34

Un día, cuando estaba volviendo de la escuela, Lenora se paró en la Iglesia del Espíritu Santo Santificado de Coal Creek. La puerta principal estaba abierta de par en par y el coche deportivo inglés destartalado del predicador Teagardin —regalo de su madre cuando había ingresado en Heavenly Reach— estaba aparcado a la sombra, igual que el día anterior y que hacía dos días. Corría una tarde cálida de mediados de mayo. Ella había dado esquinazo a Arvin y se había quedado mirando desde dentro de la escuela cómo se cansaba de esperar y se iba sin ella. Ahora se metió en la iglesia y dejó que los ojos se le acostumbraran a la penumbra. El predicador nuevo estaba sentado en uno de los bancos, hacia la mitad del pasillo. Tenía pinta de estar rezando. Ella esperó hasta oírle decir «amén» y echó a andar lentamente hacia él. Teagardin sintió que se le acercaba por detrás. Ya llevaba tres semanas esperando pacientemente a Lenora. Había estado yendo casi todos los días a la iglesia y abriendo la puerta sobre la hora de la salida de la escuela.

La mayor parte de días la veía pasar en aquel Bel Air de mierda con aquel medio hermano que tenía o lo que fuera, pero en un par de ocasiones la había visto volver andando sola a casa. Ahora oyó sus pasos suaves sobre la madera áspera del suelo. Mientras la chica se le acercaba, le llegó su olor a chicle Juicy Fruit; en materia de muchachas y de sus distintos olores, Preston tenía olfato de sabueso.

—¿Quién anda? —dijo él, levantando la cabeza.

—Soy Lenora Laferty, predicador Teagardin.

Él se santiguó y se giró hacia ella con una sonrisa.

—Anda, menuda sorpresa —dijo. Luego le echó un vistazo con mayor atención—. Hija, tienes cara de haber estado llorando.

—No es nada —dijo ella, negando con la cabeza—. Unos chavales de la escuela. Les gusta meterse conmigo.

Él miró un momento a lo lejos, en busca de una respuesta adecuada.

—Supongo que están celosos —dijo—. La envidia suele sacar lo peor de la gente, sobre todo de los jóvenes.

—Dudo que sea eso —dijo ella.

—¿Cuántos años tienes, Lenora?

—Casi diecisiete.

—Me acuerdo de cuando yo tenía tu edad —dijo él—. Allí estaba yo, lleno del Señor, y los demás chavales se burlaban de mí día y noche. Era espantoso, las cosas horribles que me pasaban por la cabeza.

Ella asintió con la cabeza y se sentó en el banco del otro lado del pasillo.

—¿Y qué hizo usted?

Pasó por alto la pregunta, aparentando estar enfrascado en sus pensamientos.

—Sí, fue una época dura —dijo por fin, dejando escapar un largo suspiro—. Gracias a Dios que se acabó. —Luego volvió a sonreír—. ¿Tienes que estar en algún sitio en las próximas dos horas?

—Pues no —dijo ella.

Teagardin se puso de pie y le cogió la mano.

—Bueno, pues; creo que ya es hora de que tú y yo demos una vuelta en coche.

Veinte minutos más tarde, estaban aparcados en un viejo camino rural que había estado vigilando desde su llegada a Coal Creek. Antaño había conducido hasta unos campos de heno situados a un par de kilómetros de la carretera principal, pero ahora los campos estaban invadidos de sorgo de Alepo y de espesos matorrales. Las únicas huellas de neumáticos que había visto por allí durante las dos últimas semanas eran las suyas. Nada más apagar el motor, rezó una breve oración, le puso la mano caliente y rechoncha en la rodilla a Lenora y le dijo exactamente lo que ella quería oír. Joder, si es que todas querían oír más o menos lo mismo, hasta las fanáticas de Jesucristo. Habría deseado que se resistiera un poco más, pero todo resultó muy fácil, tal como había predicho. Aun así, pese a las muchas veces que había hecho aquello, durante todo el tiempo que la estuvo desnudando pudo oír hasta el último pájaro, el último insecto y el último animal que se movía en el bosque en varios kilómetros a la redonda. Siempre era así la primera vez que lo hacía con una chica nueva.

Al terminar, Preston alargó el brazo para recoger las bragas grises y sucias que habían quedado tiradas en el suelo de madera. Las usó para limpiarse la sangre y se las devolvió. Apartó de un manotazo una mosca que le zumbaba en la entrepierna; a continuación se subió los pantalones de color marrón y se abotonó la camisa blanca mientras miraba cómo ella se volvía a poner torpemente su vestido largo.

—No se lo vas a contar a nadie, ¿verdad que no? —dijo él. Ya estaba deseando haberse quedado en casa leyendo su manual de psicología y tal vez hasta intentando cortar el césped con la cortadora manual que Albert les había mandado después de que Cynthia pisara una serpiente negra que había enroscada delante de la casa. Por desgracia, nunca había sido uno de esos hombres a los que se les daba bien el trabajo físico. La mera idea de ponerse a empujar aquella cortadora de un lado a otro por aquel jardín pedregoso le provocaba un poco de náuseas.

—No —dijo ella—. Nunca haría eso. Lo prometo.

—Así me gusta. Hay quien no lo entendería. Y yo creo sinceramente que la relación que una persona tenga con su predicador tiene que ser privada.

—Lo que me ha dicho usted, ¿lo piensa de verdad? —le preguntó ella, tímidamente.

Él se esforzó por recordar cuál de sus embustes le había contado.

—Pues claro que sí. —Tenía la garganta reseca. Tal vez se iría en coche hasta Lewisburg y se bebería una cerveza fría para celebrar que acababa de desflorar a otra virgen—. Para cuando acabemos —le dijo—, esos chavales de tu escuela ya no podrán quitarte la vista de encima. A algunas chicas simplemente les cuesta empezar. Pero yo ya veo que tú eres de las que se van volviendo guapas a medida que se hacen mayores. Tendrías que darle gracias al Señor. Sí, te esperan unos cuantos años de lo más dulces, señorita Lenora Laferty.