Pascal es un hombre único en la historia, un genio atormentado e inclasificable al que no sabemos si hay que llamar escritor; teólogo parece claro que no, ensayista suena a demasiado frívolo, filósofo es posible, aunque los filósofos propiamente dichos se niegan a aceptarle entre los suyos. Digamos que es alguien que escribe de una manera singularísima e inolvidable sobre la condición humana y sobre la fe.
Nada parecía augurar que la posteridad le recordase por estas razones. En los primeros años de su vida entrevemos a un niño excepcionalmente dotado, un niño prodigio que se educa en un ambiente muy favorable para el desarrollo de su talento natural y que se orienta muy pronto hacia las ciencias. A pesar de su corta edad, asombra a todos los que le conocen, Blaise Pascal será un sabio antes de haber aprendido a ser hombre.
Pero no un sabio a escala familiar o en el pequeño marco provinciano del Cermont-Ferrand en que nació, sino un sabio en París con resonancia europea; que a los diecisiete años publica el Tratado de las secciones cónicas, que discute con Descartes de igual a igual, que explica el experimento de Torricelli, que despierta la admiración del primer matemático francés de su tiempo, el gran Fermat, con quien descubre el cálculo de probabilidades.
Y toda esta elucubración científica resulta que puede armonizarse con ideas muy prácticas; es él también quien inventa una máquina aritmética, considerada como la primera máquina de calcular, con objeto de facilitar la tarea a su padre, que recaudaba impuestos por procedimientos no siempre benignos.
Y en los últimos meses de su vida, cuando le imaginábamos absorto en las prácticas de piedad y en obras caritativas, aplica su ingenio a las carrozas de cinco sueldos, es decir, coches públicos que hacen un trayecto regular entre dos barrios de París, el primer antecedente de los modernos ómnibus. Su intención no era lucrarse, sino reunir fondos para socorrer a los pobres de Blois, pero no deja de admirar el sentido práctico de esta iniciativa.
Y al lado del sabio y del inventor hay otro aspecto importantísimo en Pascal, una característica que va a acompañarle durante toda su existencia: será un enfermo desde el mal misterioso que le ataca cuando apenas cuenta dos años, hasta la larga «postración» flangueur dice su hermana) del período final, pasando por la crisis de 1647 y que sucede inmediatamente a la primera de sus conversiones.
Porque en esta personalidad tan fuera de lo común no bastó una conversión religiosa; hubo un momento en que ciertos discípulos de Saint-Cyran conmueven profundamente a toda la familia y la hacen de una parte mucho más devota, y de otra marcada por un enfoque espiritual próximo a lo que luego se llamará la herejía jansenista; pero Pascal no estaba dispuesto a renunciar a su trabajo científico y no parece que se produjera un cambio absoluto y definitivo en él.
Le contraría que su hermana Jacqueline ingrese en el monasterio de Port-Royal, se opone a tal proyecto y no tarda en iniciarse lo que se llama su «período mundano». Trata sin duda a amigos si no libertinos, al menos indiferentes y más o menos tocados de escepticismo, lee con mucho interés a Epicteto y a Montaigne, y, desde el punto de vista de los rigurosos devotos influidos por Jansenio, debía de parecer completamente descarriado.
Por estos años, entre el 1652 y el 1653, se sitúa quizá un episodio amoroso, o tal vez se trate de una simple leyenda, de un equívoco. Lo seguro es que el Blaise Pascal que consta legitimó un hijo natural llamado Jean no era nuestro autor, y es casi también seguro que no es obra suya el Discurso sobre las pasiones del amor.
Lo que sí es cierto es que el Pascal de estos años se preocupa activamente por cuestiones muy terrenales: hace acopio de dinero, lo invierte, compra una tienda, se dedica a un negocio de desecamiento de pantanos, sigue fabricando máquinas aritméticas y desde luego piensa en contraer un ventajoso matrimonio.
Luego, «la segunda conversión», con el famoso éxtasis del 23 de noviembre de 1654. Se ha hablado de un accidente de coche del que salió ileso, pero parece que esta anécdota novelesca también hay que descartarla; no hubo tal accidente, como lo más probable es que tampoco hubiera amores, ni lícitos ni ilícitos, la biografía pascaliana es trepidante de puertas para adentro, pero tiene una superficie que se resiste a cualquier explotación imaginativa.
El Pascal de estos años frecuenta Port-Royal, trata de convertir a sus amigos mundanos y en seguida se mete de cabeza en la sonora polémica de las Provinciales, el vibrante panfleto antijesuítico en el que hay verdaderas dotes de escritor, pero también una saña y una soberbia poco acordes con una espiritualidad rectamente entendida.
Soberbio hasta el desprecio más cruel y el ataque personal se muestra así mismo en sus relaciones con otros sabios, está convencido de su superioridad, de su razón, e idéntica cerrazón pone en polemizar en favor de los jansenistas contra los jesuítas que en humillar a los demás científicos cuando se discute el tema de la llamada «roulette», lo que modernamente los geómetras llaman cicloide.
Hasta que la enfermedad vuelve a abatirle de nuevo, interrumpiendo sus actividades, entre las cuales quizá figure ya el borrador de su apología de la religión cristiana. Y mientras, llega el fin de Port-Royal, la firma del «formulario» que significa el sometimiento de los rebeldes al Papa y a los obispos.
Enfermo y cansado de tanta polémica, Pascal se dedica a las prácticas ascéticas, a la oración y a las obras de caridad. Es el último período, hasta que muere a los treinta y nueve años, de este hombre lleno de paradojas, excesivo y truncado, genial e incandescente, al que recordamos por uno de los manuales de inquietud religiosa más portentosos de todos los tiempos.
Éste es lo que la posteridad tituló Pensamientos, una de las obras más leídas y admiradas del mundo, una de las que más profundamente han influido en sus lectores, y que en rigor casi no es un «libro», diríase más bien que un montón confuso y desordenado de apuntes que Pascal tomaba en los últimos años de su vida haciendo acopio de materiales para un proyecto que nunca llegó a elaborar.
A su muerte lo único que nos dejó fue un rimero de hojas y papelitos en una caligrafía casi ilegible, un texto en estado embrionario que contiene diversas fases de la redacción, desde la simple nota apresurada que posteriormente había que desarrollar, hasta el pasaje ya en su redacción definitiva. Revoltillo de esbozos impregnados de la ansiedad que le consumía al ver que se le acababa el tiempo.
De hecho, no se trata de un solo libro, sino de muchos. Este insólito magma obliga a cada editor a ordenarlo a su manera, en el fondo, seamos sinceros, según la idea preconcebida que tiene de Pascal; las piezas del mosaico son las mismas, pero el orden en que se disponen, las prioridades que se establecen, las relaciones de los fragmentos entre sí según su proximidad o el lugar que ocupan nos dan cada vez un autor distinto.
En los fragmentos 65 y 66 de la edición Chevalier el propio Pascal parece profetizar lo que ocurrirá con su obra: «Como si los mismos pensamientos», escribe, «no formasen otro cuerpo de ideas al disponerse diferentemente, como las mismas palabras forman otros pensamientos por su diferente disposición. Las palabras diversamente ordenadas componen y los sentidos diversamente ordenados provocan efectos diferentes».
Así es, y en consecuencia estamos condenados a enfrentarnos con una especie de puzzle que cada cual organiza a su modo, haciendo destacar lo que le interesa, lo que juzga esencial, dejando en la sombra otros aspectos, estableciendo un orden que ilumina de forma muy variada las palabras ya de por sí a menudo oscuras, ambiguas, incompletas y carentes de acabado que escribió Pascal.
Formalmente, lo que caracteriza, pues, a los Pensamientos (título póstumo, de una extraordinaria vaguedad y que sin duda no hubiera sido del gusto de Pascal) es la dispersión preparatoria, la sucesión de chispazos que alumbran intuiciones o razonamientos destinados a formar parte de un libro que no llegó a nacer.
Cada editor nos propone su hipótesis de lo que hubiera sido este libro inconcluso, que no puede leerse de un tirón, de cabo a rabo, porque en él todo es eruptivo, hecho de exclamaciones, quejas, gritos, arrebatos, razonamientos a veces sin enlazar que deberían completarse o pulirse. Un terremoto interior fue liberando este material verbal y reflexivo que hoy nos asombra y nos deslumbra, y que no es de utilización fácil.
Leámosle a sorbos caprichosos, aceptando su penumbra, sus cosas a medio decir, entre el germen de la idea abreviada en un rápido esbozo y la expresión final de su pensamiento. Nadie, pues, como él permite al lector tanto margen de libertad, nos deja tanto espacio para leer e interpretar a nuestro modo lo que nos dice.
Este borrador de una ambiciosa idea que la muerte no le dejó perfilar refleja muy bien al hombre a medio hacer, a medio resolver, tironeado entre la angustia y la esperanza. Su pensamiento negro y fulgurante, profundo y contradictorio, no podía acabar formando un sistema cerrado y coherente, todo Pascal está en su violento lenguaje de temor y temblor que inquieta abandonándonos a una experiencia vertiginosa.
Él se propuso un objetivo claro, hacer una «apología de la religión cristiana», pero nadie lee esta obra como apologética, sino como un espejo de crispaciones espirituales, y su característica más acusada es precisamente su falta de claridad, su carácter equívoco. Ni los creyentes se reafirman en su fe ni los incrédulos se inclinan ante Dios, en este sentido el intento de Pascal fue un completo fracaso.
Pero eso sí, unos y otros se desazonan ante este apologista patético que conmueve, agita, hace de aguijón trascendental, borra seguridades, agrieta las certidumbres de creer y no creer, empujándonos hacia una terrible oscuridad en la que reinan las «razones del corazón que la razón no entiende».
Nadie permanece en la indiferencia, nadie sale indemne de su lectura, todo el mundo se siente aludido hasta las últimas raíces, pero lo paradójico es que no convence. Ya en el siglo XVIII Voltaire decía enojadamente que no al «misántropo sublime», como él le llama, y el catolicismo siempre ha apreciado poco las buenas intenciones de esa especie de nuevo Padre de la Iglesia semijansenista.
¿Hay que identificar el cristianismo con esta desolación del hombre que se pinta alegóricamente como un condenado a muerte en una oscura mazmorra que es el mundo? Desde una arriesgada tierra de nadie, dentro de la Iglesia, pero al borde mismo de la herejía, Pascal es prisionero de un pesimismo que sobrecoge sin llevarnos a ninguna parte. No es un maestro, sino un agitador.
Digámoslo claramente, quizá sea imprescindible, pero no resulta simpático, no atrae; según unos le falta humor, según otros un sentido del matiz, de la comprensión, que no le humaniza. El pobre Voltaire, tan empeñado en que las cosas fuesen razonables, se desesperaba con él, pero lo cierto es que después de leerle se hace difícil encontrar razonable la vida.
Su palabra absoluta, intransigente, rompe toda medida, enfrentándonos con la imagen más solitaria y trágica de nosotros mismos. Su intención era que todo eso concluyera en la entrega sin condiciones a Dios, pero los caminos por los que aspira a conducirnos a este fin son tan escépticos e inhumanos que inevitablemente provoca el rechazo.
¿Somos así? ¿Cañas pensantes, sombras inconscientes de vanidad, distraídas, «divertidas» —es decir, desviadas, según su famosa expresión— con los juegos más fútiles, la caza, el billar, la pelota? ¿Qué pensaría Pascal del fútbol, de las revistas ilustradas, de la televisión, de la pornografía, del sufragio universal? ¿Qué sentencias atroces de severidad no tendría para un género de vida que recomienda la «relajación», la frivolidad, el ocio, el placer?
Y no obstante, hoy como antaño seguimos leyendo a Pascal —y muchísimo más que a Voltaire, que parece más acorde con la vida moderna—, refunfuñando por sus excesos, oponiéndole mentís, reservas, objeciones; pero continuamos leyéndole fascinados, más que por la certeza de todo lo que nos dice, por la fuerza irresistible de su llamada a interesarnos de veras por qué somos, de dónde venimos, adonde vamos.
No soluciona nada, no explica nada —o al menos no explica nada convincentemente—, nos irrita con su mezcla de lucidez y patología, de criterios científicos y de actitudes absolutas y desencarnadas, con su hosquedad a un tiempo inteligente y cerril, ingenua y hondísima, pero le necesitamos como una amarga medicina que preserva de las comodidades mentales.
Creyentes y agnósticos, escépticos y hombres de fe, filósofos y lectores del montón, todo el mundo pasa por él, se irrita, le corrige o le contradice, pero pasa por él, y esta experiencia le transforma en mayor o menor medida; luego vuelve a sus convicciones, a sus negativas o a sus dudas, pero jamás olvidará del todo esa extraña interpelación a las actitudes últimas del hombre.
«Yo venero en Pascal el arquetipo mismo del creyente que cree al pie de la letra, que sabe que lo que le han enseñado es verdad, y no hay que imaginarse que eso es muy corriente en la Iglesia», dice Frangois Mauriac en las Memorias interiores, y a su manera el juicio no es disparatado, aunque sólo alude a la faceta más favorable del escritor.
Pero otro católico, Claudel, también tiene razón cuando explica a Gide en una de sus cartas: «Lo que reprocho a Pascal es haber maltratado y calumniado la naturaleza humana, no sólo la manchada por el pecado, sino incluso la creada por Dios y glorificada por la gracia. Eso no es un cristianismo, es un mal humor de enfermo».
Ésta es otra perspectiva del personaje, la relación de su obra con una biografía llena de paradojas. Lo que sabemos de él, mediatizado por el fervor familiar, por los recelos (muy justificados), de la ortodoxia, por la interminable polémica jansenista que aún colea, por las interpretaciones de los estudiosos modernos, ofrece una imagen difícil de explicar.
Incómodo e incompleto, extraño y apasionante, Pascal nos ofrece una de esas lecturas que pueden hacernos sentir vértigos angustiosos, pero que restablecen en su justa medida el valor que hay que atribuir a cada preocupación; sería una imprudencia abandonarnos sin más a la enseñanza crispada y oscura de su misantropía, pero no haberle leído equivale a renunciar a un mensaje sustancial.
Sobre todo en los tiempos que vivimos, inundados de banalidad que nos avasalla desde los medios de información. Por eso conviene recordar lo que decía un personaje de Proust, que recomendaba irónicamente en vez de leer el periódico todos los días y a Pascal una vez al año, invertir los términos, leer cotidianamente a Pascal y hojear muy por encima una vez al año un periódico cualquiera.
CARLOS PUJOL