Corría una mañana calurosa de domingo, de agosto, y Carl ya tenía la camisa empapada de sudor. Estaba sentado en la cocina mirando las molduras mugrientas de madera y la capa de grasa rancia que cubría la pared de detrás de los fogones. Se miró el reloj de pulsera y vio que era mediodía. Tendrían que llevar ya cuatro horas en la carretera, pero la noche anterior Sandy había vuelto a casa apestando a alcohol, había entrado con malos modos y con una expresión feísima en la cara roja y se había puesto a rajar sin parar, diciendo que para ella aquel era el último viaje. Ahora llevaba toda la mañana intentando recuperarse. Cuando por fin salieron para meterse en el coche, ella se paró a hurgar en el bolso en busca de sus gafas de sol.
—Hostia puta —dijo—. Todavía me encuentro mal.
—Tenemos que detenernos para llenar el depósito antes de salir del pueblo —dijo él, sin hacerle caso.
Mientras esperaba a que estuviera lista aquella mañana, Carl había tomado la decisión de no dejar que Sandy le estropeara el viaje. Si era necesario, se pondría duro con ella en cuanto se alejaran del condado de Ross y de aquel puto fisgón de hermano que tenía.
—Joder, pero si has tenido toda la semana para llenarlo —dijo ella.
—Te estoy avisando en serio, chica, ten cuidado con lo que dices.
En la gasolinera Texaco de Main Street, Carl salió a llenar el bidón. Cuando el ruido agudo y estridente de una sirena rasgó el aire, pegó un salto que casi provocó que lo atropellara un Mustang que salía de la gasolinera. Se giró y vio que detrás de la ranchera acababa de aparecer el coche patrulla, con Bodecker sentado dentro. El sheriff apagó la sirena y salió riendo del coche.
—Coño, Carl —le dijo—. Espero que no te hayas ensuciado los pantalones. —Echó un vistazo al interior de su coche mientras pasaba y vio sus cosas amontonadas en la parte de atrás—. ¿Os estáis yendo de viaje?
Sandy abrió la portezuela y salió.
—Nos vamos de vacaciones —le dijo.
—¿Adónde? —le preguntó Bodecker.
—A Virginia Beach —dijo Carl. Notó humedad y cuando bajó la vista vio que se había mojado todo el zapato de gasolina.
—Pensaba que ya habíais ido allí el año pasado —dijo Bodecker. Se preguntaba si su hermana estaría haciendo de puta otra vez. En caso de que fuera así, estaba claro que lo llevaba con más discreción. Él no había oído ni una sola queja desde la llamada de aquella mujer el verano pasado.
Carl le echó un vistazo a Sandy y dijo:
—Sí, es que nos gusta el sitio.
—Yo también he estado pensando en tomarme unas vacacioncillas —dijo Bodecker—. Entonces, vale la pena ir allí, ¿no?
—Es bonito —dijo Sandy.
—¿Y qué os gusta de Virginia Beach?
Ella miró a Carl en busca de ayuda, pero él ya volvía a estar inclinado sobre el bidón, rellenándolo. Llevaba los pantalones caídos, y Sandy confió en que Lee no se diera cuenta de que se le veía toda la raja de su blanco culo.
—Pues que es bonito.
Bodecker se sacó un mondadientes del bolsillo de la camisa.
—¿Y cuánto tiempo vais a estar allí?
Sandy se cruzó de brazos y lo miró con mala cara.
—¿A qué viene este puto interrogatorio? —Le estaba empezando a doler la cabeza otra vez. No tendría que haber mezclado cerveza con el vodka.
—A nada, hermana —dijo—. Es simple curiosidad.
Ella se lo quedó mirando un momento. Intentó imaginarse la expresión que aparecería en aquella cara petulante si le dijera la verdad.
—Unas dos semanas —le contestó.
Se quedaron mirando los dos cómo Carl le enroscaba el tapón al bidón de gasolina. Cuando por fin entró en la gasolinera para pagar, Bodecker se sacó de la boca el mondadientes y soltó un soplido de burla.
—De vacaciones —dijo.
—Para ya, Lee. Lo que hagamos es asunto nuestro.