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De vez en cuando, si las autoridades se ponían demasiado duras o ellos pasaban demasiada hambre, se iban para el interior, lejos de aquel mar que le encantaba a Theodore, para que Roy pudiera encontrar algo de trabajo. Mientras Roy se dedicaba a recolectar fruta unos días o unas semanas, Theodore se quedaba todo el día sentado en alguna arboleda solitaria o bien a la sombra de unos matorrales, esperando a que su amigo volviera al anochecer. Su cuerpo ya no era más que una carcasa vacía. Tenía la piel gris como la pizarra y no veía bien. Se desmayaba sin razón alguna y se quejaba de dolores fuertes que le dejaban los brazos entumecidos, y de una pesadez en el pecho que a veces le hacía vomitar el fiambre del desayuno y el medio litro de vino caliente que Roy le dejaba todas las mañanas para que le hiciera compañía. Pese a todo, cada noche intentaba volver a la vida un par de horas y tocar algo de música, por mucho que los dedos ya no le funcionaran muy bien. Roy echaba a andar alrededor de su hoguera con una botella, intentando encontrar unas palabras para arrancar, algo visceral, mientras Theodore escuchaba y punteaba la guitarra. Se pasaban un buen rato ensayando su gran regreso y luego Roy se desplomaba encima de su manta, agotado por el trabajo diario en la huerta. No tardaba ni un par de minutos en empezar a roncar. Si tenía suerte, soñaba con Lenora. Su niña. Su ángel.

Últimamente pensaba cada vez más en ella, pero su única manera de tenerla cerca era dormirse.

En cuanto se apagaba la hoguera, los mosquitos regresaban en tromba y volvían loco a Theodore. A Roy no le molestaban para nada, y el lisiado deseaba tener sangre como la del otro. Una noche se despertó con aquellos bichos zumbándole en los oídos, todavía sentado en la silla de ruedas y con la guitarra tirada en el suelo delante de él. Roy estaba encogido como un perro al otro lado de las cenizas. Llevaban dos semanas acampados en el mismo lugar. Por toda la hierba muerta había desperdigados montoncitos de mierda y vómito de Theodore.

—Demonios, a lo mejor deberíamos pensar en irnos a otra parte —le había dicho aquella misma noche Roy, al volver de la tienda que había junto a la carretera. Se abanicó la cara con la mano—. Aquí está empezando a apestar a base de bien.

Aquello lo había dicho hacía unas horas, en pleno calor del día. Ahora, sin embargo, las hojas del árbol que Theodore tenía encima de la cabeza eran agitadas por una brisa fría que traía un vago olor al agua salada que había a sesenta kilómetros de allí. Se inclinó para recoger la botella de vino que tenía a los pies. Bebió un trago, volvió a tapar la botella y miró las estrellas que había incrustadas en el cielo negro como si fueran las esquirlas diminutas de un espejo roto. Le recordaron a la purpurina que Panqueque solía ponerse en los párpados.

Una noche, en las inmediaciones de Chattahoochee, él y Roy volvieron a entrar a hurtadillas en el circo, solamente por unos minutos, un año aproximadamente después del incidente con el niño. No, les dijo el tipo que vendía los perritos calientes, Panqueque ya no estaba con ellos. «Teníamos el circo montado en las afueras de un pueblo de palurdos en Arkansas y una noche el tipo desapareció sin más. Joder, ya habíamos cruzado la mitad del estado al día siguiente antes de que alguien lo echara de menos. El jefe dijo que ya aparecería en algún momento, pero no apareció. Ya sabéis cómo es el viejo Bradford, el trabajo es lo primero. Y dijo que además Panqueque ya estaba perdiendo la gracia.»

Theodore estaba completamente cansado y harto de todo.

—Con lo bien que lo hemos pasado tú y yo, ¿verdad, Roy? —dijo en voz alta, pero el hombre que estaba en el suelo no se movió. Dio otro trago y se puso la botella en el regazo—. Con lo bien que lo hemos pasado —repitió en voz baja.

Las estrellas se volvieron borrosas y desaparecieron de su vista. Soñó con Panqueque vestido de payaso y con iglesias humildes iluminadas con fanales humeantes y con cafetines estruendosos con serrín en el suelo, y luego un océano suave se puso a lamerle los pies. Sintió el agua fría. Sonrió, hizo avanzar la silla de ruedas y empezó a flotar por el mar, más lejos de lo que había llegado nunca. No tenía miedo. Dios lo estaba llamando para que fuera a casa, y pronto las piernas volverían a funcionarle. Por la mañana, sin embargo, se despertó tirado en el frío suelo y decepcionado de seguir con vida. Bajó la mano y se palpó los pantalones. Había vuelto a mearse encima. Roy ya se había marchado a la huerta. Él estaba tirado con la mejilla pegada a la tierra del suelo. Se quedó mirando un montículo de su propia mierda cubierto de moscas que había a un metro de distancia y trató de volver a quedarse dormido, de volver al agua.