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Aquel día Roy terminó de cosechar naranjas sobre las cinco de la tarde y recogió su paga, que eran trece dólares. Fue a la tienda que había en el cruce y se compró media libra de mortadela, media libra de queso, un pan de centeno, dos paquetes de Chesterfield y tres botellas de White Port. Estaba muy bien que te pagaran todos los días. Mientras caminaba de vuelta al sitio donde él y Theodore estaban acampados, se sintió un hombre rico. El jefe era el mejor que había tenido nunca, y Roy llevaba tres semanas recolectando sin parar. Hoy el tipo le había dicho que tal vez solamente les quedaran cuatro o cinco días más de trabajo. Theodore se alegraría de oír aquello. Se moría de ganas de volver al océano. En el último mes habían ahorrado casi cien dólares, más dinero del que habían tenido en mucho, mucho tiempo. Su plan era comprarse ropa decente y empezar a predicar otra vez. Roy estaba convencido de que en el Goodwill podrían encontrar un par de trajes por tal vez diez o doce dólares. Theodore ya no podía tocar la guitarra como antes, pero saldrían adelante de todas maneras.

Roy cruzó una zanja de desagüe y se encaminó hacia el campamento que tenían montado debajo de una pequeña arboleda de magnolios raquíticos. Vio a Theodore dormido en el suelo junto a su silla de ruedas y con la guitarra tirada al lado. Roy negó con la cabeza y sacó una de las botellas de vino y un paquete de cigarrillos. Se sentó en un tocón y dio un trago antes de encenderse el cigarrillo. Ya se había bebido media botella para cuando se dio cuenta de que el lisiado tenía la cara cubierta de hormigas. Fue corriendo a su lado y le dio la vuelta hasta ponerlo boca arriba.

—¿Theodore? Eh, venga, colega, despierta —le suplicó Roy, zarandeándolo y quitándole los bichos a manotazos—. ¿Theodore?

En cuanto intentó levantarlo en brazos, Roy supo que estaba muerto, pero aun así se pasó quince minutos tratando por todos los medios de devolverlo a la silla de ruedas. En cuanto lo consiguió, se puso a empujar la silla por el suelo de arena en dirección a la carretera, pero se detuvo al cabo de un par de metros. Las autoridades le harían muchas preguntas, pensó, mientras miraba pasar un coche caro a lo lejos. Echó un vistazo al campamento. Tal vez fuera mejor quedarse allí. A Theodore le gustaba el océano, pero también le gustaba la sombra. Y aquella arboleda era tan acogedora como cualquier otro sitio en el que hubieran estado después de su época con Bradford Amusements.

Roy se sentó en el suelo al lado de la silla de ruedas. A lo largo de los años habían hecho muchas cosas malas, de manera que se pasó varias horas rezando por el alma del lisiado. Confiaba en que alguien hiciera lo mismo por él cuando le llegara su hora. Cuando ya anochecía, por fin se levantó y se hizo un sándwich. Se comió una parte y tiró el resto entre la hierba. En mitad de otro cigarrillo, se dio cuenta de que ya no tenía por qué escapar. Ahora podía volver a casa y entregarse. Podían hacerle lo que quisieran, siempre y cuando le dejaran ver una última vez a Lenora. Theodore jamás había conseguido entender cómo era posible que Roy echara de menos a alguien a quien en realidad no conocía. Era cierto que apenas se acordaba de la carita de la niña, pero aun así, se había preguntado miles de veces cómo le estaría yendo la vida. Para cuando se terminó el pitillo, ya estaba ensayando unas palabras que decirle.

Aquella noche se emborrachó por última vez con su amigo. Encendió una hoguera y se puso a hablar con Theodore como si todavía estuviera vivo; volvió a contarle las mismas historias de siempre, la de Panqueque, la de la Mujer Flamenco, la del Comegranos y las de todas las demás almas perdidas que se habían encontrado mientras iban de un lado para otro. En varias ocasiones se sorprendió a sí mismo esperando a que Theodore se riera o añadiera algo que él se había olvidado de contar. Al cabo de unas horas a Roy se le acabaron las historias, y se sintió más solo que nunca en la vida.

—Mira que hemos hecho cosas desde Coal Creek, ¿eh, muchacho? —fue lo último que dijo antes de tumbarse sobre su manta.

Se despertó justo antes del amanecer. Mojó un trapo con agua de la garrafa que siempre llevaban atada a la parte de atrás de la silla de ruedas. Le limpió la mugre de la cara a Theodore y lo peinó; a continuación le cerró los ojos a la fuerza con el pulgar. En la última botella quedaba una pizca de vino, y él lo puso en el regazo del lisiado y le colocó el sombrero de paja raído en la cabeza. Luego Roy envolvió sus pocas pertenencias en una manta y se quedó de pie con la mano sobre el hombro del muerto. Cerró los ojos y dijo unas cuantas palabras más. Era consciente de que nunca volvería a predicar, pero ya daba igual. De todas maneras, nunca se le había dado demasiado bien. La mayoría de gente solamente quería oír tocar al lisiado.

—Ojalá te vinieras conmigo, Theodore —dijo Roy.

Para cuando consiguió encontrar a un conductor que lo llevara, ya se había alejado tres kilómetros por la carretera.