Costaba de creer, pero el chiflado de los cojones del traje sucio llevaba casi cien dólares en el bolsillo. Comieron parrillada con ensalada de repollo en un chiringuito de un barrio negro de Knoxville, y aquella noche durmieron en un Holiday Inn de Johnson City, Tennessee. Como de costumbre, Sandy tardó una eternidad en arreglarse por la mañana. Para cuando anunció que estaba lista, Carl ya estaba de bastante mal humor. Con la excepción de las del chaval de Kentucky, la mayoría de fotos que había sacado durante aquel viaje eran una porquería. Nada le había salido bien. Se había pasado la noche atormentándose con aquello, sentado en una silla junto a la ventana de la tercera planta, contemplando el aparcamiento y manoseando una picha de perro hasta que se le deshizo entre los dedos. No paraba de buscar señales, algo que hubiera pasado por alto. Pero no se le ocurría nada, salvo la actitud más bien chunga de Sandy y el expresidiario que se había escapado. Juraba que nunca más volvería a cazar en el Sur.
Llegaron al sur de Virginia Occidental sobre el mediodía.
—Mira, todavía tenemos el resto del día de hoy —dijo—. Si no es mucho pedir, joder, me gustaría hacer otro carrete de fotos antes de volver a casa, fotos que estén bien. —Habían parado en una estación de servicio para que él pudiera comprobar el aceite del coche.
—Adelante —dijo Sandy—. Ahí puedes hacer todas las fotos que quieras. —Señaló el ventanal—. Mira, en aquel árbol acaba de posarse un azulejo.
—Muy graciosa —dijo él—. Ya sabes a qué me refiero.
Ella puso el coche en marcha.
—Me da igual lo que hagas, Carl, pero esta noche yo quiero dormir en mi cama.
—Muy bien —dijo él.
Se pasaron las cuatro o cinco horas siguientes sin encontrar ni un solo autoestopista. Cuanto más se acercaban a Ohio, más nervioso se ponía Carl. No paraba de decirle a Sandy que redujera la velocidad, y la hizo pararse un par de veces más para estirar las piernas y tomar café solamente para dilatar un poco más su esperanza. Para cuando pasaron por Charleston y se dirigieron a Point Pleasant, ya estaba desesperado y lleno de dudas. Tal vez el expresidiario fuera realmente una señal. En caso de que sí, pensó Carl, solamente podía querer decir una cosa: que tenían que dejarlo ahora que aún podían. Eso estaba pensando mientras se acercaban a la larga caravana de coches que esperaban para cruzar el puente metálico plateado que los llevaría a Ohio. En aquel momento vio al joven guapo y moreno que esperaba en la pasarela para peatones con una bolsa de deporte en la mano, a siete u ocho coches de distancia por delante de ellos. Se inclinó e inhaló el humo de los coches y la peste procedente del río. El tráfico avanzó un par de metros y volvió a detenerse. Alguien que estaba por detrás de ellos en la hilera de coches hizo sonar la bocina. El chico se giró para mirar el final de la hilera, entornando los ojos bajo el sol.
—¿Ves eso? —dijo Carl.
—¿Pero qué pasa con tus putas reglas? Joder, pero si estamos entrando en Ohio.
Carl no le quitó los ojos de encima al chico y rezó porque nadie se ofreciera para llevarlo antes de que ellos se acercaran lo bastante para recogerlo.
—Veamos solamente adónde va. Joder, eso no tiene ningún riesgo, ¿verdad?
Sandy se quitó las gafas de sol y echó un vistazo más de cerca al chico. Conocía lo bastante a Carl como para saber que no se iba a conformar con llevarlo un rato, pero, por lo que ella podía ver, probablemente fuera el más guapo que se habían encontrado nunca. Y estaba claro que en este viaje no había habido ningún ángel.
—Supongo que no —dijo ella.
—Pero necesito que hables un poco, ¿vale? Ponle esa sonrisa tuya, caliéntalo un poco. No me gusta decir esto, pero en este viaje te has descuidado mucho. Yo no puedo hacerlo solo.
—Claro, Carl —dijo ella—. Lo que tú digas. Joder, en cuanto ponga el culo en el asiento me ofrezco para comerle el rabo. Eso debería funcionar.
—Joder, pero qué deslenguada.
—Puede ser —dijo ella—. Pero quiero acabar con esto de una vez.