—¿Solamente has traído una camisa? —le preguntó Sandy. Llevaban seis días en la carretera y ya se habían trabajado a dos modelos, el chaval de la melena y un tipo con una armónica que creía que se iba a Nashville a convertirse en estrella de la música Country, es decir, hasta unos minutos después de que lo oyeran cargarse por completo «Ring of Fire» de Johnny Cash, que resultó ser la canción favorita de Carl aquel verano.
—Sí —dijo Carl.
—Vale, pues vamos a tener que lavar ropa —dijo ella.
—¿Por qué?
—Pues porque apestas.
Un par de horas más tarde encontraron una lavandería automática en un pueblecito de Carolina del Sur. Sandy le hizo quitarse la camisa. A continuación entró llevando una bolsa de la compra llena de ropa sucia y la metió en una de las lavadoras. Él la esperó sentado en el banco que había en la salida, contemplando los coches que pasaban de rato en rato y chupeteando un puro, con las tetas caídas casi tocándole la panza de color blanquecino. Sandy salió, se sentó en la otra punta del banco y se escondió detrás de sus gafas de sol. Tenía la blusa pegada a la espalda con sudor. Apoyó la cabeza en el edificio y cerró los ojos.
—Lo que le hicimos era lo mejor que le podía pasar —dijo Carl.
«Joder —pensó Sandy—, todavía está hablando de aquel capullo de la armónica.» Llevaba toda la mañana cascando sobre lo mismo.
—Ya lo has dicho —dijo ella.
—A ver si me entiendes; para empezar, no tenía ni puta idea de cantar. ¿Y cuántos dientes tenía en la boca, tres? ¿Tú has visto alguna vez a esas estrellas del Country? Tienen dentaduras carísimas, joder. No, se le habrían reído en la puta cara hasta obligarlo a marcharse. Él se habría ido a casa, habría dejado preñada a alguna vaca y se habría encontrado atado a una camada de críos, y ahí se habría acabado todo.
—¿Qué se habría acabado?
—Pues se habría acabado su sueño. Tal vez anoche él no lo entendiera, pero a ese chaval le he hecho un favor enorme.
—Joder, Carl, ¿pero qué coño te pasa? —Oyó que se paraba la lavadora, se puso de pie y extendió la mano—. Dame un cuarto de dólar para la secadora.
Él le dio unas monedas; a continuación se agachó para desatarse los zapatos y se los quitó con los pies. No llevaba calcetines. Se había quedado en pantalones nada más. Sacó la navaja del bolsillo y se puso a limpiarse las uñas de los pies. Justo mientras estaba dejando un pegote de porquería gris sobre el asiento del banco, aparecieron doblando el recodo a toda pastilla en sus bicicletas dos chavales de unos nueve o diez años. Por un segundo, mientras pasaban dándole a las piernas y riéndose como si no tuvieran preocupaciones en la vida, le hicieron desear ser otra persona.