—Lee —dijo el secretario—. Me ha llamado un tal sheriff Thompson de Lewisburg, Virginia Occidental. Quiere que lo llames en cuanto puedas. —Le dio a Bodecker un papel con un número garabateado.
—Willis, ¿eso es un cinco o un seis?
El secretario miró el papel.
—No, es un nueve.
Bodecker cerró la puerta de su despacho y se sentó; abrió un cajón del escritorio y sacó un caramelo. Después de ver muerta a Sandy, lo primero que le había venido a la cabeza era un vaso de whisky. Se metió el caramelo en la boca y marcó el número de teléfono.
—¿Sheriff Thompson? Soy Lee Bodecker, de Ohio.
—Gracias por llamarme, sheriff —dijo el hombre, arrastrando las palabras al estilo del sur rural—. ¿Cómo les va por ahí?
—No ando entusiasmado.
—La razón por la que le llamo, bueno, puede que no sea nada, pero en algún momento de ayer por la mañana alguien cometió un homicidio con arma de fuego, mató a un predicador, y el chaval del que sospechamos solía vivir donde ustedes.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo cometió el homicidio?
—Le pegó un tiro en la cabeza a la víctima mientras estaba sentada en su coche. Le puso la pistola en la nunca. Lo dejó todo perdido, pero por lo menos no le hizo sufrir.
—¿Qué clase de arma usó?
—Una pistola, probablemente una Luger, alemana.
Sabemos que el chaval tenía una. Se la trajo su padre de la guerra.
—Nueve milímetros, ¿verdad?
—Eso mismo.
—¿Cómo me ha dicho que se llama el sospechoso?
—No se lo he dicho, pero se llama Arvin Russell. De segundo nombre Eugene. Por lo que tengo entendido, sus padres murieron ahí donde ustedes. Creo que su padre se pudo haber suicidado. Lleva unos siete u ocho años viviendo aquí, en Coal Creek, con su abuela. Bodecker frunció el ceño y miró los pósteres y pasquines pegados a la pared del otro lado de la sala. ¿Russell? ¿Russell? ¿De qué le sonaba aquel nombre?
—¿Cuántos años tiene? —le preguntó a Thompson.
—Arvin tiene dieciocho. Escuche, no es mal chico, yo hace tiempo que lo conozco. Y, por lo que he oído, es posible que ese predicador se mereciera que lo mataran. Parece que estaba molestando a niñas. Pero supongo que eso no lo justifica.
—¿El chaval va en coche?
—Tiene un Chevy Bel Air azul, modelo del 54.
—¿Qué aspecto tiene?
—Bueno, envergadura media, pelo oscuro, bastante apuesto —dijo Thompson—. Arvin es callado, pero no es de los que aguantan pullas. Y, joder, es posible que el chaval no esté metido en esto, pero es que no lo encuentro por ningún lado y es la única buena pista que tengo.
—Mándenos cualquier información que tenga de la matrícula del coche o lo que sea y nosotros nos mantendremos alerta por si lo vemos. Y si vuelve a aparecer por ahí, me avisa usted, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Una cosa más —dijo Bodecker—. ¿Tienen una foto suya?
—No, todavía no. Estoy seguro de que su abuela tendrá un par, pero ahora mismo no está de humor para cooperar. En cuanto consiga una, nos aseguraremos de mandarles copia.
En cuanto Bodecker colgó el teléfono, todo le volvió a la cabeza: el tronco para rezar y aquellos animales muertos y el niño que tenía la cara manchada de jugo de tarta. Arvin Eugene Russell.
—Ya me acuerdo de ti, chaval.
Caminó hasta un mapa enorme de Estados Unidos que tenían en la pared. Encontró Johnson City y Lewisburg, recorrió con el dedo Virginia Occidental y cruzó hasta Ohio y la ruta por Point Pleasant. Se detuvo en el punto aproximado de la carretera donde habían muerto Carl y Sandy. Así pues, si los había matado aquel chaval, tenían que haberse encontrado en algún lugar de por allí.
Pero Sandy le había dicho que se iban a Virginia Beach. Volvió a examinar el mapa. No tenía sentido que se hubieran alojado en Johnson City. Eso era dar un rodeo espectacular para volver a casa. Y, además, ¿qué coño hacían llevando aquellas armas?
Condujo hasta el apartamento de la pareja con las llaves que había sacado del llavero. Cuando abrió la puerta lo golpeó el olor a basura podrida. Después de abrir un par de ventanas, examinó las habitaciones, pero no encontró nada raro. «¿Pero qué coño estoy buscando?», pensó. Se sentó en el sofá de la sala de estar. Sacó uno de los carretes que había cogido a hurtadillas de la guantera y se quedó manoseándolo. Llevaba allí unos diez minutos sentado cuando por fin se le ocurrió que algo no encajaba en aquel apartamento. Volvió a recorrer las habitaciones y no encontró ni una sola fotografía. ¿Cómo era que Carl no tenía ninguna foto colgada en las paredes ni a la vista por ningún lado? Pero si el cabrón no pensaba en otra cosa que en sus fotos. Se puso a buscar otra vez, ahora a conciencia, y no tardó en encontrar una caja de zapatos debajo de la cama, escondida debajo de unas mantas sobrantes.
Más tarde se quedó sentado en el sofá, mirando aturdido un agujero del techo por donde se había colado la lluvia. Justo debajo había un montón de trozos de yeso sobre la alfombra trenzada. Se acordó de un día de la primavera de 1960. En aquella época ya llevaba casi dos años de ayudante del sheriff, y como su madre había aceptado por fin que Sandy dejara los estudios, la chica estaba trabajando a tiempo completo en el Wooden Spoon. Por lo que Bodecker podía ver, el trabajo no había hecho gran cosa por ayudar a su hermana a abrirse al mundo; parecía igual de retraída y desamparada que siempre. Pero él había oído historias de chicos que se presentaban allí a la hora de cerrar, la convencían para que se subiera a su coche a echar un polvo rápido y luego la dejaban tirada en medio de la nada para que volviera a casa como pudiera. Cada vez que pasaba a verla por la cafetería, esperaba que ella le anunciara que tenía un bastardo de camino. Y sospechaba que aquel día lo tenía, aunque no de la clase que él se estaba imaginando. Era el día del Buffet Libre de Pescado.
—Vengo enseguida —le dijo Sandy, pasando apresuradamente con otro plato atiborrado de perca para Doc Leedom—. Tengo que contarte una cosa.
El podólogo iba todos los viernes y trataba de suicidarse a base de comer pescado frito. Era el único momento en que pasaba por la cafetería. El buffet libre de lo que fuera, les decía a sus pacientes, era la idea más estúpida que podía tener un propietario de restaurante.
Ella cogió la cafetera y le sirvió una taza a Bodecker.
—Ese gordo cabrón me está haciendo currar como una loca —susurró.
Bodecker se giró y vio cómo el médico se metía en la boca un trozo grande de pescado rebozado y se lo tragaba.
—Joder, ni siquiera lo mastica, ¿no?
—Y se puede pasar así el día entero —dijo ella.
—¿Y qué me tienes que contar?
Ella se apartó un mechón suelto de la cara.
—Bueno, quería decírtelo antes de que te enteres por otro lado.
Ya estaba, pensó él, una criatura de camino y otra preocupación que añadir a su propia úlcera. Lo más seguro era que ella ni siquiera supiera quién era el padre.
—No te habrás metido en un lío, ¿verdad? —le dijo.
—¿Qué? ¿Si estoy embarazada, dices? —Ella se encendió un cigarrillo—. Joder, Lee. Lo tuyo conmigo es increíble.
—Vale, ¿pues entonces qué pasa?
Expulsó un aro de humo por encima de su cabeza y le guiñó el ojo.
—Me he comprometido.
—¿Para casarte, dices?
—Pues claro —dijo ella, soltando una risita—. ¿Para qué va a ser si no?
—Madre mía. ¿Y cómo se llama él?
—Carl. Carl Henderson.
—Henderson —repitió, mientras se echaba leche en el café con una jarrita metálica—. ¿Es uno de aquellos con los que ibas a la escuela? ¿De aquellos que viven en Plug Run?
—Oh, joder, Lee —dijo ella—. Pero si esos chavales son medio retrasados, ya lo sabes. Carl ni siquiera es de por aquí. Creció en la parte sur de Columbus.
—¿Y qué hace? Me refiero a su trabajo.
—Es fotógrafo.
—Ah, ¿tiene un estudio de esos?
Ella aplastó el cigarrillo en el cenicero y negó con la cabeza.
—De momento no —dijo ella—. Montar una cosa así cuesta dinero.
—Bueno, ¿pues cómo se gana la vida?
Ella puso los ojos en blanco y soltó un suspiro.
—No te preocupes, sale adelante.
—En otras palabras, no trabaja.
—Pero si yo le he visto la cámara y todo.
—Joder, Sandy, Florence tiene una cámara, pero no por eso voy a decir que es fotógrafa. —Miró en dirección a la cocina, donde el cocinero de la parrilla estaba de pie delante de una nevera abierta y con la camiseta subida para intentar refrescarse. No podía evitar preguntarse si Henry se habría follado a su hermana. Se decía que tenía un rabo digno de un poni de las islas Shetland—. ¿Dónde coño has conocido a ese tipo?
—Ahí mismo —dijo Sandy, señalando una mesa del rincón.
—¿Y cuánto hace de eso?
—Pues una semana —dijo ella—. No te preocupes, Lee. Es buen tipo. —Y en menos de un mes estaban casados.
Dos horas más tarde estaba de vuelta en la cárcel. Llevaba una botella de whisky en una bolsa de papel. En el maletero del coche patrulla tenía la caja de las fotografías y los carretes de película. Se encerró con llave en su oficina y se sirvió una copa en una taza de café. Era la primera que se bebía en más de un año, pero no puede decirse que la disfrutara. Florence lo llamó justo cuando estaba listo para tomarse otra.
—Me he enterado de lo ocurrido —le dijo ella—. ¿Por qué no me has llamado?
—Tendría que haberte llamado, ya lo sé.
—¿Entonces es verdad? ¿Sandy está muerta?
—Ella y ese inútil asqueroso.
—Dios mío, cuesta de creer. ¿No estaban de vacaciones?
—Me parece que Carl era mucho peor de lo que nunca me temí.
—Se te ve alterado, Lee. ¿Por qué no te vienes a casa?
—Todavía me queda trabajo. Parece que igual tengo que quedarme toda la noche.
—¿Alguna idea de quién lo ha hecho?
—No —dijo él, mirando la botella que tenía sobre la mesa—. La verdad es que no.
—¿Lee?
—Sí, Fio.
—No habrás estado bebiendo, ¿verdad?