47

Daba la impresión de que había habido un accidente más adelante, a juzgar por lo despacio que estaba avanzando el tráfico. Arvin acababa de decidir que iba a cruzar el puente a pie cuando se le acercó el coche y el gordo le preguntó si quería que lo llevase. Después de vender el Bel Air, había salido a la carretera y se había subido al coche de un vendedor de fertilizantes —camisa blanca arrugada, corbata manchada de salsa, el hedor del alcohol de la noche anterior manándole de los poros enormes— que iba de camino a una convención de piensos y semillas en Indianápolis. El vendedor lo había dejado en la ruta a la altura de Nitro, y unos minutos más tarde lo había vuelto a coger una familia de color en una camioneta que lo había llevado a las afueras de Point Pleasant. Se había sentado en la parte de atrás junto con una docena de canastos de tomates y judías verdes. Luego el negro le señaló por dónde se iba al puente y Arvin echó a andar. Olió el río Ohio varias manzanas antes de poder ver su superficie grasienta y de color gris azulado. Le costaba creer que pudiera viajarse tan deprisa haciendo dedo. Cuando se metió en la ranchera negra, la mujer que iba al volante lo miró con una sonrisa. Daba la impresión de que se alegraba de verlo. Se llamaban Carl y Sandy, le dijo el gordo.

—¿Adónde estás yendo? —preguntó Carl.

—A Meade, Ohio —dijo Arvin—. ¿Lo conocéis?

—Pues… —empezó a decir Sandy.

—Claro —la interrumpió él—. Si no me equivoco, creo que tiene una fábrica de papel. —Se sacó el puro de la boca y miró a la mujer—. De hecho, vamos a pasar justo al lado, ¿verdad, cielo? —Aquello tenía que ser una señal, pensó Carl: recoger a un chico tan guapo que iba a Meade, allí abajo entre las ratas del río.

—Sí —dijo ella. El tráfico empezó a moverse otra vez. Lo que estaba causando la retención era un accidente en el lado de Ohio: dos coches todos abollados y el pavimento lleno de cristales rotos. Una ambulancia encendió la sirena y arrancó justo delante de él, evitando por los pelos una colisión. Un policía hizo sonar su silbato y levantó la mano para hacer parar a Sandy.

—Joder, ten cuidado —dijo Carl, cambiando de postura en su asiento.

—¿Quieres conducir tú? —dijo Sandy, dándole al freno demasiado fuerte. Se pasaron unos cuantos minutos allí sentados, mientras un hombre con mono de trabajo barría a toda prisa los cristales. Sandy ajustó el retrovisor y echó otro vistazo al chico. Se alegraba de haberse bañado aquella mañana. Todavía estaría bien limpia para él. Cuando metió la mano en el bolso para buscar un paquete de cigarrillos sin abrir, sus dedos rozaron la pistola. Mientras miraba cómo el hombre terminaba de limpiar, fantaseó con la idea de matar a Carl y escaparse con el chico. Lo más seguro era que solamente tuviera seis o siete años menos que ella. Ella podría hacer funcionar algo así. Tal vez hasta podrían tener un par de criaturas. Luego cerró el bolso y se puso a abrir el paquete de Salem. Nunca lo haría, por supuesto, pero era una fantasía agradable.

—¿Cómo te llamas, cielo? —le preguntó al chico, después de que el policía les hiciera una señal para que pasaran.

Arvin se permitió un suspiro de alivio. Había estado seguro de que la mujer iba a conseguir que los pararan. La volvió a mirar. Era flaca como un palillo y se la veía sucia. Tenía la cara embadurnada de maquillaje y los dientes manchados de amarillo oscuro por culpa del exceso de cigarrillos y el abandono. Del asiento de delante venía un fuerte olor a sudor y mugre, y supuso que a aquellos dos les hacía bastante falta bañarse.

—Billy Burns —le dijo. Era como se llamaba el viajante de fertilizantes.

—Es un nombre bonito —dijo ella—. ¿De dónde vienes?

—De Tennessee.

—¿Y para qué vas a Meade? —le preguntó Carl.

—Pues de visita nada más.

—¿Tienes familia ahí?

—No —dijo Arvin—. Pero viví allí hace mucho tiempo.

—Lo más seguro es que no haya cambiado mucho —dijo Carl—. La mayoría de pueblos pequeños no cambian.

—¿Y dónde vivís vosotros? —preguntó Arvin.

—Somos de Fort Wayne. Venimos de estar de vacaciones en Florida. Nos gusta conocer a gente nueva, ¿verdad, cariño?

—Ya lo creo —dijo Sandy.

Cuando pasaron frente al letrero que anunciaba la entrada en el condado de Ross, Carl se miró el reloj de pulsera. Probablemente deberían haber parado antes de llegar tan lejos, pero conocía un sitio seguro cerca adonde podían llevar al chico. Había pasado por allí el invierno anterior en uno de sus paseos en coche. Ya estaban a quince kilómetros de Meade y eran las seis de la tarde pasadas. Eso quería decir que solamente les quedaba una hora y media más o menos de luz aceptable. Era la primera vez que violaba una de las reglas importantes, pero ya había tomado su decisión. Aquella noche iba a matar a un hombre en Ohio. Joder, y si le salía bien quizá hasta podía eliminar la regla. Tal vez ese fuera el sentido que tenía aquel chico, o tal vez no. No había tiempo para pensar en ello. Cambió de postura en su asiento y dijo:

—Billy, mi vejiga ya no es lo que era. Vamos a detenernos para que yo pueda echar una meada, ¿vale?

—Sí, claro. Yo os agradezco que me llevéis.

—Aquí a la derecha sale un camino —le dijo Carla Sandy.

—¿A qué distancia? —preguntó Sandy.

—Quizá un kilómetro y medio.

Arvin se inclinó un poco y miró más allá de la cabeza de Carl, en dirección al parabrisas. No vio ninguna señal de que hubiera un camino, y le pareció un poco raro que el hombre supiera que había uno más adelante si no era de por allí. «Tal vez tenga un mapa», se dijo a sí mismo. Volvió a sentarse en su asiento y contempló el paisaje. Salvo por el hecho de que las colinas eran más pequeñas y más redondeadas, se parecía mucho a Virginia Occidental. Se preguntó si alguien habría encontrado ya el cuerpo de Teagardin.

Sandy salió de la ruta para coger un camino de tierra y grava. Pasó por delante de una granja bastante grande que había en la esquina. Al cabo de un kilómetro, aminoró la marcha y le preguntó a Carl:

—¿Aquí?

—No, sigue un poco más.

Arvin puso la espalda recta y miró a su alrededor. Llevaban sin ver una casa desde que habían dejado atrás la granja. La Luger le presionaba en la entrepierna, y movió el arma un poco.

—Este parece un buen sitio —dijo por fin Carl, señalando los restos poco visibles de un camino para coches que llevaba a una casa destartalada. Era obvio que el sitio llevaba años vacío. Las pocas ventanas estaban rotas y el porche se hundía por un lado. La puerta principal estaba abierta y colgaba de una bisagra. Al otro lado de la carretera había un campo de maíz, con los talios marchitos y amarillentos por culpa del clima tórrido y ventoso. En cuanto Sandy apagó el motor, Carl abrió la guantera. Sacó una cámara de aspecto caro y la sostuvo en alto para que Arvin la viera.

—Seguro que nunca te habrías imaginado que soy fotógrafo, ¿verdad? —dijo.

Arvin se encogió de hombros.

—Seguramente no. —Oyó el zumbido de los insectos en las hierbas secas que rodeaban el coche. Miles de ellos.

—Pero, oye, no soy uno de esos imbéciles que hacen fotos idiotas como las que salen en el periódico, ¿verdad que no, Sandy?

—No —dijo ella, volviendo la vista hacia Arvin—. Para nada. Es muy bueno.

—¿Has oído hablar de Miguel Ángel o de Leonardo…?

Ay, carajo, me he olvidado del apellido. ¿Sabes cuál te digo?

—Creo que sí —dijo Arvin. Se acordó de que Lenora le había enseñado un libro donde salía una pintura titulada Mona Lisa. Ella le había preguntado si la veía parecida a la mujer del cuadro, y se alegraba de haberle dicho que era más guapa.

—Pues a mí me gusta pensar que un día la gente va a mirar mis fotografías y pensará que son igual de buenas que cualquiera de las cosas que hizo esa gente. Las fotos que yo hago, Billy, son como arte, como lo que hay en el museo. ¿Has ido alguna vez a un museo?

—No —dijo Arvin—. No he ido.

—Bueno, tal vez vayas algún día. ¿Qué me dices, pues?

—¿Qué te digo de qué? —dijo Arvin.

—¿Por qué no salimos y me dejas que te haga unas fotos con Sandy?

—No, mejor que no. He tenido un día bastante duro y prefiero no entretenerme. Solamente quiero llegar a Meade.

—Oh, venga, hijo, si no son más que unos minutos. A ver, óyeme. ¿Y si ella se desnuda para ti?

Arvin echó mano de la manecilla de la puerta.

—No, gracias —dijo—. Me vuelvo andando a la carretera. Vosotros quedaos aquí y sacad todas las fotos que queráis.

—Espera, me cago en la puta —dijo Carl—. No era mi intención molestarte. Pero, joder, preguntar no hace daño a nadie, ¿verdad? —Dejó la cámara en el asiento y suspiró—. Muy bien, déjame echar mi meada y nos largamos.

Carl sacó su corpachón del coche y echó a andar hacia la parte de atrás. Sandy sacó un cigarrillo del paquete. Arvin la miró y vio cómo le temblaban las manos mientras hacía varios intentos de encender una cerilla. Una sensación, a la que no podía poner nombre, le hurgó de pronto en la tripa como si fuera un cuchillo. Ya se estaba sacando la Luger de la cintura del peto cuando oyó que Carl decía:

—Sal del coche, chaval. —El gordo estaba a poco menos de un metro de la portezuela de atrás, apuntándolo con una pistola de cañón largo.

—Si lo que queréis es dinero —dijo Arvin—, tengo un poco. —Le quitó el seguro a la pistola—. Os lo podéis quedar.

—De pronto te has vuelto amable, ¿eh? —dijo Carl. Escupió en la hierba—. Pues mira lo que te digo, mariconcillo, de momento quédate con tu dinero. Sandy y yo ya lo decidiremos después de que yo haga mis puñeteras fotos.

—Será mejor que hagas lo que te dice, Billy —dijo Sandy—. Si las cosas no salen como quiere, se puede poner bastante nervioso.

Cuando ella volvió a mirarlo y le dedicó otra sonrisa, Arvin asintió para sí mismo y abrió su portezuela. Antes de que la mente de Carl entendiera qué era lo que el chaval tenía en la mano, la primera detonación ya le había abierto un boquete en el vientre.

La fuerza de la bala le hizo dar media vuelta sobre sí mismo. Retrocedió tres o cuatro pasos tambaleantes y recobró el equilibrio. Intentó levantar el arma y apuntar al chico, pero en ese momento otra bala lo alcanzó en el pecho. Aterrizó boca arriba con un fuerte golpe sobre las hierbas. Aunque todavía notaba la pistola del 8 en la mano, los dedos ya no le funcionaban. Oyó la voz de Sandy desde algún lugar lejano. Parecía que estaba repitiendo su nombre una y otra vez: «Carl, Carl, Carl». Quería responderle, y pensó que si descansaba un momento de nada todavía podía arreglar aquel desastre. Algo frío empezó a reptarle por encima. Sintió que el cuerpo se le empezaba a hundir en un agujero que parecía estar abriéndose en el suelo debajo de él. Rechinó los dientes y luchó por salir de allí antes de hundirse demasiado. Sintió que empezaba a elevarse. Sí, por Dios, todavía estaba a tiempo de arreglar las cosas, y luego lo dejarían. Vio a aquellos dos niños en bicicleta que pasaban y lo saludaban con la mano. Se acabaron las fotos, quería decirle a Sandy, pero le estaba costando encontrar aire. Luego algo provisto de unas alas negras y enormes se le posó encima, empujándolo de nuevo hacia abajo, y aunque intentó frenéticamente agarrarse a la hierba y a la tierra con la mano izquierda para no hundirse más, esta vez no consiguió detenerlo.

Cuando la mujer empezó a llamar al hombre a gritos, Arvin se giró y la vio en el asiento de delante, sacando algo del bolso.

—No lo hagas —dijo él, negando con la cabeza. Se apartó del coche y la apuntó con la Luger—. Te lo pido por favor.

A ella le caían por la cara chorretones negros de pintura de ojos. Gritó una vez más el nombre del tipo y de pronto se detuvo. Respiró hondo varias veces y se quedó mirando las suelas de Carl mientras se calmaba. Se fijó en que una de ellas tenía un agujero tan grande como una moneda de cincuenta centavos. No lo había mencionado en todo el viaje.

—Por favor —le dijo Arvin cuando la vio sonreír.

—A la mierda —dijo ella en voz baja, justo antes de sacar una pistola por encima del asiento y disparar. Y, aunque había apuntado directamente al centro del cuerpo del chico, este ni se inmutó. Volvió a echar frenéticamente el percutor hacia atrás con los pulgares, pero antes de que pudiera hacer el segundo disparo Arvin le disparó en el cuello. La pistola del 22 cayó en los tablones del suelo mientras el balazo la mandaba despedida contra la portezuela del conductor. Apretándose la garganta con las manos, ella intentó detener el chorro rojo que le manaba de la herida. Empezó a ahogarse y tosió vomitando un chorro de sangre sobre el asiento. Su mirada se clavó en la cara del chico. Los ojos se le dilataron unos segundos y luego se cerraron lentamente.

Arvin escuchó cómo respiraba varias veces de forma entrecortada y por fin experimentaba una última sacudida. No podía creerse que la mujer no le hubiera dado. Joder, con lo cerca que estaba.

Se sentó en el borde del asiento trasero y vomitó un poco sobre la hierba que tenía entre los pies. Trató de sacudirse de encima la desesperación abrumadora que se estaba cerniendo sobre él. Salió al camino de tierra y caminó en círculos. Volvió a guardarse la Luger en los pantalones y se arrodilló al lado del hombre. Le metió la mano por debajo, le sacó la billetera del bolsillo de atrás y le echó un vistazo rápido. No vio ningún permiso de conducir, pero sí que encontró una fotografía y unos cuantos billetes. De pronto volvieron a entrarle náuseas.

Era una imagen de la mujer acunando con los brazos la cabeza de un muerto, como si fuera un bebé. Iba en bragas y sujetador. El muerto tenía un agujero que parecía de bala encima del ojo derecho. Ella lo estaba mirando con un matiz de pena en la cara.

Arvin se guardó la fotografía en el bolsillo de la camisa y dejó caer la billetera sobre el pecho del gordo. A continuación abrió la guantera, pero no encontró nada más que mapas de carreteras y rollos de película. Volvió a escuchar por si oía acercarse algún coche y se secó el sudor que le caía sobre los ojos.

—Piensa, hostia, piensa —se dijo a sí mismo. Pero lo único que sabía con certeza era que tenía que salir deprisa de aquel lugar. Cogió su bolsa de deporte y echó a andar en dirección oeste por entre las hileras de maíz reseco. Ya se había adentrado veinte metros en el campo cuando se detuvo y dio media vuelta. Volvió a toda prisa al coche, sacó un par de los carretes de la guantera y se los guardó en el bolsillo de los pantalones. Luego sacó una camisa de su bolsa y la usó para limpiar todo lo que pudiera haber tocado. Los insectos volvieron a zumbar.