Preston Teagardin estaba leyendo su viejo manual universitario de psicología, tumbado en el sofá de la casa que la congregación había alquilado para él y para su mujer. Era un cubículo con cuatro ventanas sucias y una letrina exterior rodeada de sauces llorones al final de un camino de tierra. La cocina de gas destartalada estaba llena de ratones momificados, y los muebles rescatados del vertedero que les habían suministrado olían a perro o a gato o a alguna otra criatura inmunda. Por Dios, teniendo en cuenta cómo vivía la gente de aquel sitio, no le sorprendería nada que fuera a cerdo. Aunque no llevaba más que dos semanas en Coal Creek, ya le daba asco el lugar. Estaba convencido de que el hecho de que lo hubieran asignado a aquella avanzadilla dejada de la mano de Dios era una especie de prueba espiritual que le ponía directamente el Señor, aunque en realidad era básicamente cosa de su madre. Estaba claro: aquella vez lo había jodido bien, le había dado por el culo, la vieja arpía. Ella no pensaba darle ni un centavo más de asignación hasta que demostrara un poco de temple, le había dicho al enterarse finalmente —la misma semana en que ya se estaba preparando para asistir a la ceremonia de graduación— de que había dejado de ir al Heavenly Reach Bible College al final del primer semestre.
Y justo entonces, un par de días más tarde, su hermana la había llamado para contarle que Albert estaba enfermo. Qué oportuno. Ella había ofrecido voluntario a su hijo sin molestarse en preguntarle.
El curso de psicología que había hecho con el doctor Phillips era lo único bueno que Preston había sacado de su experiencia universitaria. Además, ¿qué demonios importaba una licenciatura de un sitio como el Heavenly Reach cuando existían centros como la Universidad de Ohio y el Harvard College? Venía a ser como adquirir un diploma de aquellos de venta por correo que se anunciaban en la contraportada de los tebeos. Él había querido ir a una universidad normal a estudiar Derecho, pero no, con el dinero de ella ni hablar. Su madre quería que fuera un humilde predicador, igual que su cuñado Albert. Tenía miedo de haberlo malcriado, le decía. Siempre le estaba soltando toda clase de rollos, rollos chiflados, pero lo que de verdad quería su madre, en opinión de Preston, era que siguiera dependiendo de ella, tenerlo atado a su delantal, para que siempre tuviera que hacerle la pelota. A Preston siempre se le había dado bien analizar a la gente, adivinar sus deseos y carencias más mezquinos, y sobre todo a las chicas adolescentes.
Cynthia era uno de sus mayores éxitos. No era más que una niña de quince años cuando él había ayudado a uno de sus profesores del Heavenly Reach a sumergirla bajo las aguas del Flash Fish Creek durante una ceremonia de bautismo. Aquella misma noche se había follado a aquella criatura delicada debajo de unos rosales, en los terrenos de la universidad, y al cabo de un año se había casado con ella para poder trabajársela sin que los padres fisgaran en sus asuntos. En los últimos tres años, Preston le había enseñado todas las cosas que se imaginaba que un hombre podía hacerle a una mujer. No quería ni pensar en cuántas horas de su vida le había costado, pero ahora la chica estaba tan bien entrenada como el mejor de los perros. Solamente tenía que chasquear los dedos y a ella se le empezaba a hacer la boca agua pensando en lo que a él le gustaba denominar su «cetro».
Ahora Preston miró a su mujer, encogida en ropa interior en la poltrona grasienta que venía con aquella pocilga de casa, con la raja de vello sedoso pegada a la tela desgastada de color amarillo. Estaba mirando con el ceño fruncido un artículo sobre los Dave Clark Five publicado en un número de la revista Hit Parader; intentando averiguar cómo sonaban las palabras. Algún día, pensó él, si decidía quedársela, tenía que enseñarle a leer. Recientemente había descubierto que era capaz de durar el doble sin correrse si una de sus jóvenes conquistas se dedicaba a leer en voz alta las Escrituras mientras se la tiraba por detrás. A Preston le encantaba la voz jadeante con que ellas leían los pasajes sagrados, la forma en que tartamudeaban y arqueaban la espalda y luchaban para no perderse —porque podía enfadarse mucho si se equivocaban con alguna palabra—. Justo antes de que se le disparara el cetro. Pero Cynthia… Joder, hasta una alumna de segundo de primaria con lesiones cerebrales que viniera de la hondonada más recóndita de los Apalaches podía leer mejor. Cada vez que su madre mencionaba el hecho de que su hijo, Preston Teagardin, que tenía en su haber cuatro años de Latín en la secundaria, había terminado casándose con una analfabeta de Hohenwald, a la vieja poco le faltaba para tener otra crisis nerviosa.
De manera que lo de quedarse con Cynthia era debatible. A veces le echaba un vistazo y tardaba un par de segundos en acordarse de cómo se llamaba.
Boquiabierta y entumecida por sus muchos experimentos, todo lo que antaño había tenido de fresco y prieto ya no era más que un recuerdo distante, y también lo era la excitación que solía provocarle. Su mayor problema con Cynthia, sin embargo, era que ella ya no creía en Jesucristo. Preston podía soportar casi cualquier cosa menos aquello. Necesitaba a una mujer que creyera estar haciendo algo malo cuando se iba a la cama con él, que experimentara el temor de ir al infierno. ¿Cómo podía excitarse con alguien que no entendía la batalla desesperada que tenía lugar entre el bien y el mal, entre la pureza y la lujuria? Cada vez que se follaba a una jovencita, Preston se sentía culpable, sentía que aquello lo ahogaba, por lo menos durante un par de minutos largos. Para él, una emoción así demostraba que seguía teniendo posibilidades de ir al cielo, por muy corrupto y cruel que pudiera ser; solamente tenía que arrepentirse de sus costumbres horribles y sucias antes de exhalar su último suspiro. Todo se reducía a calcular bien los tiempos, lo cual, por supuesto, hacía que todo fuera mucho más emocionante. A Cynthia, no obstante, todo aquello parecía traerle sin cuidado. Últimamente follársela era como meter su cetro en el agujero de una rosquilla grasienta y sin alma.
La tal Laferty, en cambio, pensó Preston, pasando otra página del libro de psicología y frotándose la polla medio dura a través de la tela del pijama, Dios, aquella chica sí que tenía fe. Se había pasado los dos últimos domingos observándola con atención en la iglesia. Cierto, no era ninguna belleza, pero había estado con algunas peores en Nashville durante el mes que había pasado trabajando de voluntario en el hospicio. Estiró el brazo para coger una galleta salada de un paquete que tenía sobre la mesilla del café y se la metió en la boca. Se la dejó sobre la lengua como si fuera una hostia, hasta que se deshizo y se convirtió en una pasta insípida. Sí, de momento se conformaría con la señorita Lenora Laferty, por lo menos hasta que pudiera ponerle las manos encima a una de las chicas de los Reaster. Le iba a plantar una sonrisa en aquella cara triste y constreñida en cuanto le quitara aquel vestido descolorido. De acuerdo con los cotilleos de la iglesia, mucho tiempo atrás su padre había hecho de predicador en aquel mismo condado, pero luego —o por lo menos así se lo habían contado— había asesinado a la madre de la chica y había desaparecido. Dejando a la pobrecita Lenora, que no era más que un bebé, con aquella anciana que se había disgustado tanto por lo delos higadillos de pollo. Aquella chica iba a ser pan comido, predijo.
Se tragó la galleta y una pequeña chispa de alegría le recorrió repentinamente el cuerpo, desde la coronilla rubia hasta las piernas y las puntas de los pies. Gracias a Dios, gracias a Dios, su madre había decidido mucho tiempo atrás que él tenía que ser predicador. Ahora podía conseguir toda la carne joven y fresca que a un hombre le cupiera en el cuerpo, si jugaba bien sus cartas. La vieja bruja le había rizado el pelo todas las mañanas, le había enseñado hábitos higiénicos y le había hecho ensayar sus expresiones faciales en el espejo. Había estudiado la Biblia con él todas las noches, lo había llevado en coche a distintas iglesias y lo había vestido con ropa buena.
Preston no había jugado jamás a béisbol pero era capaz de llorar a voluntad. Nunca había tomado parte en una pelea a puñetazos, pero podía recitar el Apocalipsis de San Juan dormido. De manera que sí, joder, ahora iba a hacer lo que ella le había pedido, iba a ayudar a aquel desecho de cuñado enfermo que tenía su madre, viviría en aquella pocilga de casa y hasta fingiría que le gustaba. Le iba a enseñar el «temple» que tenía, por Dios. Y luego, cuando Albert se recuperara, le pediría el dinero. Lo más seguro es que tuviera que engañarla, venderle alguna trola, pero al hacerlo sentiría al menos una punzada de culpa, de manera que no pasaba nada. Cualquier cosa con tal de llegar a la Costa Oeste. Era su nueva obsesión.
Últimamente había estado oyendo cosas en las noticias. Allí había algo que tenía que presenciar. Amor libre y chicas fugadas de su casa que vivían en las calles con flores en el pelo apelmazado. Presas fáciles para un hombre bendecido con los talentos que él tenía.
Preston marcó la página del libro con la vieja bolsita de tabaco de su tío y cerró el libro. ¿Five Brothers? Dios, ¿qué clase de persona era capaz de poner su fe en algo así? Le echó un vistazo a Cynthia, que se había quedado medio dormida, con un hilo de baba colgándole de la barbilla. Chasqueó los dedos y ella abrió los ojos de golpe.
Frunció el ceño y trató de cerrarlos otra vez, pero le fue imposible. Hizo lo que pudo para resistirse, pero finalmente se levantó de su butaca y se arrodilló junto al sofá. Preston se bajó los pantalones del pijama y separó un poco las piernas gordas y peludas. Mientras ella se lo metía en la boca, rezó una pequeña oración para sí mismo: «Señor, tú dame solamente seis meses en California y después yo volveré al camino recto, me asentaré con un rebaño de buena gente, lo juro por la tumba de mi madre». Empujó la cabeza de Cynthia más abajo y oyó cómo se atragantaba y le venían arcadas. Luego los músculos de la garganta se le relajaron y dejó de resistirse. La aguantó así hasta que la cara se le puso primero roja y después morada por falta de aire. Así era como le gustaba a él, claro que sí. Viendo cómo ella se iba.