37

Más o menos una semana después del funeral, Arvin salió del trabajo y se encontró a Tick Thompson, el nuevo sheriff del condado de Greenbrier, esperándolo junto a su coche.

—Tengo que hablar contigo, Arvin —le dijo el agente de la ley—. Es sobre Lenora.

Tick había sido uno de los hombres que habían ayudado a sacar el cuerpo del ahumadero después de que Earskell viera la puerta abierta y la encontrara. A lo largo de los años lo habían llamado por unos cuantos suicidios, aunque sobre todo de hombres, que se volaban los sesos por una mujer o por algún negocio que había salido mal; nunca de una chica que se ahorcara. Cuando él los había interrogado aquella misma noche, justo después de que la ambulancia se marchara, tanto Emma como el chaval le habían dicho que últimamente Lenora parecía más contenta que nunca. Había algo en aquel asunto que no le cuadraba. Llevaba toda la semana sin dormir bien. Arvin tiró su fiambrera en el asiento de delante del Bel Air.

—¿Qué me quiere decir?

—He pensado que sería mejor contártelo a ti que a tu abuela. Por lo que me han dicho, no se está tomando esto demasiado bien.

—¿Contarme qué?

El sheriff se quitó el sombrero y lo sostuvo en las manos. Esperó a que un par de hombres pasaran y se metieran en sus vehículos y luego carraspeó.

—Bueno, carajo, no sé cómo decirlo, Arvin, más que diciéndolo. ¿Tú sabías que Lenora estaba embarazada?

Arvin se quedó mirándolo un momento largo con una expresión perpleja en la cara.

—Y una mierda —dijo por fin—. Algún cabrón está mintiendo.

—Entiendo cómo debes de sentirte, en serio, pero acabo de llegar del despacho del forense. Puede que el viejo Dudley sea un borracho, pero mentiroso no es. Por lo que ha podido calcular, estaba de unos tres meses.

El chico se alejó del sheriff, sacó un trapo sucio del bolsillo de atrás y se secó los ojos.

—Joder —dijo, intentando evitar que le temblara el labio superior.

—¿Crees que tu abuela lo sabía?

Arvin negó con la cabeza, respiró hondo y soltó el aire lentamente. Por fin dijo:

—Sheriff, mi abuela se moriría si se enterara de eso.

—Bueno, ¿y Lenora tenía algún novio, alguien con quien estuviera saliendo? —preguntó el sheriff.

Arvin se acordó de la noche, hacía unas cuantas semanas, en que Emma le había preguntado lo mismo.

—Que yo sepa no. Joder, era la persona más religiosa que he visto en mi vida.

Tick volvió a ponerse el sombrero.

—Mira, esto es lo que pienso —dijo—. De esto no se tiene que enterar nadie más que tú, yo y Dudley; y él no va a decir nada, te lo garantizo. O sea que de momento no diremos nada. ¿Qué te parece?

Arvin volvió a secarse los ojos y asintió con la cabeza.

—Se lo agradezco —dijo—. Ya es bastante malo que todo el mundo sepa lo que se hizo. Hostia, ni siquiera pudimos convencer al predicador nuevo para que… —De repente se le ensombreció la cara y desvió la vista hacia la silueta lejana de Muddy Creek Mountain.

—¿Qué pasa, hijo?

—No, nada —dijo Arvin, mirando otra vez al sheriff—. Que no lo pudimos convencer para que dijera unas palabras en el funeral, nada más.

—Bueno, hay gente que es muy estricta con esas cosas.

—Sí, supongo que sí.

—¿O sea que no tienes ni idea de con quién podía estar liada Lenora?

—Lenora era muy reservada —dijo el chico—. Además, ¿qué podría usted hacer al respecto?

Tick se encogió de hombros.

—Supongo que no gran cosa. Tal vez no tendría que haberte dicho nada.

—Lo siento, no quería faltarle al respeto —dijo Arvin—. Y me alegro de que me lo haya dicho. Por lo menos ahora sé por qué lo hizo. —Volvió a guardarse el trapo en el bolsillo y le estrechó la mano a Tick—. Y gracias también por pensar en mi abuela.

Se quedó mirando cómo el sheriff se alejaba en su coche y por fin se metió en el suyo y condujo los veinticinco kilómetros que lo separaban de Coal Creek. Puso la radio al máximo volumen y se detuvo en la choza del contrabandista de Hungry Holler para comprarle dos botellas de whisky. Cuando llegó a casa, entró a echarle un vistazo a Emma. Que él supiera, llevaba toda la semana sin salir de la cama. Estaba empezando a oler mal. Le sirvió un vaso de agua y le hizo beber un poco.

—Escucha, abuela —le dijo—. Quiero que por la mañana salgas de la cama y nos hagas el desayuno a mí y a Earskell, ¿de acuerdo?

—Déjame quedarme aquí —dijo ella. Se dio la vuelta en la cama y cerró los ojos.

—Un día más y ya está —le dijo él—. No estoy bromeando.

Arvin entró en la cocina, frio unas patatas y preparó bocadillos de salchicha ahumada para él y para Earskell. Después de comer, lavó la sartén de hierro y los platos y le echó otro vistazo a Emma. Luego sacó las dos botellas al porche y le dio una al viejo. Se sentó en una silla y por fin se permitió pensar en lo que le había contado el sheriff. De tres meses. Estaba claro que no había sido ningún chaval de por allí el que había dejado embarazada a Lenora. Arvin conocía a todo el mundo y sabía qué era lo que todos pensaban de ella. El único sitio al que ella le gustaba ir era a la iglesia. Se volvió a acordar del día en que había llegado el nuevo predicador. Debió de ser en abril, hacía poco más de cuatro meses. Se acordó de cómo Teagardin se había emocionado al entrar las dos chicas de los Reaster la noche de la cena de bienvenida. Aparte de él, la única que parecía haberse dado cuenta era la joven esposa del predicador. Lenora incluso había guardado sus gorritos poco después de que llegara Teagardin. Él había creído que por fin se habría hartado de que se burlaran de ella en la escuela, pero tal vez lo hubiera hecho por una razón distinta.

Sacudió el paquete para sacar dos cigarrillos, los encendió y le dio uno a Earskell. El día antes del funeral, Teagardin les había dicho a algunos feligreses que no se sentía cómodo predicando para una suicida. Y le había pedido a su pobre tío enfermo que dijera unas palabras en su lugar. Dos hombres habían traído a cuestas a Albert en una silla de cocina de madera. Era el día más caluroso del año y la iglesia parecía un horno, pero el viejo había estado a la altura de las circunstancias. Un par de horas más tarde, Arvin había salido a dar una vuelta en coche por las carreteras secundarias, que era lo que hacía siempre que no entendía algo. Había pasado frente a la casa de Teagardin y había visto al predicador salir a la letrina con unas alpargatas y un gorro blando de color rosa como el que llevaría una mujer. Su esposa estaba tomando el sol en bikini, tumbada sobre una manta en el jardín invadido de maleza.

—Coño, qué calor hace —dijo ahora Earskell.

—Sí —dijo Arvin al cabo de un par de minutos—. Tal vez deberíamos dormir aquí esta noche.

—No entiendo cómo Emma lo aguanta en ese dormitorio. Es como un horno.

—Por la mañana se va a levantar y nos va a hacer el desayuno.

—¿En serio?

—Sí —dijo Arvin—. En serio. Y lo hizo, bizcocho con huevos y bechamel con carne picada; ya estaba levantada una hora antes de que ellos salieran de debajo de sus mantas en el porche. Arvin se fijó en que se había lavado la cara, se había cambiado de vestido y se había anudado un pañuelo limpio sobre el pelo gris y ralo. No les dijo gran cosa, pero cuando se sentó con ellos y se sirvió el desayuno, él supo que ya podía dejar de preocuparse por ella. Al día siguiente, en cuanto el capataz salió de su camioneta y señaló su reloj de pulsera para indicarles que ya era hora de terminar, Arvin se apresuró en llegar a su coche y volvió a pasar frente a la casa de Teagardin. Aparcó unos cuatrocientos metros carretera abajo y volvió a pie, usando el bosque como atajo. Se sentó en la bifurcación del tronco de un algarrobo y se quedó vigilando la casa del predicador hasta que se puso el sol. Todavía no sabía qué estaba esperando ver, pero sí que tenía cierta idea de dónde encontrarlo.