Tres días más tarde, a la hora de salir del trabajo, Arvin le dijo a su jefe que ya no iba a volver.
—Oh, venga, chaval —le dijo el capataz—. Joder, pero si eres el mejor trabajador que tengo. —Escupió un espeso salivazo de jugo de tabaco sobre el neumático delantero de su camioneta—. ¿No te quedas un par de semanas? Para entonces ya estaremos terminando.
—No es el trabajo, Tom —dijo Arvin—. Es que ahora mismo tengo que ocuparme de otra cosa.
Fue en coche a Lewisburg, compró dos cajas de balas de 9 mm y pasó por casa para ver cómo estaba Emma. Se la encontró a cuatro patas en la cocina, restregando el linóleo del suelo. Entró en su dormitorio y sacó la Luger alemana del cajón de abajo de su cajonera. Era la primera vez que la cogía desde que Earskell le había pedido que la guardara, hacía más de un año. Después de decirle a su abuela que volvería pronto, se fue para Stony Creek. Se demoró en limpiar el arma, luego le puso ocho cartuchos en la recámara y desplegó una fila de latas y botellas.
Durante la hora siguiente volvió a cargar el arma cuatro veces más. Para cuando la guardó en la guantera, ya volvía a tener la sensación de que la pistola formaba parte de su mano. Solamente había fallado tres disparos.
De camino a casa, pasó por el cementerio. Habían enterrado a Lenora al lado de su madre. El tipo de los monumentos todavía no le había puesto la lápida. Arvin se quedó mirando la tierra seca y marrón que marcaba la tumba de la chica y se acordó de la última vez que había venido aquí con ella a visitar la de Helen. Se acordaba vagamente de que aquella tarde Lenora, con su torpeza característica, había intentado flirtear con él, hablándole de huérfanos y de amantes desventurados, y de que lo había puesto de bastante mal humor. Si le hubiera prestado un poco más de atención, pensó ahora, y si la gente no se hubiera burlado tanto de ella, tal vez las cosas no habrían acabado como habían hecho.
A la mañana siguiente salió de casa a la hora de costumbre e hizo ver que se iba a trabajar. Aunque el instinto le decía claramente que había sido Teagardin, tenía que asegurarse. Empezó a seguir hasta el último movimiento del predicador. En menos de una semana vio al cabrón follarse tres veces a Pamela Reaster en un viejo camino rural que salía de Ragged Ridge Road. Ella cruzaba los campos que venían de la granja de sus padres para reunirse allí con él, día sí y día no, siempre a las doce en punto de la mañana. Después de la tercera vez que los vio juntarse allí, Arvin se pasó una tarde amontonando ramas secas y hierba carnicera para hacerse un escondite a pocos metros del sitio donde el predicador aparcaba siempre, a la sombra de un roble alto. Teagardin tenía la costumbre de echar a la chica en cuanto terminaba con ella. Luego le gustaba entretenerse un poco a solas bajo el árbol, vaciar la vejiga y escuchar música desenfadada por la radio del coche. De vez en cuando Arvin lo oía hablar solo, pero nunca podía entender lo que estaba diciendo. Al cabo de veinte o treinta minutos el coche arrancaba y Teagardin daba la vuelta al final del camino para volverse a casa.
La semana siguiente, el predicador añadió a la hermana pequeña de Pamela a su colección, aunque los encuentros con Beth Ann tenían lugar dentro de la iglesia. Para entonces Arvin ya no tenía duda alguna, y cuando se despertó la mañana del domingo con el tañido de las campanas de la iglesia resonando por la hondonada, decidió que había llegado el momento. Tenía miedo de perder los nervios como esperara un poco más. Sabía que Teagardin siempre se encontraba los lunes con la hermana mayor. Por lo menos aquel salido de mierda era regular en sus hábitos.
Arvin contó el dinero que había conseguido ahorrar en los últimos dos años. En la lata de café de debajo de su cama tenía trescientos quince dólares. Después de cenar el domingo fue a ver a Tragaperras, le compró una botella de whisky y se pasó la velada bebiendo en el porche con Earskell.
—Te portas muy bien conmigo, muchacho —le dijo el viejo. Arvin tuvo que tragar saliva varias veces para no llorar. Pensó en el día siguiente. Iba a ser la última vez que compartirían una botella.
Hacía una noche preciosa, la más fresca desde hacía meses. Entró a buscar a Emma y los tres se sentaron un rato con su Biblia y un vaso de té helado. Ella no había vuelto a la Iglesia del Espíritu Santo Santificado de Coal Creek desde la noche de la muerte de Lenora.
—Creo que este año el otoño va a llegar pronto —dijo ella, usando un dedo huesudo para guardar la página y echando un vistazo a las hojas del otro lado de la carretera, que ya estaban empezando a ponerse de un color herrumbroso—. Pronto vamos a tener que empezar a pensar en llenar la leñera, ¿verdad, Arvin?
Él miró a su abuela. Ella seguía contemplando los árboles de la ladera.
—Sí —dijo él—. No nos daremos cuenta y ya hará frío.
—Se odiaba a sí mismo por engañarla, por fingir que no iba a pasar nada. Tenía muchas ganas de decirles adiós, pero a ellos les convenía más no saber nada en caso de que las autoridades vinieran a por él. Aquella noche, después de que se fueran a la cama, metió algo de ropa en una bolsa de deporte y la guardó en el maletero del coche. Se apoyó en la barandilla del porche y escuchó el retumbar lejano de un tren de transporte de carbón que pasaba por la franja vecina de colinas con rumbo norte. Volvió a entrar y metió cien dólares en la lata donde Emma guardaba las agujas y el hilo. Aquella noche no durmió, y por la mañana no desayunó más que café.
Llevaba dos horas sentado dentro del escondite cuando la chica de los Reaster llegó corriendo campo a traviesa, unos quince minutos antes de tiempo. Se la veía preocupada y no paraba de mirarse el reloj de pulsera. Cuando por fin apareció Teagardin, aproximándose lentamente con el coche por el camino lleno de roderas, ella no entró de un salto en el coche como hacía siempre. En cambio, se mantuvo a un par de metros de distancia y esperó a que apagara el motor.
—Pero entra, cariño —oyó Arvin que decía el predicador—. Que tengo las pelotas llenas.
—Hoy no me quedo —dijo ella—. Tenemos problemas.
—¿Qué quieres decir?
—Se suponía que no tenías que tocar a mi hermana —dijo la chica.
—Oh, joder, Pamela, para mí no ha significado nada.
—No, no lo entiendes —dijo ella—. Ella se lo ha contado a mi madre.
—¿Cuándo?
—Debe de hacer una hora. A punto he estado de no poder venir.
—Esa pequeña zorra —la insultó Teagardin—. Pero si apenas la toqué.
—Eso no es lo que ella cuenta —dijo Pamela. Echó un vistazo nervioso al camino.
—¿Y qué cuenta exactamente?
—Créeme, Preston, lo ha contado todo. Se ha asustado porque no dejaba de sangrar. —La chica lo señaló con el dedo—. Más te vale que no le hayas hecho daño y ahora no pueda tener hijos.
—Mierda —dijo Teagardin. Salió del coche y se pasó unos minutos caminando de un lado a otro, con las manos juntas detrás de la espalda, como si fuera un general en su tienda de campaña planeando un contraataque. Se sacó un pañuelo de seda del bolsillo de los pantalones y se secó suavemente la boca—. ¿Qué crees que va a hacer tu madre? —dijo por fin.
—Bueno, conociéndola, después de llevar a Beth Ann al hospital, lo primero que hará será llamar al puto sheriff. Y, para que lo sepas, el sheriff es primo de mi madre.
Teagardin le puso las manos en los hombros a la chica y la miró a los ojos.
—Pero tú no has contado nada de nosotros, ¿verdad?
—¿Me tomas por loca? Antes muerta.
Teagardin la soltó y se apoyó en el coche. Echó un vistazo al campo que tenían delante. Se preguntaba por qué ya no lo cultivaba nadie. Se imaginó un viejo caserón de dos plantas en ruinas, con unas cuantas piezas oxidadas de maquinaria vetusta desperdigadas entre la hierba y tal vez un pozo cavado a mano de agua fresca y limpia, cubierto con tablones viejos y podridos. Por un momento se imaginó a sí mismo arreglando la casa, asentándose allí para vivir una vida sencilla, predicando los domingos y trabajando en la granja durante la semana con las manos callosas, leyendo buenos libros en el porche por las noches después de una buena cena y con unos cuantos bebés sonrosados jugando en las sombras del jardín. Oyó que la chica decía que se marchaba, y cuando por fin se giró para mirar, ya había desaparecido.
Luego se planteó la posibilidad de que tal vez Pamela estuviera mintiéndole, intentando asustarlo para que no se acercara a su hermana pequeña. No lo descartaba tratándose de ella, pero si lo que la chica le había contado era cierto, solamente tenía un par de horas para hacer las maletas y largarse del condado de Greenbrier. Ya estaba preparándose para arrancar el coche cuando oyó una voz que decía:
—No tienes mucho de predicador, ¿verdad?
Teagardin levantó la vista y vio al chaval de los Russell de pie junto a la ventanilla del coche, apuntándolo con una especie de pistola. El nunca había tenido una pistola, y lo único que sabía de ellas era que solían causar problemas. De cerca el chico parecía más grande. Tenía el pelo oscuro, los ojos verdes, y el predicador se fijó en que no había ni un gramo de grasa en su cuerpo. Se preguntó qué pensaría de él Cynthia. Aunque sabía que era ridículo, con todas las chavalitas que él se follaba, sintió una punzada de celos. Era triste darse cuenta de que nunca iba a ser tan atractivo como aquel chico.
—¿Qué cojones estás haciendo? —dijo el predicador.
—He estado viendo cómo te tirabas a esa chica de los Reaster que acaba de largarse. Y, como intentes arrancar ese coche, te vuelo la puta cabeza.
Teagardin soltó la llave del contacto.
—No sabes de qué estás hablando, chaval. No la he tocado. Lo único que hemos hecho es hablar.
—Hoy tal vez no, pero te la has estado tirando todo lo que has querido.
—¿Cómo? ¿Me has estado espiando? —Tal vez el chico era un voyeur de esos, pensó, recordando haber leído el término en su colección de revistas de nudismo.
—Sé absolutamente todo lo que has hecho en las dos últimas putas semanas.
Teagardin miró a través del parabrisas en dirección al roble enorme que había al final del camino. Se preguntaba si podía ser cierto. Contó mentalmente las veces que había estado allí con Pamela en las últimas dos semanas. Por lo menos seis. Era un desastre, pero al mismo tiempo se sintió un poco aliviado. Por lo menos el chico no lo había visto tirarse a la hermana pequeña. Aunque era difícil de imaginar lo que podía haber hecho aquel palurdo chiflado.
—No es lo que parece —dijo.
—¿Pues qué es? —preguntó Arvin. Quitó el seguro del arma.
Teagardin se puso a explicarle que aquella zorrita no lo dejaba en paz, pero luego se recordó a sí mismo que debía tener cuidado con las palabras que usaba. Se planteó la posibilidad de que aquel gorila estuviera enamorado de Pamela. Tal vez solamente se trataba de eso. De celos. Intentó acordarse de lo que había escrito sobre el tema Shakespeare, pero las palabras no le vinieron a la cabeza.
—Oye, ¿tú no eres el nieto de la señora Russell? —preguntó el predicador. Miró el reloj del salpicadero. Ya podría estar a medio camino de casa. Empezaron a caerle chorretones de sudor grasiento por la cara rosada y bien afeitada.
—El mismo —dijo Arvin—. Y Lenora Laferty era mi hermana.
Teagardin giró lentamente la cabeza, sin quitarle la vista de encima a la hebilla del cinturón del chico. Arvin se imaginó perfectamente las ruedecillas que estaban girándole dentro de la cabeza, y lo vio tragar saliva varias veces.
—Menuda lástima lo que hizo esa pobre chica —dijo el predicador—. Rezo todas las noches por su alma.
—¿Y también por la del bebé?
—Mira, amigo, estás completamente equivocado. Yo con eso no tuve nada que ver.
—¿Con qué?
El hombre cambió de postura en el estrecho asiento del coche y echó un vistazo a la Luger alemana.
—Ella acudió a mí, me dijo que quería confesarme una cosa y me contó que estaba embarazada. Yo le prometí que no se lo contaría a nadie.
Arvin dio un paso atrás y dijo:
—Seguro que sí, gordo hijo de puta. —Y disparó tres veces: le reventó los dos neumáticos del lado del pasajero y con la última bala atravesó la portezuela de atrás.
—¡Para! —chilló Teagardin—. ¡Para, joder! —Y levantó las manos.
—Se acabaron las mentiras —dijo Arvin, acercándose y clavándole el cañón de la pistola en la sien—. Sé que fuiste tú el que la preñó.
Teagardin apartó la cabeza de la pistola.
—Vale —dijo. Respiró hondo—. Te juro que iba a hacerme cargo de todo, en serio, y de pronto… de pronto me entero de que se ha matado. Estaba loca.
—No —dijo Arvin—. Solamente se sentía sola. —Apretó el cañón contra el pescuezo de Teagardin—. Pero no te preocupes, no voy a hacerte sufrir como sufrió ella.
—Pero espera un momento, hostia. Joder, hombre, no serías capaz de matar a un predicador, ¿verdad que no?
—Tú no eres ningún predicador, asqueroso de mierda —dijo Arvin.
Teagardin se echó a llorar, con lágrimas de verdad surcándole la cara por primera vez desde que era un niño.
—Déjame rezar antes —sollozó. Empezó a juntar las manos.
—Ya he rezado yo por ti —dijo Arvin—. He elevado una de esas peticiones especiales de las que siempre estáis hablando los cabrones como tú y le he pedido a Dios que te mande directo al infierno.
—No —dijo Teagardin, justo antes de que la pistola disparara. Un fragmento de la bala le salió por encima de la nariz y aterrizó con un repiqueteo en la guantera. Su corpachón se desplomó hacia adelante y su cara se estampó contra el volante. El pie izquierdo dio un par de patadas al freno. Arvin esperó a que dejara de moverse para meter la mano dentro, recoger el trozo pegajoso de cartucho de la guantera y tirarlo entre las hierbas. Ahora se arrepentía de haber disparado las otras balas, pero no había tiempo para ponerse a escarbar en su busca.
Desmontó a toda prisa el escondite que había apañado y recogió la lata que había usado para meter las colillas. En cinco minutos ya estaba de vuelta en el coche. Tiró la lata de las colillas al arcén. Mientras guardaba la Luger debajo de la guantera, se acordó de repente de la joven esposa de Teagardin. Lo más seguro es que ahora mismo estuviera sentada en su casita, esperando a que su marido volviera, igual que Emma lo estaría esperando a él aquella noche. Se reclinó en su asiento y cerró los ojos un instante, tratando de pensar en otras cosas. Arrancó el motor, condujo hasta el final de Ragged Ridge y giró a la izquierda por la ruta 60. Si todo salía según los cálculos y no hacía ninguna parada, podía llegar aquella misma noche a Meade, Ohio. Más allá de eso no tenía nada planeado.
Cuatro horas más tarde, a unos setenta y pico kilómetros de Charleston, Virginia Occidental, empezó a oír unos golpes extraños debajo del Bel Air. Consiguió salir de la autopista y entrar en el aparcamiento de una gasolinera antes de que la transmisión se rompiera del todo. Se puso a cuatro patas y vio cómo la caja terminaba de quedarse sin líquido.
—Me cago en la puta —dijo. Al levantarse vio a un hombre flaco con un mono de trabajo azul holgado que se le acercaba y le preguntaba si necesitaba ayuda—. No, a menos que tenga usted una transmisión para ponerle a este trasto —dijo Arvin.
—Se te ha muerto, ¿eh?
—Del todo.
—¿Adónde vas?
—A Michigan.
—Si quieres llamar a alguien, puedes usar el teléfono.
—No tengo a quien llamar. —Nada más decirlo, se dio cuenta de lo cierta que era aquella afirmación. Pensó un momento. Aunque odiaba la idea de deshacerse del Bel Air, no podía quedarse allí. Iba a tener que hacer un sacrificio. Se giró hacia el hombre y trató de sonreír—. ¿Cuánto me da usted por él? —le preguntó.
El hombre le echó un vistazo al coche y negó con la cabeza.
—No lo quiero para nada.
—El motor está bien. Le cambié los platinos y las bujías un par de días atrás.
El hombre echó a andar hacia el Chevy y se puso a palpar los neumáticos con el pie y a buscar enmasillados.
—No sé —dijo, frotándose la barba canosa de dos días.
—¿Cincuenta pavos? —dijo Arvin.
—No será robado, ¿verdad?
—Los papeles están a mi nombre.
—Te doy treinta.
—¿No puede darme más que eso?
—Muchacho, tengo cinco hijos en casa —dijo el hombre.
—Vale, es suyo —dijo Arvin—. Déjeme sacar mis cosas.
Vio cómo el hombre se metía en la gasolinera. Sacó su bolsa del maletero y se sentó en el coche por última vez. El día que lo había comprado, él y Earskell se habían chupado un depósito entero conduciendo por ahí, habían llegado hasta Beckley y habían vuelto. De pronto tuvo la sensación de que antes de que aquello terminara iba a perder mucho más. Metió la mano debajo de la guantera, sacó la Luger y se la metió en la cintura de los pantalones. Luego cogió de la guantera los papeles del coche y una caja de balas. Cuando entró, el hombre le puso treinta dólares sobre el mostrador. Arvin firmó los papeles, les puso la fecha y se guardó el dinero en la billetera. Se compró un Zagnut y una botella de RC Cola. Era lo primero que comía o bebía desde el café que se había tomado aquella mañana en la cocina de su abuela. Miró por el ventanal en dirección al tráfico interminable de coches que circulaba por la carretera mientras masticaba la chocolatina.
—¿Alguna vez ha hecho usted autoestop? —le preguntó al hombre.