Aquella misma noche Sandy aparcó en el margen de una parada de camiones situada a unos kilómetros al sur de Atlanta. Comió un tasajo y se metió a dormir en el asiento de atrás. Sobre las tres de la madrugada empezó a llover. Carl estaba sentado en el asiento de delante, escuchando cómo la lluvia tamborileaba encima del coche y acordándose del expresidiario. «De esto se puede aprender una lección», pensó. El solamente le había dado la espalda un segundo a aquel cobarde de mierda, pero eso ya había bastado para cagarlo todo. Sacó la ropa del hombre de debajo del asiento y se puso a examinarla. Encontró una navaja automática, una dirección de Greenwood, Carolina del Sur, escrita dentro de un librito de cerillas y una billetera con once dólares. Debajo de la dirección había escrito: BUENAS MAMADAS. Se guardó el dinero en el bolsillo y con todo lo demás hizo una pelota; a continuación cruzó el aparcamiento y la tiró a un cubo de basura.
Seguía lloviendo cuando Sandy despertó por la mañana. Mientras desayunaba con ella en la parada de camiones, Carl se preguntó si alguno de los camioneros que tenían sentados a su alrededor habría matado alguna vez a un autoestopista. Si alguien tenía esa inclinación, la verdad es que era un trabajo perfecto. Mientras empezaban a tomarse la tercera taza de café, la lluvia amainó y el sol asomó en el cielo como un forúnculo enorme e infectado. Para cuando pagó la cuenta, ya se levantaban volutas de vapor del asfalto del aparcamiento.
—Sobre lo que pasó ayer —dijo Carl mientras caminaban de vuelta al coche—. Lo que hice estuvo mal.
—Como te dije —le dijo Sandy—, no me mientas más. Si nos pillan, a mí me toca comerme el mismo marrón que a ti.
Carl volvió a acordarse de las balas de fogueo que le había metido en la pistola, pero decidió que era mejor no mencionarlo. Pronto llegarían a casa, y él volvería a cambiárselas sin que se enterara.
—Nadie va a pillarnos —dijo él.
—Sí, bueno, seguramente tampoco pensabas que se nos fuera a escapar uno.
—No te preocupes —dijo él—, que eso no volverá a pasar.
Condujeron por Atlanta y se pararon a poner gasolina en un sitio llamado Roswell. Les quedaban veinticuatro dólares y pico para volver a casa. Cuando Carl ya estaba volviendo a entrar en la ranchera, se le acercó tímidamente un hombre demacrado que llevaba un traje negro raído.
—Por casualidad no irán ustedes hacia el norte, ¿verdad? —les dijo el hombre.
Carl recogió tranquilamente su puro del cenicero antes de girarse para mirar al que acababa de hablar. El traje le venía varias tallas grande. Se había dado varias vueltas al dobladillo de los pantalones para que no le arrastrara por el suelo. Carl vio que en la manga del traje todavía llevaba pegada la etiqueta del precio. El hombre llevaba, a modo de equipaje, una esterilla de dormir enrollada, y aunque aparentaba unos sesenta años, Carl sospechó que el caminante era más joven. Por alguna razón, Carl le vio pinta de predicador, de aquellos de verdad que ya no se veían: no de esos cabrones avariciosos y perfumados que solamente querían quedarse con el dinero de la gente y vivir a lo grande a costa de Dios, sino de los que realmente creían en las enseñanzas de Jesucristo. Aunque, bien pensado, seguramente estaba dejándose llevar por su fantasía; lo más seguro era que el tipo fuera un simple vagabundo.
—Es posible —dijo Carl. Echó un vistazo a Sandy en busca de alguna indicación de que se apuntaba a aquello, pero ella se limitó a encogerse de hombros y ponerse las gafas de sol—. ¿Adónde vas?
—A Coal Creek, Virginia Occidental.
Carl se acordó del que se les había escapado la noche anterior. Aquel hijo de puta de polla grande iba a dejarle un mal sabor de boca durante mucho tiempo.
—Venga, va, ¿por qué no? —le dijo al tipo—. Súbete atrás.
En cuando cogieron la carretera, el tipo dijo:
—Se lo agradezco, señor. Tengo los pies reventados.
—Te está costando que te cojan, ¿verdad?
—He caminado más que otra cosa, eso se lo aseguro.
—Sí —dijo Carl—. No entiendo a la gente que no quiere coger a desconocidos. Debería ser una buena obra, ayudar a alguien.
—Habla usted como un cristiano —dijo el hombre.
Sandy se aguantó la risa, pero Carl no le hizo ni caso.
—En cierta manera supongo que lo soy —le dijo al hombre—. Pero tengo que admitir que no le dedico tanto tiempo como antes.
El hombre asintió con la cabeza y miró por la ventanilla.
—Cuesta vivir como es debido —dijo—. Parece que el diablo no ceja nunca.
—¿Cómo te llamas, cielo? —le preguntó Sandy. Carl le echó un vistazo y sonrió; después estiró el brazo para tocarle la pierna. Tras la cagada del día anterior, había tenido miedo de que ella se pasara el resto del viaje haciéndole la vida imposible.
—Roy —dijo el hombre—. Roy Laferty.
—¿Y qué hay en Virginia Occidental, Roy? —dijo ella.
—Voy a casa a ver a mi niña.
—Qué bonito —dijo Sandy—. ¿Cuánto hace que no la ves?
Roy lo pensó un momento. Dios, no había estado tan cansado en la vida.
—Hace casi diecisiete años. —Ir en el coche le estaba dando sueño. No quería ser maleducado para nada, pero, por mucho que lo intentó, no consiguió mantener los ojos abiertos.
—¿Qué has estado haciendo tanto tiempo lejos de casa? —le preguntó Carl. Después de esperar un par de minutos a que el hombre respondiera, se dio la vuelta para mirar al asiento de atrás.
—Hostia, se ha quedado dormido —le dijo a Sandy.
—Déjalo que descanse —dijo ella—. Y, de que me lo folle, ya te puedes ir olvidando. Huele peor que tú.
—Vale, vale —dijo Carl, sacando de la guantera el mapa de carreteras de Georgia. Treinta minutos más tarde, señaló una salida de la carretera y le dijo a Sandy que la tomara. Se adentraron cuatro o cinco kilómetros por un camino polvoriento de arcilla y al final encontraron un pequeño descampado con restos de una fiesta y un piano roto—. Habrá que conformarse con esto —dijo Carl, saliendo del coche. Abrió la portezuela del autoestopista y lo zarandeó—. Eh, colega —le dijo—. Ven, que quiero enseñarte una cosa.
Al cabo de un par de minutos, Roy se encontró en una arboleda de altos pinos amarillos. El suelo que pisaban estaba cubierto por una alfombra de agujas secas y marrones. No se acordaba de cuánto tiempo llevaba viajando, tal vez unos tres días. No había tenido demasiada suerte a la hora de encontrar quien le llevara, así que había caminado hasta tener los pies llenos de ampollas. Aunque no se veía capaz de caminar más, tampoco quería quedarse quieto. Se preguntaba si los animales ya habrían encontrado a Theodore. Luego vio que la mujer se estaba desnudando y aquello lo confundió. Buscó con la mirada el coche en el que lo habían traído y vio que el gordo lo estaba apuntando con una pistola. Llevaba una cámara negra colgando del cuello y tenía un puro apagado entre los gruesos labios. Tal vez estuviera soñando, pensó Roy, pero, joder, aquello parecía muy real. Podía oler la savia que el calor hacía manar de los árboles. Vio que la mujer se tumbaba sobre una manta roja a cuadros, como las que la gente usaba para irse de picnic, y luego el hombre le dijo algo que terminó de despertarlo.
—¿Qué? —preguntó Roy.
—Digo que estoy haciéndote un favor —le repitió Carl—. A ella le gustan los machos larguiruchos como tú.
—¿Qué está pasando aquí, señor?
Carl soltó un suspiro.
—Joder, hombre, presta atención. Ya te lo he dicho, tú te vas a follar a mi mujer y yo os voy a hacer unas fotos, eso es todo.
—¿A su mujer? —dijo Roy—. En mi vida he oído nada parecido. Y yo que pensaba que era usted un buen tipo.
—Calla la boca y quítate ese traje de la beneficencia.
Roy echó un vistazo a Sandy y levantó las manos.
—Señora —le dijo—. Lo siento, pero cuando murió Theodore me prometí a mí mismo que en adelante iba a llevar una vida recta, y tengo intención de hacerlo.
—Oh, venga, cielo —dijo Sandy—. Nos van a sacar unas cuantas fotos y luego ese gordo cabrón nos dejará en paz.
—Mujer, mírame. Las he pasado putas. Joder, ni siquiera me acuerdo de la mitad de sitios donde he estado. ¿De verdad quieres que te toquen estas manos?
—Hijo de la gran puta, vas a hacer lo que yo te diga —dijo Carl.
Roy negó con la cabeza.
—No, señor. La última mujer con la que estuve era un pájaro, y va a seguir siendo la última. Theodore le tenía miedo, así que no se lo conté, pero Priscilla era un flamenco de verdad.
Carl se rio y tiró el puro al suelo.
—Vale, parece que nos ha tocado un chiflado.
Sandy se puso de pie y empezó a vestirse.
—Vámonos de una puta vez —dijo.
Cuando se dio la vuelta para ver cómo la mujer echaba a andar hacia el coche aparcado junto a la carretera, Roy sintió el cañón de la pistola contra el costado de su cabeza.
—Ni se te ocurra correr —le dijo Carl.
—De eso no tiene que preocuparse —dijo Roy—. Ya se ha acabado mi época de correr. —Levantó la vista y buscó un trozo de cielo azul visible a través de las ramas verdes y frondosas de los pinos. Pasó un jirón blanco de nube. «Así será morirse —se dijo a sí mismo—. Flotar en el aire. No tiene nada de malo.» Sonrió un poco—. Supongo que no me va a dejar volver al coche, ¿verdad?
—Has acertado —dijo Carl. Y empezó a apretar el gatillo.
—Una cosa nada más —dijo Roy, con voz apremiante.
—¿Qué?
—Se llama Lenora.
—¿De quién coño estás hablando?
—De mi niña —dijo Roy.