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Gracias a Dios, se estaba terminando el mes de julio. Carl se moría de ganas de volver a salir a la carretera. Llevó los dos frascos de las propinas de Sandy al banco y los cambió por billetes; a continuación se pasó los días previos a las vacaciones comprando suministros: dos conjuntos nuevos y ropa interior de volantes del JC Penney para Sandy, una garrafa de aceite para el motor, bujías de repuesto, una sierra de arco que encontró de rebajas y se compró por puro capricho, quince metros de cuerda, varios mapas de carreteras de los estados sureños procedentes de la oficina de la AAA, dos cartones de cigarrillos Salem y una docena de pichas de perro. Después de hacer todas sus compras y llevar el coche al taller para que le pusieran pastillas de freno, ya no les quedaron más que ciento treinta y cuatro dólares, pero ese dinero todavía podía llevarlos lejos. Joder, pensó mientras se sentaba a la mesa de la cocina y volvía a contar el dinero: con aquella cantidad podían pasarse una semana viviendo como reyes. Se acordó del verano de hacía dos años en que habían salido de Meade con cuarenta dólares. Se habían pasado el viaje entero comiendo carne enlatada y patatas fritas rancias, birlando gasolina de otros depósitos y durmiendo en el calor sofocante del coche, aunque se las apañaron para alargar la cosa dieciséis días con el dinero que les habían rapiñado a los modelos. En comparación con aquello, esta vez estaban forrados. Pese a todo, había algo que le preocupaba. Una noche estaba revisando sus fotos, intentando inspirarse para la cacería, cuando se encontró con una de Sandy abrazada al recluta del verano pasado. Carl era vagamente consciente de que ella no había vuelto a ser la misma después de que él matara al recluta, como si aquella noche le hubiera quitado algo precioso. Pero, en la foto que ahora sostenía en la mano, Sandy tenía una mirada de asco y de decepción en la cara en la que no había reparado nunca hasta entonces. Sentado allí y mirándola, empezó a desear no haberle comprado la pistola. También estaba el asunto de la camarera del White Cow. Sandy había empezado a preguntarle adónde iba por las noches mientras ella estaba en el trabajo, y, aunque nunca había llegado a acusarlo directamente de nada, Carl se preguntaba si acaso era posible que se hubiera enterado de algo. La camarera tampoco actuaba de forma tan amistosa como antes. Lo más seguro era que estuviera paranoico, pero ya resultaba bastante duro tratar con los modelos como para tener que preocuparse encima de que el cebo también se volviera en su contra. Al día siguiente hizo una visita a la ferretería de Central Center. Esa misma noche, después de que Sandy se fuera a la cama, le descargó la pistola —ella había empezado a llevarla en el bolso— y le cambió las balas de punta hueca por otras de fogueo. De todas maneras, cuanto más pensaba en ello, menos podía imaginarse una situación en que ella se viera forzada a disparar.

Uno de los últimos preparativos que hizo para el viaje fue revelar una copia nueva de su fotografía favorita. La dobló y se la guardó en la billetera. Sandy no lo sabía, pero siempre que salían llevaba una copia encima. Era una fotografía en que ella tenía en el regazo la cabeza de un modelo, uno con el que habían trabajado en su primera cacería, el verano después de matar al maníaco sexual de Colorado. No era una de las mejores, pero tampoco estaba mal teniendo en cuenta que por entonces todavía estaba aprendiendo. A Carl le recordaba a una de aquellas pinturas de María con el niño Jesús, por la forma en que Sandy estaba mirando al modelo con una expresión dulce e inocente en la cara, una expresión que había podido captarle un par de veces durante el primer año o dos, pero que después desaparecería para siempre. ¿Y el chico? Por lo que recordaba, se habían pasado cinco días sin encontrar a un solo autoestopista. No tenían dinero y no paraban de discutir. Sandy quería irse a casa y él insistía en continuar. Luego doblaron un recodo de una carretera de dos carriles llena de baches justo debajo de Chicago y allí se lo encontraron haciendo dedo, como un regalo del cielo. Estaba hecho todo un payaso, aquel chaval, siempre lleno de buen humor y de chistes malos, y si Carl se concentraba lo bastante en la foto, todavía podía verle aquel genio en la cara. Y cada vez que la miraba, la foto le recordaba también que jamás encontraría a otra chica con la que trabajar que lo hiciera tan bien como Sandy.