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Jamie Johansen era el primero de su clase al que recogían; llevaba el pelo largo hasta los hombros y unos pendientes de aros finos y dorados. Eso fue lo que le explicó la mujer en cuanto entró en aquella guarrada de coche que tenían, como si fuera lo más emocionante que le había pasado en la vida. Jamie se había escapado de su casa en Massachusetts el año anterior y llevaba desde entonces sin ir al barbero. No se consideraba hippie —los pocos que había conocido en las calles actuaban como si fueran retrasados—, pero ¿qué más daba, joder? Que la tipa pensara lo que quisiera. Llevaba los últimos seis meses viviendo con una familia de travestidos en una casa ruinosa e infestada de gatos en Philadelphia. Había decidido largarse de una vez después de que dos de las hermanas mayores decidieran que Jamie tenía que darles una parte mayor del dinero que se ganaba en los lavabos de la estación de autobuses de Clark Street. Que se fueran a la mierda aquellas brujas, pensó Jamie. Toda aquella gente no eran más que una panda de pringados con maquillaje cutre y pelucas baratas. Se iba a Miami en busca de un marica viejo y rico que se contentara con jugar con su hermosa melena y exhibirlo por la playa.

Ahora miró por la ventanilla del coche en dirección a un letrero que decía no sé qué de Lexington. Ni siquiera se acordaba de cómo había terminado en Kentucky. ¿Quién coño va a Kentucky?

Y aquellos dos que lo acababan de recoger, otra pareja de pringados. La mujer parecía creerse que era sexy o algo por el estilo, a juzgar por cómo le sonreía por el retrovisor y se relamía, pero el mero hecho de mirarla le ponía los pelos de punta. De algún lugar del coche venía un olor rancio como de pescado, y Jamie sospechaba que debía de tratarse de ella. Se daba cuenta de que el gordo se moría de ganas de chuparle la polla, a juzgar por cómo no paraba de darse la vuelta y hacerle preguntas idiotas para poder echarle otro vistazo a su entrepierna. No se habían alejado más que ocho o nueve kilómetros cuando Jamie decidió que, en cuanto tuviera oportunidad, les iba a robar el coche. Hasta aquella chatarra con ruedas era mejor que hacer autoestop. El hombre que lo había recogido la noche anterior, con su sombrero negro y rígido y sus dedos largos y blancos, le había metido un miedo de muerte hablándole de bandas de palurdos rabiosos y tribus de vagabundos famélicos, y de las cosas espantosas que les hacían a los pobres y dulces chicos sin hogar a los que cazaban en la carretera. Después de contarle unas cuantas historias que había oído —chicos enterrados vivos, clavados de cabeza en hoyos diminutos, como si fueran postes de cerca, y otros convertidos en estofado gelatinoso para los vagabundos, sazonados con cebollas silvestres y manzanas caídas del árbol—, el hombre le ofreció un buen pellizco de dinero y una noche en un motel caro a cambio de alguna clase de fiesta que por alguna razón requería una bolsa de bolas de algodón y un embudo; sin embargo, por primera vez desde que se había marchado de casa, Jamie rechazó el dinero: se imaginó a la mujer de la limpieza que lo encontraba a la mañana siguiente destripado en la bañera, como si fuera una calabaza de Halloween. Comparados con aquel loco de los cojones, estos dos de ahora eran como Ma y Pa Kettle.

Pese a todo, le sorprendió que la tipa se saliera de la autopista y el hombre le preguntara directamente si estaría interesado en follarse a su mujer mientras él sacaba unas cuantas fotos. Jamie no se había esperado aquello para nada, pero se lo tomó con calma. La verdad era que no le gustaban las mujeres, sobre todo las feas; pero si podía convencer al gordo para que se desnudara también, robarle el coche iba a ser pan comido. De manera que le dijo al tipo que sí, que le interesaba, pero solamente si estaban dispuestos a pagarle. Apartó la vista del hombre para mirar por el parabrisas manchado de tripas de insectos muertos. Ahora estaban en un camino de grava. La mujer había aminorado la marcha al mínimo y era evidente que estaba buscando un sitio donde aparcar.

—Yo pensaba que los de tu clase creían en esos rollos del amor libre —dijo el hombre—. Eso dijo Walter Cronkite la otra noche en las noticias.

—Aun así, los chavales tenemos que ganarnos la vida, ¿no? —dijo Jamie.

—Supongo que es justo. ¿Qué te parecen veinte pavos?

—La mujer puso el freno de mano y apagó el motor. Ahora estaban sentados en el borde de un campo de soja.

—Joder, por veinte dólares me lo monto con los dos —dijo Jamie con una sonrisa.

—¿Con los dos? —El gordo se giró y se quedó mirándolo con unos ojos fríos y grises—. Parece que me encuentras guapo. —La mujer soltó una risita.

Jamie se encogió de hombros. Se preguntó si todavía seguiría riéndose cuando se alejara con su coche.

—Los he visto peores —dijo.

—Uy, eso lo dudo —dijo el hombre, abriendo su portezuela.