puede dudar.
368. Como la verdadera naturaleza está perdida, todo se convierte en su naturaleza; y como el verdadero bien está perdido, todo se convierte en su verdadero bien.
369. Bajeza del hombre hasta el punto de someterse a los animales, a adorarlos.
370. Segunda parte. Que el hombre sin la fe no puede conocer ni el verdadero bien ni la justicia. Todos los hombres aspiran a ser felices: eso no admite ninguna excepción; por distintos que sean los medios que emplean, todos tienden a lo mismo. Lo que hace que unos vayan a la guerra y otros no es el mismo deseo, que está en unos y otros, acompañado de diferentes opiniones. La voluntad impulsa siempre hacia ese mismo objeto. Éste es el motivo de todas las acciones de todos los hombres, hasta de los que se ahorcan.
Y no obstante, después de tantísimos años, nadie nunca sin la fe ha llegado a este punto al que todos aspiran continuamente. Todos se lamentan: príncipes y súbditos; nobles y plebeyos; viejos y jóvenes; fuertes y débiles; sabios e ignorantes; sanos y enfermos; de todos los países, de todos los tiempos, de todas las edades y de toda condición.
Una experiencia tan larga, tan continua y tan uniforme debería bastar para convencemos de nuestra impotencia para alcanzar el bien por nuestros esfuerzos; pero el ejemplo nos instruye poco; nunca es exactamente igual, siempre hay alguna pequeña diferencia; y eso es lo que nos permite confiar que nuestras esperanzas no se verán frustradas como en las otras ocasiones. Y así, como el presente no nos satisface jamás, la experiencia nos burla, y, de desgracia en desgracia, nos conduce hasta la muerte, que es su colmo eterno.
¿Qué es lo que proclama esta avidez y esta impotencia sino que hubo antaño en el hombre una verdadera dicha, de la que ahora no le quedan más que indicios, una huella vacía, y que trata inútilmente de llenar con todo lo que le rodea, buscando en las cosas ausentes la ayuda que no obtiene de las presentes, pero que todas son incapaces de proporcionarle, porque este abismo infinito no puede llenarse más que con un objeto infinito e inmutable, es decir, con el mismo Dios?
Sólo Él es su verdadero bien; y desde que lo ha perdido, es prodigioso comprobar cómo no existe nada en la naturaleza capaz de ocupar su lugar: astros, cielo, tierra, elementos, plantas, coles, puerros, animales, insectos, terneros, serpientes, fiebre, peste, guerra, hambre, vicios, adulterio, incesto. Y también, desde que perdió el verdadero bien, todo puede asimismo parecerle tal, hasta su propia destrucción, aunque sea algo tan contrario a Dios, a la razón y a la naturaleza a un tiempo.
Unos le buscan en la autoridad, otros en las aficiones y en las ciencias. Otros, que en efecto se acercan más a su meta, consideran que es forzoso que el bien universal que todos los hombres ansían, no esté en ninguna de las cosas particulares que sólo puede poseer uno solo, y que, al tener que compartirse, afligen más al poseedor por la falta de la parte que no tiene, que lo que le satisfacen por el goce de las que disfruta. Comprenden que el verdadero bien debería ser tal que todos pudieran poseerlo a la vez, sin disminución y sin envidia, y que nadie pudiera perderlo contra su voluntad. Y aducen que este deseo es natural en el hombre, ya que está necesariamente en todos, y sacan la conclusión de que no puede dejar de tenerlo.