334. Antes de entrar en las pruebas de la religión cristiana me parece necesario hacer ver la injusticia de los hombres que viven en la indiferencia respecto a buscar la verdad de algo que es tan importante para ellos y que les atañe tan de cerca.
De todos sus extravíos, éste es sin duda el que mejor demuestra su insensatez y su ceguera, y el que es más fácil confundirles fundándonos en las primeras reacciones del sentido común y de los sentimientos naturales. Porque es indudable que el tiempo de esta vida no dura más que un instante, que el estado de la muerte es eterno, sea cual fuere su naturaleza, y que así todas nuestras acciones y nuestros pensamientos deben tomar caminos tan distintos según el estado de esta eternidad que es imposible tomar una decisión con buen juicio y criterio si no es tomando como punto de referencia esta cuestión que ha de ser nuestro último objeto.
No hay nada más visible que esto, y en consecuencia, según los principios de la razón, el proceder de los hombres es completamente insensato si siguen otro camino.
Que se juzgue, pues, según eso a los que viven sin pensar en este fin último de la vida, que se dejan guiar por sus inclinaciones y sus placeres sin reflexión y sin inquietud, y como si pudiesen aniquilar la eternidad por el simple hecho de no pensar en ella, tratando de ser felices sólo en este instante.
No obstante, esta eternidad existe, y la muerte, que debe abrirla y que les amenaza sin cesar, ha de ponerles infaliblemente dentro de poco tiempo en la horrible necesidad de ser eternamente o aniquilados o desventurados, sin que sepan cuál de estas eternidades les espera para siempre jamás.
He ahí una duda que tiene una terrible importancia. Corren el peligro de caer en una eternidad de calamidades; y a pesar de ello, como si el asunto no valiese la pena, prefieren no examinar si es una de estas opiniones que el pueblo recibe con una facilidad demasiado crédula, o figura entre aquellas que, siendo oscuras por sí mismas, tienen un fundamento muy sólido, aunque escondido. Por lo tanto no saben si hay verdad o falsedad en la cosa, ni si sus pruebas son débiles o convincentes. Las tienen ante los ojos; se niegan a verlas, y en tal ignorancia toman la decisión de hacer todo lo necesario para caer en esa desgracia en el caso de que exista, de esperar a la muerte para ver qué hay de cierto en la cuestión, quedando a pesar de todo muy satisfechos por este estado, en el que se obstinan y del que acaban vanagloriándose. ¿Es posible pensar seriamente en la importancia de este asunto sin sentir horror por un proceder tan disparatado?
Este reposo en esta ignorancia es algo monstruoso, cuyo disparate y estupidez hay que hacer comprender a los que pasan su vida de esta manera, abriéndoles los ojos para confundirles con el espectáculo de su locura. Porque así es como razonan los hombres cuando deciden vivir en esta ignorancia de lo que son y sin buscar luces. «No sé», dicen…
335. Que sepan al menos cuál es la religión que combaten, antes de combatirla. Si esta religión se jactase de tener una visión clara de Dios y de conocerle al descubierto y sin velos, sería combatirla decir que en el mundo no se ve nada que lo muestra con tal evidencia. Pero que, puesto que por el contrario dice que los hombres viven en las tinieblas y en el alejamiento de Dios, que Él se oculta a su conocimiento y que incluso éste es el nombre que se da a sí mismo en las escrituras, Deus absconditus[53] (Is., XLV, 15), y finalmente, ya que se esfuerza por igual por establecer estas dos cosas: que Dios ha puesto señales sensibles en la Iglesia para que lo reconozcan en ella los que le buscan con sinceridad, y que no obstante las ha disimulado de tal modo que solamente le descubrirán los que le busquen con todo su corazón, ¿qué ventaja pueden obtener cuando, en la negligencia en la que se jactan de vivir respecto a la búsqueda de la verdad, proclaman que nada se la manifiesta, puesto que esta oscuridad en la que están, y que consideran una objeción para creer en la Iglesia, no hace más que demostrar una de las cosas que ella misma afirma, sin afectar a la otra, y corrobora su doctrina en vez de desacreditarla?
Para combatirla, tendrían que proclamar que han hecho todos los esfuerzos posibles por buscarla por doquier, e incluso en lo que la Iglesia propone como instrucción, sin haber conseguido ningún fruto. De hablar así, en verdad combatirían una de sus afirmaciones. Pero confío demostrar aquí que no hay nadie razonable que pueda hablar de este modo, e incluso me atrevo a decir que jamás nadie lo ha hecho. Sabemos sobradamente de qué modo obran los que adoptan tales actitudes. Creen haber hecho grandes esfuerzos por instruirse cuando han dedicado unas cuantas horas a leer algún libro de la Escritura, y han interrogado a algún clérigo acerca de las verdades de la fe. Tras esto, se jactan de haber buscado sin fruto entre los libros y entre los hombres. Pero en verdad yo les diría lo que digo a menudo, que esta negligencia no es defendible. No se trata aquí del leve interés que pueda tener tina persona extraña, que puede actuar de tal manera; se trata de nosotros mismos y de nuestro todo.
La inmortalidad del alma es algo que nos importa tanto, que nos atañe tan profundamente, que hay que haber perdido todo juicio para vivir en la indiferencia respecto a saber de qué se trata. Todos nuestros actos y nuestros pensamientos deben seguir caminos tan distintos según haya unos bienes eternos que esperar o no, que es imposible hacer algo con discernimiento y buen juicio sin tomar como punto de referencia esta cuestión, que debe ser nuestro último objeto.
Así, nuestro máximo interés y nuestro primer deber consiste en aclarar este asunto, del que depende toda nuestra conducta. Por este motivo, entre los que no creen, distingo de manera importantísima entre los que dedican todos sus esfuerzos a instruirse y los que viven sin tomarse ninguna molestia y sin pensar en ello.
Sólo puedo sentir compasión por los que gimen sinceramente en esta duda, considerándola como la mayor de las desdichas, y que, no ahorrando esfuerzos para salir de ella, convierten esta búsqueda en el centro de sus afanes mayores y de más gravedad.
Pero para aquellos que pasan la vida sin pensar en estas postrimerías de la vida, y que por la única razón de no encontrar dentro de sí mismos las luces que les convenzan descuidan buscarlas fuera de sí, examinando a fondo si esta opinión es de las que el pueblo recibe por una simplicidad crédula, o de las que, aunque oscuras en sí mismas, tienen sin embargo un fundamento muy sólido e inconmovible, los considero de un modo completamente distinto.
Tal negligencia en un asunto que les afecta a sí mismos, a su eternidad, a su todo, me irrita más que me conmueve; me asombra y me espanta: para mí es algo monstruoso.
Y no digo eso movido por el celo piadoso de una devoción espiritual. Por el contrario, creo que hay que entenderlo así por un principio de interés humano y por un interés de amor propio: para ello basta con ver lo que ven las personas menos ilustradas.
No se necesita un alma muy elevada para comprender que en este mundo no hay ninguna satisfacción verdadera y sólida, que todos nuestros placeres no son más que vanidad, que nuestros males son infinitos y que, por fin, la muerte que nos amenaza sin cesar, en pocos años debe infaliblemente ponernos en la horrible necesidad de ser eternamente o aniquilados o desdichados.
Nada más real que eso, ni nada más terrible. Por mucho que nos las demos de valientes, éste es el fin que espera a la más brillante de las vidas. Que se reflexione sobre eso y que luego se diga si no es indudable que el único bien que hay en esta vida es la esperanza de otra vida, que sólo somos felices en la medida en que nos acercamos a ella, y que, del mismo modo que no habrá desdichas para los que tengan una plena certeza en la eternidad, no existe la felicidad para quienes no aciertan a esperarla.
Debemos, pues, decir que es una gran desgracia vivir en esta duda; pero como mínimo es un deber inexcusable buscar cuando se está en esta duda; y por ello aquel que duda y no hace nada por encontrar la certeza, es a un tiempo muy desdichado y muy injusto; y si además se muestra tranquilo y satisfecho, y lo proclama y finalmente se vanagloria de ello, haciendo de esta situación motivo de satisfacción y de vanidad, no tengo palabras para calificar a un ser tan extravagante.
¿En qué funda tales actitudes? ¿Qué motivo de alegría encuentra en no esperar más que calamidades sin remedio? ¿Cómo puede jactarse de verse en medio de impenetrables oscuridades, y cómo es posible que un razonamiento así se dé en un hombre razonable?
«No sé quién me ha puesto en el mundo, ni lo que es el mundo, ni lo que soy yo mismo; permanezco en una absoluta ignorancia acerca de todas estas cosas; no sé lo que es mi cuerpo, ni mis sentidos, ni mi alma, ni siquiera esta parte de mí mismo que piensa lo que estoy diciendo, que reflexiona sobre todo y sobre sí misma, y que se conoce tan poco como conoce todo lo demás. Veo estos espantables espacios del universo que me contienen, y me encuentro atado a un rincón de esta extensión tan vasta sin saber por qué estoy aquí y no en otro lugar, ni por qué ese corto lapso de tiempo que me dan para vivir me ha sido asignado a mí en vez de asignarse a otro por toda la eternidad que me ha precedido y por toda la que me sigue. No veo más que infinitos por todas partes que me envuelven como un átomo y como una sombra que no dura más que un instante sin retomo. Todo lo que sé es que no tardaré mucho en morir, pero lo que más ignoro es esta misma muerte que no podré evitar.
»Del mismo modo que no sé de dónde vengo, tampoco sé adonde voy; y sé solamente que al salir de este mundo he de caer para siempre o en la nada o en las manos de un Dios irritado, sin que sepa cuál de estas dos situaciones ha de corresponderme eternamente. Tal es mi estado, lleno de debilidad y de incertidumbre. Y de todo eso saco la conclusión de que lo mejor es pasar todos los días de mi vida sin pensar en averiguar lo que debe ocurrirme. Tal vez pudiera encontrar alguna luz que disipase mis dudas; pero no quiero tomarme la molestia de buscarla, ni de dar un paso para averiguar, y luego, tratando con desdén a los que se ocupan de esta cuestión» —sea cual fuere la certeza que consigan, será motivo de desesperación más que de vanidad—, «me dirijo con ignorancia y sin temor, hacia el misterio de algo tan grande, dejándome blandamente conducir a la muerte, en la incertidumbre de la eternidad de mi condición futura».
¿Quién desearía tener por amigo a un hombre que discurriese de ese modo? ¿Quién le elegiría entre todos los demás para hacerle partícipe de sus asuntos? ¿Quién recurriría a él en sus aflicciones? Y finalmente, ¿a qué función de la vida se le podría destinar?
Ciertamente, no deja de ser glorioso para la religión tener por enemigos hombres tan poco razonables; y su oposición es tan poco peligrosa, que más bien se sirve de ellos para el establecimiento de sus verdades. Porque la fe cristiana casi se limita a afirmar estas dos cosas: la corrupción de la naturaleza y la redención de Jesucristo. Y a mi entender, aunque no sirvan para demostrar la verdad de la redención por la santidad de sus costumbres, al menos sirven admirablemente para demostrar la corrupción de la naturaleza al vivir de un modo tan desnaturalizado.
Nada es más importante para el hombre que su estado, nada le resulta más temible que la eternidad; y en consecuencia, que haya hombres indiferentes a la pérdida de su estado y al peligro de una eternidad de males, parece lo menos natural del mundo. Porque razonan de un modo muy distinto respecto a todas las demás cosas: temen hasta las más ligeras, y las prevén, las analizan; y este mismo hombre que pasa tantos días y noches furioso y desesperado por la pérdida de un cargo, o por alguna ofensa imaginaria a su honor, es el mismo que sabe que va a perderlo todo con la muerte, y que piensa en ello sin inquietud y sin zozobra. Es monstruoso ver en un mismo corazón y al mismo tiempo esta sensibilidad por las cosas más pequeñas y esa extraña insensibilidad por las más grandes. Es como un hechizo incomprensible, un letargo sobrenatural, que indica que su causa es una fuerza todopoderosa.
Es forzoso que se dé un prodigioso cambio en la naturaleza del hombre para que se vanaglorie de vivir en este estado, en el cual parece increíble que pueda permanecer una sola persona. Sin embargo, la experiencia me ha hecho ver tantos ejemplos de ello, que sería incomprensible si no supiésemos que en la mayoría de los casos estamos ante una afectación más que ante un hecho real; se trata de personas que han oído decir que lo más distinguido en la sociedad consiste en comportarse de esta manera disparatada. Es lo que llaman haber sacudido el yugo, y tratan de imitarlo. Pero no sería difícil hacerles comprender hasta qué punto se engañan buscando la estimación por este camino. Porque no es el modo de adquirirla, ni siquiera entre las personas de mundo que juzgan discretamente las cosas y que saben que la única manera de triunfar en el mundo es mostrarse honrado, fiel, juicioso y capaz de servir provechosamente a los amigos, porque los hombres tienden naturalmente a no apreciar más que a lo que les puede ser útil. Ahora bien, ¿qué ventaja obtendremos al oír decir a un hombre que ya ha sacudido el yugo, que no cree que exista un Dios que juzgue sus acciones, que se considera como único dueño y señor de su proceder y que no piensa rendir cuentas más que a sí mismo? ¿Cree que así nos mueve a tener mucha confianza en él y a esperar su consuelo, consejos y socorros en todas las necesidades de la vida? ¿Pretenden dejarnos muy contentos diciéndonos que creen que nuestra alma no es más que un poco de viento y de humo, y encima diciéndonoslo con un tono de voz orgulloso y satisfecho? ¿Es acaso algo que pueda decirse alegremente? ¿No es una cosa que, por el contrario, deba decirse con tristeza, como la más triste de todas las afirmaciones de este mundo?
Si pensaran seriamente en ello verían que es algo tan erróneo, tan contrario al sentido común, tan opuesto a la rectitud, y tan alejado en todos los aspectos de ese buen tono al que aspiran, que se sentirían más inclinados a enderezar que a corromper a los que tuviesen cierta propensión a seguirles. Y, en efecto, si les hacéis dar cuenta de lo que piensan y de las razones que tienen para dudar de la religión, os dirán cosas tan endebles y tan ruines que van a persuadiros de lo contrario. Es lo que les decía muy a propósito en cierta ocasión una persona: «Si seguís razonando de esta manera», les decía, «la verdad es que me convertiréis». Y no sin motivos, ¿quién no siente horror al verse encuadrado en unas opiniones en las que se tiene por compañeros a personas tan despreciables?
Por eso, los que no hacen más que fingir estas opiniones, obran disparatadamente al forzarse a sí mismos para convertirse en los más insensatos de los hombres. Si en el fondo de su corazón están entristecidos por no tener más luces, que no lo disimulen: tal confesión no tiene nada de vergonzosa. Sólo se debe sentir vergüenza de no tenerla. Nada delata con mayor claridad la escasa perspicacia de la mente, que no conocer cuál es la desdicha de un hombre sin Dios; nada indica mejor una mala disposición del corazón que no desear la verdad de las promesas eternas; nada más cobarde que dárselas de valiente con Dios. Que dejen esas impiedades a los que por la bajeza de su cuna no son capaces de aspirar a nada más; que sean al menos hombres dignos si no pueden ser cristianos, y que finalmente reconozcan que no hay más que dos clases de personas que merezcan el nombre de razonables: los que sirven a Dios con todo su corazón porque le conocen y los que le buscan con todo su corazón porque no le conocen.
Pero, los que viven sin conocerle y sin buscarle, se juzgan a sí mismos tan poco dignos de su interés, que no son dignos del interés de los demás, y se requiere apelar a toda la caridad de la religión que ellos desdeñan para no desdeñarles hasta el punto de abandonarles en su locura. Pero, dado que esta religión nos obliga a considerarles siempre, mientras estén en esta vida, como capaces de la gracia que puede iluminarles, y a creer que en poco tiempo pueden estar más llenos de fe que nosotros, y que, por el contrario, nosotros podemos caer en la ceguera en la que ellos están, hay que hacer por ellos lo que quisiéramos que hicieran por nosotros si estuviésemos en su lugar y pedirles que tengan compasión de sí mismos, y que den al menos unos pasos para tratar de ver la luz. Que dediquen a esta lectura algunas de esas horas que dedican tan infructuosamente a otros quehaceres; por mucha aversión que sientan al hacerlo, tal vez descubran algo aquí, y en el peor de los casos poco perderán; pero los que lo hagan con una completa sinceridad y un verdadero deseo de encontrar la verdad, confío que encuentren lo que buscan, y que queden convencidos de las pruebas de una religión tan divina que he reunido aquí, y en las cuales he seguido aproximadamente el orden siguiente…
336. ¿No es suficiente que se produzcan milagros en un lugar y que la Providencia se manifieste en un pueblo?
337. Repróchese a Mitón el que no se mueva cuando Dios se acerca a él.
338. Esas gentes carecen de corazón; de entre ellas no puede salir un amigo.
339. ¡Ser insensible y desdeñar las cosas que más nos interesan y hacerse insensible para lo que nos interesa por encima de todo!
340. La sensibilidad del hombre para las cosas pequeñas y su insensibilidad para las grandes es indicio de una gran inversión en el juicio.
341. Imaginemos a una multitud de hombres encadenados y todos condenados a muerte, algunos de los cuales son degollados cada día delante de los otros; los supervivientes ven lo que les espera en lo sucedido a sus compañeros y se miran entre sí con dolor y sin esperanza, esperando que les llegue el turno. Tal es la imagen de la condición humana.
342. Un hombre en una mazmorra, ignorando si se le ha sentenciado, sin disponer más que de una hora para saberlo, pero esta hora basta, en caso de una sentencia de muerte, para hacerla revocar; nada más antinatural que dedique esta hora, no a informarse acerca de la sentencia, sino a jugar a los cientos. Por tanto, es sobrenatural que el hombre, etc. Todo el peso de la mano de Dios cae sobre él.
Por tanto, no sólo prueba la existencia de Dios el celo de los que le buscan, sino que también lo prueba la ceguera de los que no le buscan.
343. Fascinado nugacitatis.[54] A fin de que la pasión no nos domine, vivamos como si sólo nos quedaran ocho días de vida.
344. Si hay que dar ocho días, hay que dar la vida entera.
345. Un heredero encuentra los títulos de propiedad de su casa. ¿Acaso dirá: «¿Y sin son falsos?», dejando por eso de examinarlos?
346. Mazmorra. Me parece bien que no se profundice en la opinión de Copérnico, ¡pero esto! ¡Importa tanto para toda la vida saber si el alma es mortal o inmortal!
347. Es indudable que el hecho de que el alma sea mortal o inmortal ha de decidir una diferencia completa en la moral. Y sin embargo los filósofos han orientado su moral independientemente de eso: deliberan sobre cómo pasar una hora.
Platón, para predisponer al cristianismo.
348. Falsedad de los filósofos que no discutían la inmortalidad del alma. Falsedad de su dilema en Montaigne (II, 12).
349. Del infierno o del cielo sólo nos separa la vida, que es lo más frágil que hay en el mundo.
350. Derramamiento. Es horrible sentir cómo se derrama todo lo que se posee.
351. Extraño antojo el de descansar en la compañía de nuestros semejantes: desventurados como nosotros, impotentes como nosotros, no nos ayudarán; cada cual morirá solo. Por tanto hay que hacer como si estuviéramos solos; y entonces ¿acaso se construirían soberbias mansiones, etcétera? Se buscaría la verdad sin vacilar; y si nos negamos, demostramos estimar más la estima de los hombres que la búsqueda de la verdad.
352. Objeción de los ateos: «Pero no tenemos ninguna luz».
353. Orden por diálogos. «¿Qué debo hacer? Sólo veo oscuridad en todas partes. ¿Creeré que no soy nada? ¿Creeré que soy Dios?».
«Todas las cosas cambian y se suceden». Os engañáis, hay…
354. Los ateos deben decir cosas completamente claras; ahora bien, no es completamente claro que el alma sea material.
355. ¿Qué es lo que siente placer en nosotros? ¿Es la mano? ¿O el brazo? ¿Acaso la carne? ¿La sangre? Comprobaremos que es forzoso que sea algo inmaterial.
356. Inmaterialidad del alma. Los filósofos que han domado sus pasiones, ¿sobre qué materia operaron?
357. Ateos. ¿Qué razón tienen para decir que no es posible resucitar? ¿Qué es más difícil, nacer o resucitar, que lo que nunca ha sido sea, o que lo que ha sido vuelva a ser? ¿Es más difícil empezar a ser que volver a ser? La costumbre hace que nos parezca fácil nacer, la falta de costumbre hace considerar imposible resucitar; una manera muy popular de enjuiciar las cosas.
¿Por qué una virgen no puede dar a luz? ¿Acaso una gallina no pone huevos sin ayuda del gallo? ¿Qué los distingue de los otros? ¿Y qué nos dice que la gallina no puede formar este germen lo mismo que el gallo?
358. ¿Qué pueden decir contra la resurrección y contra el parto de una virgen? ¿Que es más difícil producir un hombre o un animal que reproducirlo? Y si nunca hubiesen visto una especie de animales, ¿podrían adivinar si se reproducen sin la compañía de unos con otros?
359. Cómo dio estas necedades, no creer en la Eucaristía, etc. Si el Evangelio es verdadero, si Jesucristo es Dios, ¿qué dificultad hay en ello?
360. Ateísmo, falta de fuerza de espíritu, pero sólo hasta cierto punto.
361. Los impíos, que aseguran seguir la razón, deben ser prodigiosamente fuertes en razón. ¿Y qué dicen? «¿Acaso no vemos», dicen, «morir y vivir a los animales lo mismo que los hombres, y los turcos lo mismo que los cristianos? Tienen sus ceremonias, sus profetas, sus doctores, sus santos, sus religiosos, como nosotros, etc». ¿Y eso es contrario a la Escritura? ¿Acaso no dice precisamente esto?
Si no os interesa mucho conocer la verdad, eso basta para dejaros en paz. Pero si deseáis con todo vuestro corazón conocerla, no basta: reparad en los pormenores. Ello bastaría para una discusión filosófica; ¡pero en este asunto nos lo jugamos todo! Y sin embargo, después de una ligera reflexión de este género, nos distraeremos, etc. Informaos acerca de esta religión, aunque no explique esta oscuridad; tal vez nos la aclare.
362. «¿Pero acaso no decís que el cielo y las aves demuestran la existencia de Dios?». No. «¿Y no lo dice vuestra religión?». No. Porque aunque ello sea verdad en cierto sentido, para algunas almas a las que Dios da esta luz, es falso respecto a la mayoría.
363. Unusquisque sibi Deum fingit.[55] El hastío.
364. No hay más que tres clases de personas: las que sirven a Dios después de haberle encontrado; las que se esfuerzan por buscarle porque no le han encontrado; y las que viven sin buscarle y sin haberle encontrado. Los primeros son razonables y felices; los últimos son insensatos y desventurados; los de en medio son desventurados y razonables.