Las facultades engañosas
1. LOS SENTIDOS Y LA MEMORIA
92. El hombre está hecho, pues, de un modo tal que no posee ningún principio justo de lo verdadero y sí en cambio varios excelentes de lo falso. Veamos ahora cuántos son. Pero la razón más poderosa de sus errores es la guerra que existe entre los sentidos y la razón.
Hay que empezar por ahí el capítulo de las facultades engañosas.
El hombre no es más que un ser lleno de error, natural e imborrable sin la gracia. Nada le muestra la verdad. Todo le equivoca. Estos dos principios de verdades, la razón y los sentidos, aparte de que cada uno de ellos carece de sinceridad, se engañan recíprocamente. Los sentidos engañan a la razón por medio de falsas apariencias; y este mismo engaño que aportan al alma lo reciben de ella a su vez, y así se desquita. Las pasiones del alma turban los sentidos y les hacen concebir impresiones falsas. Mienten y se engañan abundantemente.
Pero además de estos errores que se producen por accidente y por la falta de acuerdo entre esas facultades heterogéneas…
93. Cuando queremos corregir con provecho y demostrar a otro que se engaña, hay que observar por qué lado observa la cosa, porque de ordinario desde ese lado es verdadera, y reconocerle esta verdad, aunque descubriéndole el lado por la que es falsa. Así se le contenta, porque comprueba que no se engañaba, y que sólo le faltaba ver todos los lados; nadie se enoja por no verlo todo, pero nadie quiere haberse engañado; y quizá ello se debe a que naturalmente el hombre no puede verlo todo y que naturalmente no puede engañarse por el lado en que ve una cosa, cuando lo que captan los sentidos es siempre verdadero.
94. Cuando se dice que el calor no es más que el movimiento de unos glóbulos, y la luz el conatus recedendi[18] que sentimos, ello nos sorprende. ¿Cómo es eso? ¿Es posible que el placer no sea más que la danza de los espíritus? ¡Nos habíamos hecho de él una idea tan distinta! ¡Y estas opiniones nos parecen tan alejadas de aquellas otras que decimos ser las mismas que aquellas con las que las comparamos! La sensación del fuego, ese calor que nos afecta de una manera tan distinta a la del tacto, la captación del sonido y de la luz, todo eso nos parece misterioso, y sin embargo es tan grosero como una pedrada. Es cierto que la pequeñez de los espíritus que entran en los poros afecta a otros nervios, pero no deja de tratarse de unos nervios tocados.
95. La mente de ese soberano juez del mundo no es tan independiente que no pueda verse turbada por cualquier ruido que se haga a su alrededor. No necesita un cañonazo para interrumpir sus pensamientos; basta con el chirriar de una veleta o de una polea. Que nadie se extrañe si ahora no razona bien: una mosca zumba junto a su oído; ello basta para hacerle incapaz de ordenar sus ideas. Si queréis que pueda encontrar la verdad, alejad a ese animal que tiene en jaque a su razón y turba esta poderosa inteligencia que gobierna las ciudades y los reinos. ¡Qué dios más grotesco! O ridicolissimo eroe![19]
96. El poder de las moscas; ganan batallas, impiden actuar a nuestra alma, comen nuestro cuerpo.
97. La memoria es necesaria para todas las operaciones de la razón.
98. El azar da los pensamientos y el azar nos los arrebata; no hay artificio que pueda conservarlos o adquirirlos.
Se me ha olvidado un pensamiento que quería escribir; lo que hago es escribir que se me olvidó.
99. Cuando era pequeño apretaba mi libro; y como a veces me equivocaba creyendo llevarlo bien apretado, desconfiaba…
100. Al poner por escrito mi pensamiento a veces se me olvida; pero ello me hace recordar mi debilidad, que olvido continuamente; lo cual me instruye tanto como el olvidado pensamiento, porque yo sólo tiendo a conocer mi nada.
101. ¿A qué se debe que un cojo no nos irrite y que alguien que razone claudicantemente sí nos irrite? Porque un cojo reconoce que andamos bien, mientras que quien razona cojeando de juicio asegura que somos nosotros los que cojeamos; de no ser por eso, sentiríamos compasión en vez de cólera.
Epicteto pregunta con mucha más energía: «¿Por qué no nos enojamos si se nos dice que nos duele la cabeza y en cambio nos enojamos cuando nos dicen que razonamos mal o que elegimos mal?». La causa de ello es que estamos completamente seguros de que no nos duele la cabeza y de que no somos cojos; pero no estamos tan seguros de elegir lo verdadero. De tal forma que, como fundamos toda nuestra certeza en el hecho de lo que vemos plenamente, cuando otro ve plenamente lo contrario, nos deja suspensos y nos sorprende, y aún más cuando otros mil se mofan de lo que hemos visto; puesto que hay que preferir nuestras luces a las de otros muchos, y ello es audaz y difícil. Nunca se produce esta contradicción de los sentidos respecto a un cojo.
102. El hombre está hecho de tal modo que a fuerza de decirle que es un necio se lo cree; y a fuerza de decírselo a sí mismo, uno acaba por creérselo. Porque el hombre es el único que entabla una conversación interior, y es importante que sepa llevarla: Corrumpunt mores bonos colloquia prava.[20] Hay que guardar silencio en la medida en que se pueda, o no hablarse a uno mismo más que de Dios, que sabemos es la verdad; y así uno se convence de ella a sí mismo.
103. El espíritu cree naturalmente, y la voluntad ama naturalmente; de modo que, a falta de verdaderos objetos, tienen que dedicarse a los falsos.
2. LA IMAGINACIÓN
104. Imaginación. Es esta parte dominante en el hombre, esta maestra de error y de falsedad, y es tanto más peligrosa porque no siempre es así; puesto que sería regla infalible de verdad si lo fuese infalible de mentira. Pero aunque suele ser falsa, no da ningún indicio de serlo, ofreciendo las mismas señales para lo verdadero y para lo falso.
No hablo de los locos, hablo de los más cuerdos; y entre éstos la imaginación tiene todos los medios de persuadir a los hombres. Por mucho que proteste la razón, no consigue imponerse.
Esta soberbia facultad, enemiga de la razón, que se complace en señorearla, ha establecido en el hombre una segunda naturaleza. Tiene sus dichosos y desdichados, sus sanos, sus enfermos, sus ricos, sus pobres; hace creer, dudar, negar la razón; suspende los sentidos, los hace sentir; tiene sus locos y sus cuerdos; y nada nos alarma más que ver que llena a sus huéspedes de una satisfacción mucho más rotunda y completa que la razón. Los poseídos por la imaginación se gustan mucho más a sí mismos de lo que los prudentes pueden razonablemente gustarse. Miran a los demás por encima del hombro; discuten con atrevimiento y seguridad; los demás, con temor y recelo; y la alegre expresión de su rostro a menudo les hace parecer superiores ante los oyentes, hasta tal punto los sabios imaginarios gozan de favor ante jueces de su misma naturaleza. No puede devolver la cordura a los locos; pero les hace felices, a diferencia de la razón que sólo puede hacer desgraciados a sus amigos, porque una los cubre de gloria y la otra de vergüenza.
¿Quién dispensa la reputación? ¿Quién da el respeto y la veneración a las personas, a las obras, a las leyes, a los grandes, sino esa facultad imaginadora? ¡Qué insuficientes son todas las riquezas de la tierra sin su consentimiento!
¿No diríais que ese magistrado, cuya ancianidad venerable impone respeto a todo un pueblo, se rige por una razón pura y sublime, y que juzga las cosas según su naturaleza sin prestar atención a las vanas circunstancias que sólo afectan la imaginación de los débiles? Vedle cómo va a oír un sermón, con un celo devotísimo, reforzando la solidez de su razón con el ardor de la caridad. Ya le tenemos dispuesto a escuchar con un ejemplar respeto. Cuando aparece el predicador, si la naturaleza le ha dotado de una voz ronca y de una cara extraña, si su barbero le ha afeitado mal y si para colmo el azar le ha tiznado aquí y allá, por muy grandes verdades que anuncie apuesto por la pérdida de la gravedad de nuestro senador.
El mayor filósofo del mundo, puesto sobre un tablón más ancho de lo que se necesita, si tiene debajo un precipicio, aunque su razón le convenza de que está seguro, su imaginación se impondrá. No pocos serían incapaces de pensar en ello sin palidecer y sudar.
No me propongo tratar de todos sus efectos.
¿Quién ignora que la visión de gatos, ratas, el hecho de aplastar un pedazo de carbón, etc., saca de quicio a la razón? El tono de la voz impresiona a los más sabios, y cambia la fuerza de un discurso y un poema.
El afecto o el odio cambian la cara de la justicia. ¿Quién no sabe que un abogado bien pagado por anticipado encuentra más justa la causa por la que aboga? ¿Y que su ademán decidido haga que parezca mejor a los jueces, que se dejan engañar por esta apariencia? ¡Extraña razón que está a merced del viento!
Podría hablar de casi todas las acciones de los hombres, que casi no se mueven más que por sus sacudidas. Puesto que la razón se ha visto obligada a ceder, y el más juicioso acaba tomando por sus principios aquellos que la imaginación de los hombres ha introducido a la ligera en cada lugar.
Quien sólo quisiera seguir la razón sería loco a los ojos de la mayor parte del mundo. Porque tal ha sido su gusto, tiene que trabajar todos los días para bienes reconocidos como imaginarios; y cuando el sueño nos ha aliviado de las fatigas de nuestra razón, hay que levantarse en seguida con sobresalto para correr detrás de los humos y sufrir las impresiones de esta dueña del mundo. Éste es uno de los principios de error, pero no es el único. El hombre ha hecho bien en aliar estas dos facultades, aunque en tal paz la imaginación lleve con mucho la ventaja; pues en la guerra su ventaja es aún mucho mayor: la razón nunca vence por completo a la imaginación, mientras que la imaginación desaloja a menudo por completo a la razón de su sitio.
Nuestros magistrados conocen bien este misterio. Sus togas rojas, los armiños con los que se envuelven como peludísimos gatos, los palacios donde dictan sentencia, las flores de lis, todo ese aparato augusto era muy necesario; y si los médicos no usaran ropas talares y chinelas, y los doctores gorros cuadrados y vestiduras demasiado amplias en cuatro partes, nunca hubiesen engañado a las gentes, incapaces de resistir a un espectáculo así. Si fueran verdaderamente justos y si los médicos conociesen el verdadero arte de curar, no hubiesen necesitado para nada las birretas; la majestad de estas ciencias sería suficientemente venerable por sí misma. Pero al no poseer más que ciencias imaginarias, tienen que hacer gala de esos vanos instrumentos que impresionan la imaginación; y así es como se ganan el respeto. Sólo los guerreros no se disfrazan de esta manera, porque de hecho lo que hacen es más sustancial, se imponen por la fuerza, mientras que los otros necesitan el artificio.
Éste es el motivo de que nuestros reyes no hayan sido amigos de tales disfraces. No se visten con ropas extraordinarias para parecer reyes; pero se hacen acompañar por guardias y ballesteros. Estas tropas armadas cuyo único fin es protegerlos, las trompetas y tambores que les preceden, y esas legiones que les rodean hacen temblar a los más templados. No sólo se trata aquí de la vestimenta, tienen también la fuerza. Se necesitaría una razón muy firme para ver como a un hombre cualquiera al Gran Señor, rodeado en su soberbio serrallo por cuarenta mil jenízaros.
No podemos ni ver a un abogado con ropa talar y birreta sin formarnos una opinión favorable de sus conocimientos.
La imaginación dispone de todo; hace la belleza, la justicia y la felicidad, que lo es todo en el mundo. Me gustaría tanto ver el libro italiano, del que sólo conozco el título, pero que vale por sí mismo muchos libros: Della opinione regina del mondo.[21] Le doy la razón sin conocerlo, salvo en el mal, si lo contiene.
Éstos son poco más o menos los efectos de esta facultad engañosa que parece que se nos dio ex profeso para inducirnos a un error necesario. Pero tenemos otras muchas maneras de equivocamos.
Las impresiones antiguas no son las únicas capaces de engañamos: los encantos de la novedad poseen el mismo poder. De ahí proceden todas las disputas de los hombres, que se reprochan bien seguir las falsas impresiones de la niñez, bien precipitarse temerariamente hacia las nuevas. ¿Quién ocupa el justo término medio? Que se muestre y que nos lo pruebe. No existe principio, por natural que pueda ser, incluso desde la niñez, que no se haga pasar por una falsa impresión, ya sea de la instrucción, ya de los sentidos.
«Porque», dicen, «si habéis creído desde niños que un arcón estaba vacío cuando no veíais nada en él, por esta razón habéis creído posible el vacío. Es una ilusión de vuestros sentidos robustecida por la costumbre y que la ciencia tiene que corregir». Y los otros dicen: «Como en la escuela os dijeron que no existía el vacío, corrompieron vuestro sentido común, que lo comprendía con toda claridad antes de esta falsa impresión que es necesario corregir devolviéndoos a vuestra naturaleza primera». ¿Qué fue lo que engañó? ¿Los sentidos o lo que nos enseñaron?
Aún tenemos otro principio de error, las enfermedades. Que nos estropean el juicio y los sentidos; y si las grandes lo alteran sensiblemente, no me cabe duda de que las pequeñas causan también su impresión de modo proporcional.
Nuestro propio interés es además un prodigioso instrumento para cegamos placenteramente. Al hombre más equitativo del mundo no se le permite ser juez en su propia causa; y conozco a algunos que para no caer en este amor propio han sido los más injustos del mundo de manera sesgada: un medio seguro de perder un pleito completamente justo es hacerlo recomendar por sus parientes próximos.
La justicia y la verdad son dos puntas tan finas que nuestros instrumentos son demasiado romos para poderlas tocar con precisión. Si lo consiguen, aplastan la punta y se apoyan a su alrededor más en lo falso que en lo verdadero.
105. Nae iste magno conatu magnas nugas dixerit.[22]
106. Quasi quidquam infelicius sit homine cui sua figmenta dominantur.[23] Plinio.
107. Nuestra imaginación nos agranda tanto el tiempo presente a fuerza de pensar continuamente en él, y mengua tanto la eternidad, a falta de pensar en ella, que vemos la eternidad como la nada y hacemos de la nada una eternidad; y todo ello tiene raíces tan fuertes en nosotros, que toda nuestra razón no puede evitárnoslo…
108. La imaginación agranda los pequeños objetos hasta llenar con ellos nuestra alma, haciendo que los apreciemos de una manera extravagante; y, con una insolencia temeraria, mengua los grandes hasta hacerlos a su medida, como cuando habla de Dios.
109. Las cosas a las que damos más importancia, como el ocultar nuestro escaso bien, a menudo no son casi nada. Son una nada que nuestra imaginación agranda hasta convertirla en una montaña. En otro momento la imaginación permite que lo descubramos sin dificultad.
110. Mi fantasía me hace detestar al que habla como si graznase y al que resopla comiendo. La fantasía puede mucho. ¿Qué beneficio obtendremos de ella? ¿Seguiremos sus indicaciones porque es natural? No; el de que no opondremos resistencia.
111. Los niños que se asustan de la cara que han pintarrajeado son niños. Pero ¿cómo conseguir que lo que es tan débil siendo niños sea muy fuerte años después? Lo único que se hace es cambiar de fantasía. Todo lo que se perfecciona por medio del progreso perece también por medio del progreso. Todo lo que ha sido débil no puede ser nunca absolutamente fuerte. Por mucho que digan: Ha crecido, ha cambiado; sí, pero también es el mismo.
112. El tiempo sana los dolores y las disputas porque se cambia, ya no se es la misma persona. Ni el ofensor ni el ofendido son ya los mismos. Es como un pueblo al que se ha soliviantado y al que se vuelve a ver dos generaciones más tarde. Siguen siendo los franceses, pero no los mismos.
113. Ya no ama a aquella mujer a la que amaba hace diez años. Lo creo, porque ya no es la misma, ni él tampoco. Él era joven y ella también; ella es muy distinta. Él quizá la amaría aún tal como era entonces.
114. No sólo contemplamos las cosas por otro lado, sino además con otros ojos; no hay peligro de que nos parezcan iguales.
115. Dos caras parecidas, ninguna de las cuales hace reír por separado, provocan la risa juntas por su semejanza.
116. ¡Qué bobada que la pintura suscite la admiración por su parecido con cosas que al natural no admiran en modo alguno!
3. LA COSTUMBRE
117. Quod crebro videt non miratur, etiamsi cur fiat nescit: quod ante non viderit, id, si evenerit, ostentum esse censet.[24] Cicerón.
118. Spongia solis.[25] Cuando vemos que un efecto se repite una y otra vez sacamos la conclusión de que se trata de una necesidad natural como que mañana amanecerá, etc. Pero a menudo la naturaleza nos desmiente y no se sujeta a sus propias reglas.
119. ¿Qué son nuestros principios naturales sino nuestros principios acostumbrados, y en los niños los que han recibido de la costumbre de sus padres, como en los animales la caza?
Una costumbre diferente nos dará otros principios naturales, ello se comprueba por la experiencia; y aunque los hay imborrables para la costumbre, también los hay de la costumbre contra la naturaleza, imborrables para la naturaleza y a una segunda costumbre. Ello depende de la disposición.
120. Los padres temen que el amor natural de los hijos se borre. ¿Cuál es, pues, esta naturaleza que puede borrarse? La costumbre es una segunda naturaleza que destruye la primera. Pero ¿qué es una naturaleza? ¿Por qué la costumbre no es natural? Mucho me temo que esta naturaleza no sea más que una primera costumbre, como la costumbre es una segunda naturaleza.
121. La naturaleza del hombre es completamente natural, omne animal[26]
No hay nada que no se haga natural; no hay nada natural que no se haga perder.
122. La memoria, la alegría son sentimientos; y hasta las proposiciones geométricas se convierten en sentimientos, porque la razón hace naturales los sentimientos y los sentimientos naturales se borran por obra de la razón.
123. Cuando se está acostumbrando a servirse de malas razones para demostrar efectos de la naturaleza, ya no se quiere aceptar las buenas cuando se descubren. El ejemplo que se da fue la circulación de la sangre para explicar por qué la vena se hincha debajo de la ligadura.
124. La idea preconcebida induce al error. Es deplorable ver cómo todos los hombres sólo piensan en los medios y no en el fin. Todos piensan en lo que harán dentro de su situación social; pero es el azar quien se encarga de darnos la situación social y la patria.
Es lamentable ver cómo tantos turcos, herejes e infieles siguen lo que aprendieron de sus padres por la única razón de que desde niños les convencieron de que esto es lo mejor.
Y eso es lo que decide también que cada uno de nosotros sea cerrajero, soldado, etc.
Por eso los salvajes no sirven para nada en la Provenza.[27]
125. Pensamientos. Todo es uno, todo es diverso. ¡Cuántas naturalezas en la del hombre! ¡Cuántos oficios! ¡Y por obra de cuántos azares! De ordinario cada cual sigue el oficio del cual ha oído hablar bien. Tacón bien hecho.
126. Tacón de zapato. «¡Oh, qué bien hecho está! ¡He ahí a un artesano muy hábil! ¡Qué valiente es este soldado!». Éste es el origen de nuestras inclinaciones y de que elijamos uno u otro quehacer. «¡Qué bien bebe éste! ¡Qué poco bebe aquél!». Esto es lo que hace a las gentes sobrias o borrachas, soldados, cobardes, etc.
127. Lo más importante en toda la vida es la elección del oficio, y está en manos del azar. La costumbre hace los albañiles, soldados, pizarreros. «Es un excelente pizarrero», dicen; y al hablar de los soldados: «¡Qué locos son!», dicen; y los otros por el contrario: «No hay nada mejor que la guerra; el resto de los hombres son unos infelices». A fuerza de oír elogiar en la infancia estos oficios, y menospreciar todos los demás, se elige; porque naturalmente se ama el ánimo esforzado y se odia la necedad; estas mismas palabras decidirán: sólo nos equivocamos en la aplicación. La fuerza de la costumbre es tan grande que de aquellos a quienes la naturaleza sólo hizo hombres salen todas las clases de vida de los hombres; porque hay países en donde todos son albañiles y otros en que todos son soldados, etc. O sea que es la costumbre la que decide eso, porque violenta la naturaleza; y a veces la naturaleza es más fuerte, y mantiene al hombre en su instinto a pesar de toda costumbre, buena o mala.
128. La naturaleza recomienza siempre las mismas cosas, los años, los días, las horas; lo mismo en cuanto a los espacios, y los números están juntos uno tras otro. Así se forma una especie de infinito y de eterno. No porque nada de todo eso sea infinito y eterno, sino porque estos seres limitados se multiplican infinitamente. Por eso a mi entender sólo el número que los multiplica es infinito.
129. Aptitud principal, que rige todas las demás.
4. EL AMOR PROPIO
130. La naturaleza del amor propio y de este yo humano consiste en no amarse más que a sí mismo y en no pensar más que en sí mismo. Pero ¿qué va a hacer? No puede impedir que ese objeto que ama esté lleno de defectos y de miserias: quiere ser grande y se ve pequeño; quiere ser feliz y se ve desdichado; quiere ser perfecto y se ve lleno de imperfecciones; quiere ser objeto de amor y de estima por parte de los hombres y ve que sus defectos sólo merecen su aversión y su desdén. Esta confusión en la que se encuentra origina en él el sentimiento más injusto y criminal que es posible imaginar; porque concibe un odio mortal por esta verdad que le contradice y que le convence de sus defectos. Desearía aniquilarla, y al no poder destruirla en sí misma, la destruye en la medida en que puede en su conocimiento y en el de los demás, es decir, que pone todo su empeño en ocultar sus debilidades a los otros y a sí mismo, y no puede tolerar que se los hagan ver ni verlos.
Sin duda es un mal estar lleno de defectos; pero aún es un mal mayor estar lleno de ellos y no querer admitirlo, porque así añadimos a los demás el de un engaño voluntario. No queremos que los otros nos engañen; no consideramos justo que quieran ser más apreciados por nosotros de lo que merecen; y en consecuencia tampoco es justo que les engañemos y que queramos que nos estimen más de lo que merecemos.
Así, cuando sólo descubren imperfecciones y vicios que en efecto tenemos, es evidente que no nos hacen ninguna injusticia, ya que la culpa no es de ellos, y que nos hacen un bien, ayudándonos a librarnos de un mal, que es la ignorancia de estas imperfecciones. No debemos enojarnos porque los conozcan y que por ello nos menosprecien, dado que es justo que nos conozcan tal como somos y que nos menosprecien si somos menospreciables.
Éstos serían los sentimientos que nacerían en un corazón que estuviese lleno de equidad y de justicia. ¿Qué debemos, pues, decir del nuestro al advertir en él una disposición completamente contraria? Porque, ¿acaso no es cierto que odiamos la verdad y a los que nos la dicen y que preferimos que se engañen en beneficio nuestro y que queremos ser apreciados por ellos haciéndoles creer que somos como no somos en realidad?
Es ésta una prueba que me inspira horror. La religión católica no obliga a descubrir los pecados a todo el mundo: admite que permanezcan ocultos a todos los demás hombres; pero exceptúa a uno solo, a quien ordena que se descubra el fondo de los corazones y a quien todos nos presentemos tal como somos. Solamente a este hombre nos ordena desengañar, y le obliga a un secreto inviolable, que hace que este conocimiento esté en él como si no estuviera. ¿Puede imaginarse algo más caritativo y benigno? Y sin embargo la corrupción del hombre es tal que esta ley aún le parece dura; y ésta es una de las principales razones que hizo que se rebelara contra la Iglesia una gran parte de Europa.
¡Qué injusto y desatentado es el corazón del hombre que proteste porque se le obligue a hacer con un hombre lo que en cierto modo sería justo que hiciese con todos los hombres! Pues ¿es acaso justo que les engañemos?
Existen diferentes grados en esta aversión por la verdad; pero podemos decir que en mayor o menor grado está en todos, porque es inseparable del amor propio. Es esa mala blandura que obliga a los que se ven en la necesidad de reprender a los otros a dar tantos rodeos y a tener tantas consideraciones para evitar su ira. Tienen que amenguar nuestros defectos, aparentar que los disculpan, mezclar elogios y expresiones de afecto y de estima. A pesar de todo, esta medicina no deja de ser amarga para el amor propio. Tomamos la menor cantidad posible, y siempre con repugnancia, y a menudo incluso con un oculto rencor por aquellos que nos la administran.
Por eso ocurre que, si tienen algún interés en que les amemos, se guardan mucho de prestamos un servicio que saben es desagradable; nos tratan tal como queremos que nos traten: odiamos la verdad y nos la ocultan; queremos que nos adulen y nos adulan; nos gusta ser engañados y nos engañan.
De ahí que, a cada escalón que nos eleva en el mundo nos vamos alejando cada vez más de la verdad, porque nadie quiere irritar a aquellos cuyo afecto es más útil y cuya aversión resulta más peligrosa. Un soberano puede ser la comidilla de toda Europa, y él ser el único en no enterarse. No me extraña nada: decir la verdad es útil a quien se la decimos, pero perjudica a quienes la dicen, porque se hacen odiosos. Ahora bien, los que viven con los soberanos prefieren sus intereses a los del soberano a quien sirven; y así se abstienen de prestarle un servicio que iba a ocasionarles un perjuicio a ellos.
Esta calamidad es sin duda mayor y más frecuente cuanto más encumbrada está la persona; pero los menos encumbrados tampoco se libran de ella, porque siempre hay algún motivo de interés que nos mueve a hacemos estimar por los hombres. Por eso la vida humana no es más que una ilusión perpetua; todo es engaño mutuo y adulación recíproca. Nadie habla de nosotros en nuestra presencia del mismo modo que habla cuando estamos ausentes. La unión que se da entre los hombres sólo está fundada en este fraude mutuo; y pocas amistades subsistirían si cada cual supiese lo que su amigo dice de él cuando no está presente, aunque hable entonces sinceramente y sin apasionamiento.
El hombre no es, pues, más que disfraz, mentira e hipocresía, tanto en sí mismo como respecto a los demás. No quiere que se le diga la verdad y evita decirla a los otros; y todas esas disposiciones, tan alejadas de la justicia y de la razón, tienen en su corazón una raíz natural.
131. Doy por seguro que si todos los hombres supieran lo que dicen unos de otros no habría ni cuatro amigos en el mundo. Ello resulta evidente por las disputas que causan las indiscreciones.
132. Epigramas de Marcial. El hombre gusta de la malignidad; pero no contra los tuertos o los infortunados, sino contra los dichosos soberbios. Nos engañamos de otro modo.
Porque la concupiscencia es el origen de todos nuestros impulsos, y la humanidad también.
Hay que agradar a los que tienen sentimientos humanos y afectuosos.
133. Compadecer a los desventurados no va contra la concupiscencia. Al contrario, nos complace tener que dar ese testimonio de amistad y atraerse la reputación de que somos humanos sin dar nada.
134. Todos los hombres se odian naturalmente entre sí. Se han servido de la mejor manera posible de la concupiscencia para ponerla al servicio del bien público; pero eso no es más que disimulo, y además dar una falsa imagen de la caridad; porque en el fondo no hay más que odio.
135. En la concupiscencia se han fundado normas admirables de legislación moral y justicia; pero en el fondo, ese fondo maligno del hombre, ese figmentum malum,[28] sólo está encubierto, no se le ha desarraigado.
136. El yo es digno de odio; vos, Mitón, lo encubrís sin eliminarlo; luego seguís siendo digno de odio. —No, porque al obrar, tal como hacemos, siendo amables con todo el mundo, ya no hay motivo para que nos odien—. Ello sería verdad si en el yo sólo se odiase el desagrado que nos causa. Pero si lo odio porque es injusto, porque se ha convertido en el centro de todo, seguiré odiándolo.
En resumen, el yo tiene dos características: es injusto en sí mismo porque se convierte en el centro de todo; es incómodo para los demás porque quiere avasallarlos; dado que cada yo es el enemigo y aspira a ser el tirano de todos los demás. Podemos eliminar la incomodidad, pero no la injusticia; y de ese modo no se hace más atractivo para los que odian la injusticia: sólo lo haremos más grato para los injustos, que ya no verán en él a su enemigo, y de este modo seguimos siendo injustos y sólo podemos agradar a los injustos.
137. Injusticia. No han encontrado otro medio de satisfacer su concupiscencia sin perjudicar a los demás.
138. ¡Qué aberración del entendimiento la que hace suponer a todos que están por encima del resto del mundo, y que prefieren su propio bien y la duración de su dicha y de su vida a la de todo el resto del mundo!
139. Cada cual es un todo en sí mismo, porque una vez muerto el todo muere para él. De ahí que cada cual crea serlo todo para todos. No hay que juzgar a la naturaleza según nosotros, sino según ella.
5. EL ORGULLO Y EL ESPÍRITU DE VANIDAD
140. Existen vicios que sólo tenemos por otras personas, y que, al arrancar el tronco, desaparecen como si fueran sus ramas.
141. Cuando la malignidad tiene de su parte a la razón, se muestra orgullosa, y despliega la razón en todo su esplendor.
Cuando la austeridad o una elección rigurosa no ha alcanzado el verdadero bien, y hay que volver a seguir la naturaleza, ésta con tal retorno se hace orgullosa. *
142. La injusticia. Que la presunción se junte a la bajeza, es una enorme injusticia.
143. Contradicción. Orgullo contrapesando todas las bajezas: u oculta sus bajezas o, si las descubre, se jacta del hecho de conocerlas.
144. El orgullo contrapesa y se impone a todas las bajezas. Es éste un extraño monstruo y un extravío muy visible. Veámoslo caído de su lugar; lo busca con inquietud: y esto es lo que hacen todos los hombres; veamos quién lo encuentra.
145. No nos contentamos con la vida que tenemos en nosotros y en nuestro propio ser: nos empeñamos en vivir en la mente de los demás con una vida imaginaria, y por eso nos esforzamos en aparentar. Trabajamos incesantemente en embellecer y conservar nuestro ser imaginario, y descuidamos al verdadero. Y si somos serenos, generosos o fieles, nos apresuramos a hacerlo saber, para que estas virtudes se añadan a nuestro otro ser, e incluso llegaríamos a arrancarlas de nosotros para que no faltasen en la idea que los demás se forman; seríamos cobardes de buen grado para adquirir la reputación de ser valiente. Terrible indicio de la nada de nuestro propio ser el de que no nos consideremos satisfechos con el uno sin el otro, cambiando a menudo el uno por el otro. Porque aquel que no muriese para salvar su honor sería juzgado como infame.
146. Orgullo. Curiosidad es solamente vanidad. La mayoría de las veces sólo se quiere saber para hablar de ello; de no ser así, no se viajaría por mar para jamás hablar del viaje y por el único placer de ver, sin la menor esperanza de contárselo luego a alguien.
147. Cuando se ignora la verdad de una cosa, es bueno que haya un error común que orienta la mente de los hombres, como, por ejemplo, la luna, a la que se atribuye el cambio de las estaciones, la evolución de las enfermedades, etcétera; porque la enfermedad principal del hombre es la curiosidad inquieta por las cosas que no puede saber; y es menos malo permanecer en el error que ser víctima de esa curiosidad inútil.
148. Las buenas acciones escondidas son las más dignas de aprecio. Cuando leo alguna de ellas en la historia, como en la página 184,[29] me agradan mucho. Aunque no estuvieran tan escondidas, puesto que han acabado por saberse; y aunque se hiciese todo lo posible para ocultarlas, el resquicio por el cual han terminado por divulgarse lo estropea todo; porque lo más hermoso es haberlas querido ocultar.
149. La gloria. La admiración lo estropea todo desde la niñez: ¡Oh, qué bien dicho está! ¡Oh, qué bien lo ha hecho! ¡Qué juicioso es!, etc.
Los niños de Port-Royal, a los que se aguija con esa emulación y esta gloria, caen en la indiferencia.
150. Sobre el deseo de ser estimado por aquellos con los que se vive. El orgullo nos domina de un modo tan natural en medio de nuestras bajezas, errores, etc. Hasta la vida perdemos alegremente, con tal de que se hable de ello.
Vanidad: juego, caza, visitas, comedias, falsa perpetuidad del apellido.
151. Somos tan presuntuosos que quisiéramos que nos conociese toda la tierra, e incluso los que vivan cuando nosotros ya hayamos muerto; y somos tan vanidosos que la estima de cinco o seis personas que nos rodean nos halaga y nos satisface.
152. No nos preocupa ser apreciados en las ciudades por las que pasamos. Pero cuando tenemos que vivir allí cierto tiempo, empieza a preocupamos. ¿Cuánto tiempo basta? Un tiempo proporcionado a nuestra duración vana y mezquina.
153. La vanidad está tan anclada en el corazón del hombre que un soldado, un aprendiz de albañil, un cocinero, un mozo de cordel se jacta y quiere tener sus admiradores; y hasta los mismos filósofos los desean; y los que escriben contra la vanidad aspiran a la gloria de haber escrito bien; y los que les leen quieren tener la gloria de haberles leído; y yo, que escribo esto, tal vez sienta también el mismo deseo; y acaso los que me lean…
154. Oficios. La gloria es tan dulce que, sea cual fuere el objeto al que se une, aunque sea la muerte, lo amamos.
155. Ferox gens nullam esse vitam sine armis rati.[30] Gloria. Prefieren la muerte a la paz; los otros prefieren la muerte a la guerra.
Podemos preferir cualquier opinión a la vida, cuyo amor parece tan fuerte y tan natural.
156. Contradicción: desprecio por nuestro ser, morir por nada, odio de nuestro ser.
157. Un amigo verdadero es algo tan beneficioso, incluso para los más grandes señores, para que hable bien de ellos y les defienda en su ausencia, que deben estar dispuestos a hacerlo todo para tener tales amigos. Pero que elijan bien; porque si dedican todos sus esfuerzos a unos necios, lo que hagan será inútil, por muy bien que hablen de ellos; y ni siquiera hablarán bien de ellos, si resultan ser los más débiles, porque carecen de autoridad; y de este modo hablarán mal de ellos por la fuerza de los demás.
158. ¿Acaso eres menos esclavo porque te ame y te halague tu amo? No es poco lo que tienes, esclavo; tu amo te halaga, no tardará en pegarte.
6. CONTRADICCIONES
159. Contradicciones. El hombre es por naturaleza crédulo, incrédulo, cobarde, temerario.
160. Descripción del hombre: dependencia, deseo de independencia, necesidad.
161. ¡Qué difícil es proponer algo al juicio de otro sin corromper su juicio por la manera de proponérselo! Si se dice: Me parece hermoso, me parece oscuro o algo semejante, se empuja la imaginación hacia ese punto de vista o se provoca el efecto contrario. Es mejor no decir nada, y entonces el otro juzga según lo que es, es decir, según lo que es entonces, y según las demás circunstancias de las que no es autor. Pero al menos nada será suyo; a no ser que su silencio influya también a su manera, según el sesgo y la interpretación que se le dé, o según lo que deduzca de los gestos y el aire del rostro, o del tono de la voz, según lo fisonomista que sea: hasta tal punto es difícil no sacar un juicio de su asiento natural, o, mejor dicho, tan pocos son los firmes y estables.
162. Conociendo la pasión dominante de cada cual, estamos seguros de agradarle; y sin embargo cada cual tiene sus caprichos, contrarios a su propio bien, en la misma idea que tiene del bien; y esas rarezas son las que desconciertan.
163. Lustravit lampade terras.[31] El tiempo y mi talante guardan poca armonía; tengo mis nieblas y mi buen tiempo dentro de mí; y hasta la buena o mala fortuna en mis asuntos apenas influye en ello. A veces me empeño en enfrentarme a la suerte; la gloria de domarla hace que la dome con alegría; y otras veces me las doy de indiferente cuando la fortuna me sonríe.
164. Somos tan desventurados que sólo podemos complacemos en una cosa a condición de enojarnos si sale mal; lo cual puede ocurrir con mil cosas, y así sucede, a cada momento. Quien descubriese el secreto de alegrarse por el bien sin contrariarse por el mal opuesto, habría encontrado la solución; es el movimiento perpetuo.
165. Aquéllos que cuando sufren reveses siguen manteniendo la esperanza y se alegran con lo que sale bien, si no se afligen igualmente por lo malo resultan sospechosos de que les da lo mismo aquella contrariedad; y se apresuran a encontrar motivos de esperanza para demostrar que se interesaban por aquello, disimulando con la alegría que fingen la que sienten ante un asunto perdido.
166. Cuando nos sentimos bien nos admiramos que uno pueda hacer lo que hace cuando está enfermo; pero una vez enfermos, tomamos los remedios de buena gana: el mal nos empuja a hacerlo. Se carece entonces de las pasiones y de los deseos de diversiones y de paseos que daba la salud, y que son incompatibles con las necesidades de la enfermedad. La naturaleza inspira en estos casos pasiones y deseos conformes al estado presente. Sólo nos turban los temores que nos inspiramos nosotros mismos, no la naturaleza, ya que tales temores unen al estado en que nos vemos las pasiones del estado que ya no es el nuestro.
167. Como la naturaleza nos hace desdichados en todas las situaciones, nuestros deseos nos fingen un estado feliz, porque unen al estado presente los placeres de otros estados que no son los nuestros ahora; y aunque consiguiéramos estos placeres, no por ello seríamos felices, porque tendríamos otros deseos adecuados a este nuevo estado.
Hay que particularizar esta proposición general.
168. Nunca permanecemos en el tiempo presente. Anticipamos el porvenir como si fuese demasiado lento en llegar, como para acelerar su curso; o recordamos el pasado para detenerlo, como si fuese demasiado ligero; somos tan imprudentes que vagamos por tiempos que no son nuestros, y no pensamos en el único que nos pertenece; y tan vanos que pensamos en los que no son nada, y dejamos escapar sin reflexión el único que existe. Porque de ordinario el presente nos hiere. Lo ocultamos a nuestra vista porque nos aflige; y si nos es agradable lamentamos ver cómo se nos escapa. Tratamos de sujetarlo por el futuro, y creemos disponer de las cosas que no están en nuestras manos, pensando en un tiempo en el que no tenemos ninguna certeza de llegar.
Que cada cual examine sus pensamientos, y verá cómo están todos ocupados en el pasado o en el porvenir. Casi no pensamos en el presente; y si pensamos en él es para tener luces respecto al porvenir. El presente no es nunca nuestro fin: el pasado y el presente son nuestros medios; solamente el porvenir es nuestro fin. Por eso nunca vivimos, sino que esperamos vivir; y como siempre nos disponemos a ser felices, es inevitable que no lo seamos jamás.
169. Infortunio. Salomón y Job fueron quienes mejor conocieron y hablaron del infortunio del hombre: uno fue el más dichoso y el otro el más desventurado; uno porque conocía la vanidad de los placeres por experiencia, el otro la realidad de los males.
170. Conocer la falsedad de los placeres presentes e ignorar la vanidad de los placeres ausentes son causas de la inconstancia.
171. Inconstancia. Las cosas tienen diversas cualidades y el alma diversas inclinaciones; porque no hay nada simple de todo lo que se ofrece al alma, y el alma nunca parece simple a nadie. De ahí que una misma cosa haga llorar y reír.
172. Inconstancia. Se cree tocar órganos ordinarios tocando al hombre. Y ciertamente son órganos, pero extraños, cambiantes, variables, cuyos tubos no están dispuestos de una manera escalonada. Quienes sólo saben tocar los órganos ordinarios serían incapaces de arrancar acordes a éstos. Hay que saber dónde están las teclas.
173. Inconstancia y rareza. Vivir tan sólo de su trabajo y reinar sobre el estado más poderoso del mundo son cosas que no pueden ser más opuestas. Pero se dan juntas en la persona del Gran Señor de los turcos.
174. Aunque alguien no sea parte interesada en lo que dice, de ahí no hay que sacar la conclusión de que no miente en absoluto; porque hay personas que mienten sencillamente por mentir.
175. Muy poco basta para consolamos porque muy poco basta también para afligirnos.
176. Este hombre, tan afligido por la muerte de su mujer y de su único hijo, que tiene una congoja tan grande que le atormenta, ¿cómo es posible que ahora no esté triste y que le veamos ajeno a todos esos pensamientos penosos e inquietantes? No hay por qué extrañarse: acaban de lanzarle una pelota y él tiene que devolverla a su compañero de juego; está pendiente de que caiga del tejado para recogerla y ganar una montería; ¿cómo queréis que piense en sus asuntos cuando tiene entre manos esta otra cuestión? He ahí algo digno de ocupar a esta alma generosa, y de quitarle todo otro pensamiento de la cabeza. Este hombre, nacido para conocer el universo, para juzgar todas las cosas, para regir todo un estado, ahí le tenéis ocupado y absorto en perseguir una liebre. Y si no condesciende a hacer tal cosa, y se empeña en no distraerse nunca, será un acto de necedad, porque querrá elevarse por encima de la humanidad, y en resumidas cuentas no es más que un hombre, es decir, capaz de poco y de mucho, de todo y de nada: no es ni ángel ni bestia, sino hombre.
177. Los hombres dedican su tiempo a perseguir una pelota y una liebre; es el mismo placer de los reyes.
178. Vanidad. ¡Es asombroso que algo tan visible como la vanidad del mundo sea tan poco conocido que resulte extraño y sorprendente decir que es una necedad aspirar a las grandezas!
179. A mi juicio, César era demasiado viejo para entretenerse en conquistar el mundo. Este entretenimiento estaba bien para Augusto o para Alejandro; ellos eran jóvenes, a quienes siempre es difícil parar los pies; pero César debía ser más maduro.
180. Quien quiera conocer plenamente la vanidad del hombre no tiene más que pensar en las causas y los efectos del amor. Su causa es un no sé qué[32] (Corneille) y sus efectos son espantosos. Ese no sé qué, que es algo tan pequeño que ni siquiera se reconoce, conmueve toda la tierra, los soberanos, los ejércitos, el mundo entero.
La nariz de Cleopatra: si hubiese sido más corta, habría cambiado toda la faz de la tierra.
181. La palabra galileo, que la turba de judíos pronunció como por azar, acusando a Jesucristo ante Pilatos, hizo que Pilatos enviara a Jesucristo á Herodes; y de este modo se cumplió el misterio, según el cual debía ser juzgado por los judíos y los gentiles. El azar, en apariencia, fue la causa de que se cumpliera el misterio.
182. El ejemplo de la castidad de Alejandro no ha hecho tantos hombres castos como el de su embriaguez ha hecho intemperantes. No resulta vergonzoso no ser tan virtuoso como él y parece disculpable no ser más vicioso que él. Creemos no caer del todo en los vicios del vulgo cuando seguimos el ejemplo de los vicios de estos grandes hombres; y sin embargo no tenemos en cuenta que en esto pertenecen al vulgo. Les imitamos por lo que ellos imitan al pueblo; pues, por muy encumbrados que estén, no dejan de estar unidos a los menores de los hombres por alguna cosa.
No están suspendidos en el aire, no son completamente ajenos al resto de los mortales. No, no; si son más grandes que nosotros es porque tienen la cabeza más elevada; pero sus pies se apoyan en la tierra, lo mismo que los nuestros. Están todos al mismo nivel, descansan sobre la misma tierra; y por esta extremidad están tan abajo como nosotros, como los más pequeños, como los niños, como los animales.
183. Cuando la pasión nos empuja a hacer algo, olvidamos nuestro deber: cuando nos gusta un libro lo leemos, cuando deberíamos hacer otra cosa. Pero para recordarlo hay que proponerse hacer algo que se detesta; entonces nos excusamos diciendo que tenemos otra cosa que hacer, y así, por ese sistema, nos acordamos de nuestro deber.
184. Los hombres están tan necesariamente locos que sería estar loco, con otro género de locura, no estar loco.
185. Lo que más me sorprende es ver que todo el mundo no se sorprende de su debilidad. Se obra concienzudamente y cada cual sigue su inclinación, no porque sea bueno seguirla ya que los medios lo son, sino como si cada cual supiera con toda certeza dónde están la razón y la justicia. Continuamente tenemos decepciones; y por una curiosa humildad, creemos que es culpa nuestra, y no de la manera de hacer las cosas, de la que siempre nos jactamos. Pero está bien que haya mucha gente así en el mundo que no sean pirronianos, para la gloria del pirronismo, porque así se comprueba que el hombre es muy capaz de las opiniones más extravagantes, dado que es capaz de creer que no le afecta la debilidad natural e inevitable, sino que, por el contrario, sigue la sabiduría natural.
Nada robustece más el pirronismo que el hecho que existan personas que no sean pirronianas: si todas lo fuesen, estarían en el error.
186. Esta secta se robustece más por sus enemigos que por sus amigos; porque la debilidad del hombre se hace mucho más manifiesta en los que no la conocen que en los que la conocen.
187. Las palabras de humildad son materia de orgullo para los orgullosos, y de humildad para los humildes. Por eso las del pirronismo son materia de afirmación para los afirmativos; pocos son los que hablan de la humildad humildemente; pocos de la castidad castamente; pocos del pirronismo dudando. No somos más que mentira, duplicidad, contradicción, y nos escondemos y disfrazamos a nosotros mismos.
7. LOCURA DE LA CIENCIA HUMANA Y DE LA FILOSOFÍA
188. Una carta de la locura de la ciencia humana y de la filosofía. Esta carta antes de la diversión. Felix qui potuit…[33] Felix, nihil admirari.[34] 280 clases de bienes soberanos en Montaigne.
189. Pero tal vez este asunto esté más allá del alcance de la razón. Examinemos, pues, sus invenciones sobre las cosas de su capacidad. Si hay algo en lo que su interés propio haya debido hacer que se dedique a ello con toda su alma, es a la búsqueda de su bien soberano. Veamos, pues, en qué lo han cifrado esas almas fuertes y clarividentes, y si están de acuerdo.
Uno dice que el soberano bien está en la virtud, otro lo pone en la voluptuosidad; uno en seguir la naturaleza, otro en la verdad: Felix qui potuit rerum cognoscere causas;[35] otro en la ignorancia total, otro en la indolencia, otro en resistir a las apariencias, otro en no admirarse por nada: Nihil mirari prope res una quae possit facere et servare beautm;[36] y los buenos pirronianos en su ataraxia, duda y suspensión perpetua; y otros, más sabios, suponen que es imposible de encontrar, ni siquiera por el deseo. Con lo cual quedamos bien enterados.
Si hay que admitir que la gran filosofía no ha conseguido averiguar nada seguro después de un esfuerzo tan largo y obstinado, tal vez al menos el alma se conocerá a sí misma. Escuchemos a los maestros del mundo acerca de esta cuestión. ¿Qué han pensado de su sustancia? ¿Han sido más afortunados en su búsqueda? ¿Qué han descubierto acerca de su origen, de su duración y de su partida?
¿Es acaso el alma una cuestión demasiado noble para sus débiles luces? Limitémonos, pues, a la materia, veamos si sabe de qué está hecho el propio cuerpo que anima y los otros que contempla y que agita a su antojo. ¿Qué saben de todo eso esos grandes razonadores que no ignoran nada? Harum sententiarum.[37]
Sin duda eso bastaría si la razón fuese razonable. Y lo es lo suficiente como para confesar que aún no ha podido encontrar nada seguro; pero aún no desespera de conseguirlo; al contrario, se empeña más que nunca en esta búsqueda, y se repite a sí misma que dispone de las fuerzas necesarias para tal conquista. Hay, pues, que concluirla, y después de haber examinado sus facultades por sus efectos, reconozcámoslas en sí mismas; veamos si tiene cualidades propias y capacidad para descubrir la verdad.
190. Dicen que los eclipses anuncian desgracias, porque las desgracias son frecuentes, de tal modo que el mal se da tan a menudo que a menudo aciertan; en cambio si dijeran que anuncian venturas, a menudo mentirían. Atribuyen los hechos venturosos a raras coincidencias celestes; así sólo pueden producirse de tarde en tarde.
191. Parte I, 1. 2, c. i. Sección 4.[38]
Conjetura. No será difícil hacer descender un escalón más y hacerla parecer ridícula. Ya que para examinarla en sí misma, ¿acaso hay algo más absurdo que decir que los cuerpos inanimados tienen pasiones, temores, horrores? ¿Que cuerpos insensibles, sin vida, e incluso incapaces de vida, tengan pasiones, que presuponen un alma al menos sensitiva para albergarlas? ¿Y además que el objeto de este horror es el vacío? ¿Qué tiene el vacío que pueda inspirarles miedo? ¿Existe algo más necio y más ridículo? Y eso no es todo: que tengan en sí mismos un principio de movimiento para evitar el vacío. ¿Acaso tienen brazos, piernas, músculos, nervios?
192. Descartes. Hay que decir a grandes rasgos: «Ello se hace por figura y movimiento»; porque es verdad. Pero decir cuáles y componer la máquina es ridículo; porque es inútil e inseguro y difícil. Y aunque fuese verdad, no creemos que toda la filosofía valga una hora de esfuerzo.
193. Escribir contra los que profundizan demasiado en las ciencias. Descartes.
194. No puedo perdonar a Descartes: en toda su filosofía hubiese querido por encima de todo poder prescindir de Dios; pero no ha podido por menos que hacerle dar un capirotazo para poner en movimiento el mundo; una vez hecho esto, ya no necesita a Dios para nada.
195. Descartes inútil e incierto.
196. Vanidad de las ciencias. La ciencia de las cosas exteriores no me consolará de la ignorancia de la moral en tiempo de aflicción; pero la ciencia de las costumbres siempre me consolará de la ignorancia de las ciencias exteriores.
197. Debilidad. Todo el empeño de los hombres se dirige a tener la dicha; pero no pueden demostrar que la poseen por justicia, porque lo único que tienen es la imaginación humana, y también carecen de medios para poseerla con seguridad. Lo mismo ocurre con la ciencia, porque la enfermedad la arrebata. Somos incapaces de tener la verdad y la dicha.
8. LA DIVERSIÓN
198. Nuestra naturaleza está en el movimiento; el reposo completo es la muerte.
199. Condición del hombre: inconstancia, congoja, inquietud.
200. La congoja que se sufre al dejar las ocupaciones a las que estábamos acostumbrados: un hombre vive placenteramente en su hogar; si ve a una mujer que le agrada, si juega cinco o seis días con placer, será ya desgraciado si vuelve a su estado anterior. Nada más frecuente que eso.
201. Congoja. Nada más insoportable al hombre que vivir en pleno reposo, sin pasiones, sin quehaceres, sin diversiones, sin nada en que ocuparse. Entonces siente su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. En seguida saldrá del fondo de su alma la congoja, el abatimiento, la tristeza, la pena, la irritación, la desesperación.
202. Agitación. Cuando un soldado o un labrador, etc., se lamentan de los trabajos que sufren, que les hagan permanecer sin hacer nada.
203. Sólo nos agrada el combate, pero no la victoria: nos gusta ver las luchas de los animales, no al vencedor que se encarniza con el vencido; ¿qué es lo que se quería ver sino el fin de la victoria? Y cuando se produce, estamos ebrios de ella. Lo mismo ocurre en el juego y en la busca de la verdad. En las disputas nos gusta ver el combate de las opiniones; pero contemplar la verdad que se ha descubierto, en absoluto: para que la veamos con placer hay que hacerla nacer de la disputa. Semejantemente, en las pasiones sentimos placer al ver enfrentarse a dos contrarios; pero cuando una de las dos triunfa, aquello ya es sólo brutalidad. Nunca buscamos las cosas, sino la búsqueda de las cosas. Así, en las comedias las escenas regocijadas sin temor no valen nada, como tampoco las desgracias extremadas sin esperanza, ni los amores brutales, ni las severidades más duras.
204. Sin examinar todas las ocupaciones particulares, basta con comprenderlas bajo la idea de diversión.
205. Diversión. Cuando alguna vez me he puesto a considerar las diversas agitaciones de los hombres, y los peligros y trabajos a los que se exponen en la corte, en la guerra, de donde nacen tantas riñas, pasiones, empresas aventuradas y a menudo con mal fin, etc., he comprendido que toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa, la de no saber permanecer en reposo en una habitación. Un hombre que tiene lo suficiente para vivir, si supiese quedarse en su casa con placer, no saldría de allí más que para embarcarse o para el asedio de una plaza. Si se compra un grado en el ejército a buen precio es porque resulta insoportable no moverse de la ciudad; y si se busca el trato de los demás y las diversiones de los juegos es porque no se sabe permanecer en su propia casa placenteramente.
Pero cuando profundizo más en la cuestión, y después de haber encontrado la causa de todas nuestras desdichas, quiero descubrir su razón, advierto que existe una muy efectiva, que estriba en la desdicha natural de nuestra condición débil y mortal, y tan desventurada que nada puede consolarnos cuando pensamos detenidamente en ella.
Sea cual fuere la situación que imaginemos, si se reúnen todas las ventajas que pueden correspondemos, la realeza es lo mejor del mundo, y sin embargo, pensemos que aunque el rey disfrute de todas las satisfacciones que pueda tener, si carece de diversión y se le deja pensar y reflexionar sobre lo que es, esta enfermiza felicidad no bastará para contentarle, y pensará necesariamente en las intenciones que le amenazan, en los motines que pueden producirse, y por fin en la muerte y en las enfermedades que nadie puede evitar; de tal modo que, si carece de lo que se llama diversión, será infortunado y más infortunado que el último de sus súbditos, que juega y que se divierte.
De ahí que el juego y la compañía de las mujeres, la guerra y los altos cargos sean tan deseados. No porque proporcionen efectivamente la felicidad, ni porque nadie se imagine que la verdadera dicha consiste en tener el dinero que se puede ganar en el juego, o en la liebre que se persigue: todo eso se rechazaría si nos lo dieran. No es su goce muelle y apacible, y que nos permite seguir pensando en nuestra desdichada condición, lo que nos atrae, ni los peligros de la guerra, ni los conflictos de los cargos, es el aturdimiento que nos evita pensar en nosotros y que nos divierte.
Por eso los hombres gustan tanto del mido y de la agitación; por eso la cárcel es un suplicio tan horrible; por eso el placer de la soledad es algo que no se comprende. Y por eso, en resumen, lo mejor que tiene el ser rey es el hecho de que a su alrededor todos traten sin cesar de divertirles y de proporcionarles toda clase de placeres.
El rey está rodeado de personas que no piensan más que en divertir al rey, y en impedirle que piense en sí mismo. Porque, por muy rey que sea, si piensa en sí mismo será desdichado.
Eso es todo lo que los hombres han sabido inventar para ser felices. Y lo que opinan acerca del asunto los filósofos, que creen que el mundo es muy poco razonable pasándose todo el día persiguiendo una liebre que no quisieran haber comprado, no saben nada de nuestra naturaleza. Esta liebre no nos protege de la idea de la muerte y del infortunio, pero la caza —que nos evita tener tales pensamientos— sí nos protege de estas ideas.
Y así, cuando se les reprocha que lo que buscan con tanto ardor no puede satisfacerles, si respondiesen como deberían hacerlo en caso de haber reflexionado bien, que no quieren más que una ocupación violenta e impetuosa que les salve de pensar en sí mismos, y que por este motivo se proponen una meta atractiva que les encanta y les atrae con entusiasmo, dejarían a sus adversarios sin respuesta. Pero no responden eso porque no se conocen a sí mismos. No saben que lo que anhelan es la caza y no las piezas cobradas.
Se imaginan que de haber obtenido este cargo, luego descansarían placenteramente, ignorando la naturaleza insaciable de su codicia. Creen buscar sinceramente el reposo, y en realidad no buscan más que la agitación.
Tienen un instinto secreto que les empuja a buscar la diversión y la ocupación fuera de sí mismos, y la causa está en que sienten sus continuas miserias; y tienen otro instinto secreto, que es un residuo de la grandeza de nuestra naturaleza primera, que les permite comprender que la felicidad en el fondo está en el reposo, y no en el tumulto; y de esos dos instintos opuestos se forma en ellos un proyecto confuso que se oculta a su vista en el fondo de su alma y que les conduce a tender al reposo por medio de la agitación, y a imaginarse siempre que la satisfacción que no sienten podrán alcanzarla si, después de vencer ciertas dificultades previsibles, pueden franquear de ese modo la puerta al reposo.
Así se pasa toda la vida. Se va en busca del reposo superando algunos obstáculos; y una vez vencidos el reposo se hace insoportable, puesto que, o se piensa en las miserias que nos afligen o en las que nos amenazan. Y aun cuando nos viésemos suficientemente protegidos por todas partes, la congoja, con su autoridad privada, no dejaría de brotar del fondo del corazón, donde tiene raíces naturales, llenando así el ánimo con su veneno.
Por eso el hombre es tan desdichado que se acongojaría aunque no tuviese ningún motivo de congoja, por el estado mismo de su condición; y es tan poca cosa que, aun estando repleto de mil causas esenciales de congoja, el juego más insignificante, un billar y una bola que empuja, bastan para divertirle.
Pero, diréis, ¿qué saca con todo eso? Pues jactarse el día siguiente con sus amigos de que ha jugado mejor que otro. Así, los demás sudan en su gabinete para demostrar a los sabios que han resuelto un problema de álgebra hasta entonces irresoluble; y mientras otros se exponen a los mayores peligros para jactarse luego de haber conquistado una plaza, a mi entender de un modo no menos necio; y finalmente otros se matan para descubrir todas estas cosas, no para ser así más sabios, sino solamente para demostrar que las saben, y éstos son los más necios de todos, ya que lo son a conciencia, mientras que de los otros siempre puede pensarse que tal vez no lo fueran ni supiesen lo que están haciendo.
Alguien se pasa la vida distraídamente jugándose todos los días un poco de dinero. Dadle todas las mañanas el dinero que puede ganar cada día, a cambio de que no juegue, y le haréis desdichado. Se dirá tal vez que lo que quiere es la diversión del juego, y no la ganancia. Haced que juegue sin dinero y perderá todo interés, aburriéndose. No es, pues, sólo el entretenimiento lo que necesita: un entretenimiento sin aliciente y sin pasión le aburrirá. Tiene que interesarse por lo que hace y engañarse a sí mismo imaginándose que le haría feliz ganar lo que no quisiera que se le diese a condición de no seguir jugando, a fin de tener un motivo de interés, provocando así su deseo, su cólera, su temor, por algo imaginario, como los niños que se asustan de la cara que ellos mismos acaban de pintarrajear.
¿Cómo se explica que este hombre, que perdió hace pocos meses a su hijo único, y que, abrumado por pleitos y disputas, estaba tan turbado esta mañana, ahora ya no piense en nada de ello? Que nadie se extrañe: está absorto, viendo por dónde pasará ese jabalí que sus perros persiguen con tanto ardor desde hace seis horas. No se necesita nada más. El hombre, por muy lleno de tristeza que esté, si puede conseguirse que se ocupe en una diversión, será feliz mientras dure; y el hombre, por muy feliz que sea, si no está divertido u ocupado por alguna pasión o entretenimiento que impida extenderse su congoja, no tardará en estar malhumorado y en ser infeliz. Sin diversión no hay alegría, con diversión no hay tristeza. Y eso es también lo que da la dicha a las personas de alto rango, que cuentan con diversas personas que les divierten y que logran mantenerles en este estado.
Fijaos bien. ¿Qué es ser superintendente, canciller, primer presidente sino ocupar una situación tal en la que desde la mañana un gran número de personas acuden de todas partes, para no dejarles ni una hora del día en que puedan pensar en sí mismos? Y cuando caen en desgracia y tienen que retirarse a sus casas de campo, donde no carecen ni de bienes ni de servidores que les asistan en sus necesidades, no por eso dejan de sentirse infortunados y abandonados, porque nadie les impide pensar en sí mismos.
206. Diversión. ¿Es que la dignidad real no es suficientemente elevada por sí misma para aquél que la posee que baste para hacerle feliz sin más que pensar en lo que es? ¿Habrá que distraerle de este pensamiento como al vulgo? Se comprende que hagamos feliz a un hombre distrayéndole de sus contrariedades domésticas para llenar todos sus pensamientos con la idea de bailar debidamente. Pero ¿sucederá lo mismo con un rey y será más feliz dedicándose a esas vanas diversiones que pensando en su grandeza? ¿Y qué objeto más satisfactorio podrá ofrecerse a su mente? ¿No será menoscabar su alegría ocuparle el alma en pensar en ajustar sus pasos a la cadencia de una melodía o en lanzar hábilmente una pelota, en vez de dejarle gozar en reposo de la contemplación de la gloria majestuosa que le rodea? Hagamos la prueba; que se deje a un rey completamente solo, sin ninguna satisfacción de los sentidos, sin nada en qué ocupar la mente, sin compañía, pensando en sí mismo todo el tiempo que quiera; y comprobaremos que un rey sin diversión es un hombre lleno de melancolía. Por eso se evita cuidadosamente que pueda producirse tal cosa, y alrededor de los reyes nunca deja de haber una multitud de personas que velan porque a sus deberes sucedan diversiones, y que durante el tiempo de este ocio se dedican a proporcionarles placeres y juegos, de tal modo que nunca se dé el vacío; es decir, que están rodeados de personas que se ocupan incesantemente de que el rey no esté solo pensando en sí mismo, pues bien se sabe que si piensa en ello iba a sentirse desventurado, aun siendo rey.
Y no me refiero aquí a los reyes cristianos como tales cristianos, sino solamente como reyes.
207. Diversión. Desde su niñez, se hace que los hombres se preocupen por su honra, por su fortuna, por sus amigos, y además del bienestar y de la honra de sus amigos. Se les abruma con ocupaciones, se les hace aprender lenguas y a adiestrarse en ejercicios, y se les imbuye la idea de que no pueden ser felices a no ser que su salud, su honra, su fortuna y la de sus amigos esté en buen estado, y que una sola cosa que falte les haría desdichados. De este modo se les da obligaciones y quehaceres que les tienen ajetreados durante todo el día. ¡Pues vaya una extraña manera, diréis, de hacerles felices! ¿No se os ha ocurrido nada mejor para hacerles desdichados? Vamos a ver, ¿qué otra cosa puede hacerse? Bastaría con quitarles todas estas inquietudes; entonces se verían a sí mismos, pensarían en lo que son, de dónde vienen, adonde van; y así nunca se les ocupa y se les distrae suficientemente. Y ésta es la razón de que, después de haberles preparado tanta actividad, si aún disponen de algún tiempo ocioso, se les aconseja que lo dediquen a divertirse, a jugar, y a estar siempre completamente ocupados.
¡Hasta qué punto el corazón del hombre está vacío y lleno de inmundicia!
208. Todas las grandes diversiones son peligrosas para la vida cristiana; pero entre todas las que ha inventado el mundo ninguna es más de temer que la comedia. Es una representación tan natural y tan delicada de las pasiones que las agita y las hace nacer en nuestro corazón, y sobre todo la del amor; principalmente cuando se le representa muy casto y muy honesto. Porque cuanto más inocente parece a las almas inocentes, más susceptibles son éstas de que les conmueva; su vehemencia agrada a nuestro amor propio, que forja en seguida un deseo de causar los mismos efectos que se ven tan bien representados; y al mismo tiempo nos formamos una conciencia fundada en la rectitud de los sentimientos que se ven, que quitan el temor de las almas puras, que se imaginan que no ofenden a la pureza amando con un amor que les parece tan alto.
Así el corazón sale de la comedia tan lleno de todas las hermosuras y de todas las dulzuras del amor, y el alma y la mente tan persuadidas de su inocencia, que se está muy propicio a recibir sus primeras impresiones, o, mejor dicho, a buscar la ocasión de hacerlas nacer en el corazón de alguien, para recibir los mismos placeres y los mismos sacrificios que hemos visto tan bien pintados en la comedia.
209. Sólo nos ocupa un pensamiento, no podemos pensar en dos cosas a la vez; lo cual es bueno según el mundo, no según Dios.
210. Visiblemente el hombre está hecho para pensar; en eso estriba toda su dignidad y todo su mérito, y su único deber consiste en pensar rectamente. Ahora bien, el orden del pensamiento exige empezar por uno mismo, y por su autor y su fin.
Pero ¿en qué piensa el mundo? Jamás piensa en esto; sino en bailar, en tañer el laúd, en cantar, en componer versos, en correr sortija, etc., en pelear, en coronarse rey, sin pensar en qué consiste ser rey y en qué consiste ser hombre.
211. Quien no ve la vanidad del mundo es él mismo muy vano. Pero ¿quién no la ve, exceptuando a jóvenes que viven en el bullicio, en la diversión, y pensando siempre en el porvenir? Pero si les quitáis su diversión veréis cómo se mustian de congoja; entonces advierten su nada sin conocerla; porque se es muy desdichado, sumido en una tristeza insoportable, cuando uno se ve obligado a pensar en sí mismo, sin que nada le divierta.
212. Pensamientos. In omnibus requiem quaesivi.[39] Si nuestra condición fuese verdaderamente dichosa no tendríamos que divertirnos distrayéndonos con otras cosas para poder ser felices.
213. Diversión. Como los hombres no han podido curar la muerte, los males, la ignorancia, para ser felices han decidido no pensar en nada de eso.
214. A pesar de esos males, quiere ser feliz, y sólo quiere ser feliz y no puede no querer serlo; pero ¿qué hará? Para conseguir lo que desea tendría que hacerse inmortal; como no puede, decide no pensar en ello.
215. Las calamidades de la vida humana han fundado todo eso; una vez lo han visto, se han decidido por la diversión.
216. Diversión. Si el hombre fuese feliz lo sería más en la medida en que estaría menos divertido, como los santos y Dios. Sí, pero ¿acaso no es ser feliz poder regocijarse con la diversión? No, porque viene de fuera de nosotros; y por lo tanto es dependiente, y en consecuencia algo que puede ser alterado por mil accidentes, lo cual hace las aflicciones inevitables.
217. Males. Lo único que nos consuela de nuestros males es la diversión, y sin embargo es el mayor de nuestros males. Porque ella es la que nos impide principalmente pensar en nosotros, y la que nos hace perder insensiblemente. De no ser por ella viviríamos en la congoja, y esta congoja nos impulsaría a buscar un medio más sólido de salir de tal estado. Pero la diversión nos entretiene y hace que lleguemos insensiblemente a la muerte.
218. Diversión. La muerte es más fácil de soportar sin pensar en ella que el pensamiento de la muerte sin peligro.
219. Temer a la muerte lejos del peligro, y no en el peligro; porque hay que ser hombre.
220. Nos conocemos tan poco que hay quien piensa que va a morir cuando su salud es buena; y hay quien piensa gozar de buena salud cuando está a punto de morir, sin advertir la fiebre que le amenaza o el absceso que está ya formándose.
221. Cromwell se disponía a asolar toda la cristiandad; la familia real estaba perdida y la suya iba a ser poderosa para siempre, pero un granito de arena se formó en un uréter. La misma Roma iba a temblar ante él; pero como aquel granito de arena estaba ahí, murió, su familia perdió relieve, todo quedó en paz y el rey fue restablecido en su trono.
222. Lo único que hay que temer es la muerte repentina, y ésta es la razón de que los confesores vivan siempre en las casas de los grandes.
223. Los grandes y los pequeños sufren las mismas contrariedades, los mismos enojos y las mismas pasiones; pero unos están en lo alto de la rueda y los otros cerca del centro, y por eso los últimos acusan menos las sacudidas que provocan los mismos movimientos.
224. Tres protectores. Si alguien hubiese gozado de la amistad del rey de Inglaterra, del rey de Polonia y de la reina de Suecia, ¿hubiese podido creer que iba a faltarle un lugar de refugio y de asilo en el mundo?
225. Cuando Augusto se enteró de que entre los niños menores de dos años que Herodes había hecho matar figuraba su propio hijo, dijo que era preferible ser el cerdo de Herodes que su hijo. Macrobio, libro II, Sát., cap. IV.
226. Corremos despreocupadamente hacia el precipicio después de habernos puesto algo ante los ojos para impedirnos ver.
227. Por muy hermosa que sea la comedia y todo lo demás, el último acto es sangriento: se acaba arrojando tierra sobre la cabeza, y se terminó para siempre.
9. EL HOMBRE EN SOCIEDAD
La injusticia de las leyes humanas
228. Pirronismo. En este mundo todo es en parte verdadero y en parte falso. La verdad esencial no es así: es toda pura y toda verdadera. Esta mezcla la deshonra y la aniquila. Nada es puramente verdadero; y por lo tanto nada es verdadero, si pensamos en lo verdadero en toda su pureza. Se me dirá que es verdadero que el homicidio es malo; sí, porque conocemos bien el mal y la falsedad. Pero ¿de qué podemos decir que es bueno? ¿La castidad? Yo afirmo que no, porque el mundo se terminaría. ¿El matrimonio? No, porque es preferible la continencia. ¿No matar? No, porque los desórdenes serían espantosos, y los malvados matarían a todos los buenos. ¿Matar? No, porque ello destruye la naturaleza. Lo verdadero y lo bueno sólo existe en parte, y mezclado con el mal y la falsedad.
229. Todas las buenas máximas existen ya en el mundo; sólo falta aplicarlas. Por ejemplo: nadie duda que hay que arriesgar la vida por defender el bien público, y algunos así lo hacen; pero no por la religión.
Es necesario que haya desigualdad entre los hombres, eso es cierto; pero al concederlo abrimos la puerta no sólo al mayor de los dominios, sino también a la mayor tiranía.
Es necesario aflojar un poco la tensión del ánimo; pero ello abre la puerta a los mayores excesos. Pues que se señalen los límites. No existen límites en las cosas: las leyes quieren fijarlos y el hombre se niega a admitirlos.
230. … vemos la vanidad de las leyes; prescinde de ellas; o sea que es útil engañarle. ¿En qué se fundará la economía del mundo que quiere gobernar? ¿En el capricho de algún individuo? ¡Qué confusión! ¿En la justicia? La ignora.
Ciertamente, si la conociese no hubiese establecido esta máxima, la más general de todas las que existen entre los hombres, que cada cual siga las costumbres de su país; el fulgor de la verdadera equidad se hubiese impuesto a todos los pueblos, y los legisladores no hubieran tomado por modelo, en vez de esta justicia constante, las fantasías y los caprichos de los persas y los alemanes. La veríamos implantada por todos los estados del mundo y en todos los tiempos, cuando la verdad es que no vemos nada justo o injusto que no cambie de condición al cambiar de clima. Tres grados de elevación del polo abatirían toda la jurisprudencia; un meridiano decide acerca de la verdad; a los pocos años de poseer una tierra, las leyes fundamentales cambian; el derecho tiene sus épocas; la entrada de Saturno en León nos indica el origen de tal crimen. ¡Extraña justicia limitada por un río! Lo que es verdad a este lado de los Pirineos es error al otro lado.
Admiten que la justicia no está en estas costumbres, sino que reside en las leyes naturales, comunes a todo país. Ciertamente, lo sostendrían con obstinación si la ligereza del azar que sembró las leyes humanas hubiese encontrado una tan solo que fuese universal. Pero el asunto es tan risible que el capricho de los hombres se ha diversificado tan bien que no hay ninguna.
El hurto, el incesto, el asesinato de los niños y de los padres, todo llegó a considerarse como una acción virtuosa. ¿Puede haber algo más cómico que el hecho de que un hombre tenga derecho a matarme porque vive al otro lado del agua, y que su soberano riña con el mío, aunque yo no tenga ninguna disputa con él?
Sin duda hay leyes naturales; pero esta hermosa razón corrompida lo ha corrompido todo: Nihil amplius nostrum est; quod nostrum dicimus, artis est. Ex senatus consultis et plebiscitis crimina exercentur. Ut olim vitiis, sic nunc legibus laboramus.[40]
Esta confusión es causa que uno diga que la esencia de la justicia es la autoridad del legislador: otro, la conveniencia del soberano; otro, la costumbre de ahora, y éste es el que más se acerca a la verdad. Siguiendo sólo a la razón, no hay nada justo en sí mismo; todo se transforma con el paso del tiempo. La costumbre hace por sí sola la equidad, y ello por un único motivo, el de que es aceptada; éste es el fundamento místico de su autoridad. Quien la devuelva a su principio la destruye. Nada más peligroso que esas leyes que corrigen errores; quien las obedece porque son justas obedece a la justicia que él imagina, pero no a la esencia de la ley: porque ésta está toda contenida en sí misma; es ley y nada más. Quien quiera analizar el motivo lo juzgará tan débil y tan ligero que, si no está acostumbrado a contemplar los prodigios de la imaginación humana, se admirará de que un siglo le haya añadido tanta pompa y reverencia. El arte de la sedición, de trastornar los Estados, consiste en atacar las costumbres establecidas, examinándolas hasta su origen, para hacer observar que carecen de autoridad y de justicia. Dicen que hay que recurrir a las leyes fundamentales y primitivas del Estado que abolió una costumbre injusta. Éste es un juego en el que con toda seguridad se pierde todo; examinado de este modo, nada parecerá justo. Sin embargo el pueblo presta fácilmente oídos a estos discursos. Sacuden el yugo apenas advierten que existe; y los grandes se benefician de su ruina y de la de los curiosos examinadores de las costumbres heredadas. Ésta es la razón por la que el más sabio de los legisladores decía que, por el bien de los hombres, a menudo conviene engañarlos; y otro, buen político: Cum veritatem qua liberetur ignoret, expedit quod fallatur.[41] No es bueno que se note la verdad de la usurpación: antaño se estableció sin motivo, pero ahora se ha hecho razonable; hay que hacer que todos la consideren auténtica, eterna, y ocultar los comienzos si no se quiere que llegue muy pronto a su fin.
231. Mío, tuyo. Este perro es mío, decían aquellos pobres niños; y éste es mi lugar bajo el sol. Ahí tenemos el inicio y la imagen de la usurpación de toda la tierra.
232. En la carta Sobre la injusticia puede estar la burla de los mayorazgos que lo tienen todo: Amigo mío, vos nacisteis del lado de acá de la montaña; por lo tanto es justo que vuestro hermano mayor sea dueño de todo.
¿Por qué me matáis?
233. ¿Por qué me matáis? Pero, veamos, ¿es que no vivís al otro lado del agua? Amigo mío, si vivieseis en esta orilla, yo sería un asesino, y sería injusto mataros de ese modo; pero puesto que vivís en la otra orilla, soy un valiente y lo que hago es justo.
234. Cuando se trata de decidir si hay que hacer la guerra y matar a tantos hombres, condenar a tantos españoles a la muerte, es un hombre solo quien decide, y además interesado. Debería ser un tercero indiferente a la cuestión.
Las falsificaciones de la justicia: la opinión y la fuerza y su poder tiránico
235. Veri juris.[42] Ya no tenemos: si tuviéramos, no adoptaríamos como norma de justicia seguir las costumbres de cada país.
Y al no poder encontrar lo que es justo, se ha encontrado lo que es fuerte, etc.
236. La justicia es lo que está establecido; y así todas nuestras leyes establecidas serán necesariamente justas sin necesidad de ningún examen, puesto que están establecidas.
237. Justicia. De la misma manera que la moda determina lo que gusta, determina lo que es justo.
238. Las únicas reglas universales son las leyes del país para las cosas ordinarias, y la mayoría para las demás. ¿Y ello a qué se debe? A la fuerza que tienen. Por eso los reyes, cuya fuerza procede de otro origen, no siguen la opinión de la mayoría de sus ministros.
Sin duda la igualdad de los bienes es justa; pero al no poder conseguir que sea forzoso obedecer a la justicia, se ha hecho que sea justo obedecer a la fuerza; no pudiendo fortificar a la justicia se ha justificado a la fuerza, a fin de que la justicia y la fuerza vayan unidas, y que exista paz, que es el bien soberano.
239. «Cuando un fuerte bien armado guarda su palacio, seguros están sus bienes». (Lucas, XI, 21).
240. ¿Por qué se sigue a la mayoría? ¿Quizá porque tienen más razón? No, porque tienen más fuerza.
¿Por qué se siguen las leyes antiguas y las antiguas opiniones? ¿Acaso son las mejores? No, pero son únicas, y quitan de raíz la posibilidad de la disensión.
241. Es el efecto de la fuerza, no de la costumbre; porque son raros los que son capaces de inventar; los más numerosos sólo quieren seguir, y niegan la gloria a esos inventores que la buscan por medio de sus invenciones; y si se obstinan en querer obtenerla y en despreciar a los que no inventan, los otros les darán nombres ridículos y les darían bastonzasos. Que nadie se jacte, pues, de ese tipo de capacidad, o que cada cual se contente consigo mismo.
242. La fuerza es la reina del mundo, y no la opinión. Pero ¿no es la opinión lo que hace la fuerza? No, es la fuerza la que hace la opinión. Según eso la comodidad es hermosa.
¿Por qué? Porque quien quiere bailar en la cuerda floja lo hará solo; y yo me encargaré de convencer a muchos que dirán que eso no es hermoso.
243. El imperio fundado en la opinión y en la imaginación reina durante un tiempo, y este imperio es suave y libre; el de la fuerza reina siempre. Por eso la opinión es como la reina del mundo, pero la fuerza es su tirano.
244. La tiranía consiste en el deseo de dominio universal y fuera de su orden.
Diversas estancias de fuertes, de apuestos, de ingeniosos, de piadosos, cada uno de los cuales reina en su lugar y no en otro; y a veces se encuentran, y el fuerte y el apuesto pelean neciamente, para decidir quién será el amo de los dos; porque su superioridad es de género distinto. No se entienden y su error consiste en querer reinar en todas partes. Nada puede conseguirlo, ni siquiera la fuerza; porque ésta no puede nada en el reino de los sabios; solamente es dueña de las acciones exteriores.
Tiranía. En consecuencia, es falso y tiránico decir: «Soy apuesto, y en consecuencia tienen que temerme. Soy fuerte, y en consecuencia tienen que amarme. Soy…».
Tiranía es querer conseguir por un medio lo que sólo puede tenerse por otro. Se dan deberes diferentes para méritos diferentes: deber de amor a la hermosura; deber de miedo a la fuerza; deber de crédito a la ciencia.
Tales deberes obligan, es injusto negarlos, y también es injusto pedir otros. Y es igualmente ser falso y tiránico decir: «No es fuerte, luego no le estimaré; no es inteligente, luego no le temeré».
245. Rey y tirano. Tendré asimismo ideas que guardaré para mí. Andaré con cuidado en mis viajes. Grandeza de situación, respeto de situación. El placer de los grandes consiste en poder hacer felices a los demás. Lo propio de la riqueza es repartirla liberalmente. Lo propio de cada cosa ha de averiguarse. Lo propio de los poderosos es proteger. Cuando la fuerza ataca las apariencias, cuando un simple soldado se apodera del birrete de un primer presidente y lo lanza por la ventana.
246. Dios lo creó todo para sí, dio poder de pena y de bien para sí. Podéis aplicarlo a Dios o a vosotros. Si es a Dios, la regla es el Evangelio. Si es a vosotros, ocuparéis el lugar de Dios. Del mismo modo que Dios está rodeado de personas llenas de caridad, que le piden los bienes de la caridad que corresponden a su poder, así… Conoceos, pues, y sabed que sólo sois reyes de concupiscencia y que seguís los caminos de la concupiscencia.
247. Razón de los efectos. La concupiscencia y la fuerza son el origen de todas nuestras acciones: a la concupiscencia se deben las voluntarias, a la fuerza las involuntarias.
Conclusión a la que conducen estos hechos: nuestra justicia no es la justicia
248. Aquéllos que no aman la verdad se escudan en el pretexto de las controversias y de la multitud de los que la niegan. Y así su error sólo se debe a que no aman la verdad o la caridad; y por lo tanto no tienen excusa.
249. Se esconden en la muchedumbre y llaman en su socorro al mayor número. Tumulto.
La autoridad. Aunque el hecho de haber oído decir una cosa sea la regla de lo que creáis, no debéis creer en nada sin plantearos la cuestión como si jamás hubierais oído hablar de ella.
Es el consentimiento que os dais a vosotros mismos, y la voz constante de vuestra razón, y no la de los demás, lo que debe hacer que creáis una cosa.
¡Es tan importante creerlo! Cien negativas bastarían para decidir la verdad si no hubiese una norma para creer. Si la antigüedad fuese la norma suprema, ¿qué norma tuvieron los antiguos? Si lo fuese el consentimiento general, ¿qué pasaría si los hombres hubieran perecido?
Falsa humildad, orgullo. Que se levante el telón. Por mucho que hagamos, hay que creer o negar o dudar. ¿No vamos a tener ninguna norma? De los animales juzgamos que hacen bien lo que hacen. ¿Y no habrá ninguna regla para juzgar a hombres? Negar, creer y dudar bien son para el hombre lo mismo que correr es para el caballo.
Castigo de los que pecan, error.
250. La oposición es una mala prueba de verdad: hay cosas seguras que encuentran oposición; otras falsas carecen de ella. Ni la oposición es una prueba de falsedad ni la falta de oposición un indicio de verdad.
251. La oposición siempre ha tenido por fin cegar a los malos; porque todo lo que se opone a la verdad o a la caridad es malo: éste es el verdadero principio.
252. Durante mucho tiempo he creído que había una justicia; y en ello no me engañaba, pues existe, según Dios nos lo ha querido revelar. Pero yo no lo consideraba así, y en eso sí me equivocaba; porque yo creía que nuestra justicia era esencialmente justa, y que me era posible conocerla y juzgarla. Pero me he equivocado tantas veces al juzgar, que he acabado por desconfiar primero de mí mismo y luego de los demás. He visto que todos los países y todos los hombres eran mudables; y de este modo, después de muchos cambios de opinión respecto a la verdadera justicia, he comprendido que nuestra naturaleza no era más que una continua mudanza, y desde entonces ya no he vuelto a cambiar; y si cambiase, confirmaría mi opinión.
El pirroniano Arcesilao[43] que volvió a hacerse dogmático.
253. Nadie se cansa de comer y de dormir todos los días, porque el hambre renace, y lo mismo el sueño; de no ser así, nos cansaríamos. Semejantemente, de no ser por el hambre de las cosas espirituales, nos cansamos de ellas. Hambre de justicia: octava bienaventuranza.