En cuanto Ohio empezó a reverdecer y a templarse, Carl se puso a organizar concienzudamente su próximo viaje. Esta vez planeaba ir al sur y darle un descanso al interior. Se pasaba las noches estudiando su mapa de carreteras: Georgia, Tennessee, Virginia y las Carolinas. Dos mil quinientos kilómetros por semana: aquello era lo que siempre habían planeado. Aunque normalmente se cambiaban de coche por la época en que florecían las peonías, había decidido que la ranchera todavía estaba en buen estado para una salida más. Y Sandy ya no traía tanto dinero a casa como cuando hacía de puta de forma habitual. Las gracias había que dárselas a Lee.
Una madrugada de jueves en que estaban los dos en la cama, Sandy dijo:
—He estado pensando en esa pistola, Carl. A lo mejor tienes razón.
Aunque no lo había mencionado para nada, también había estado pensando mucho en aquella camarera del White Cow. Incluso había pasado por allí un día, se había pedido un batido y le había echado un buen vistazo a la chica. Desearía que Lee no le hubiera contado nada. Lo que más le molestaba era el hecho de que la chica le recordaba a sí misma antes de que Carl entrara en su vida: nerviosa, tímida y ansiosa por complacer. Luego, hacía unas cuantas noches, mientras le ponía una copa a un hombre al que se había follado hacía poco, Sandy no había podido evitar fijarse en que el tipo ya no le echaba ni un triste vistazo. Mientras miraba cómo el mismo hombre se marchaba al cabo de unos minutos acompañado de una buenaza dentuda que llevaba una chaqueta de piel falsa, se le ocurrió que tal vez Carl estuviera buscándole una sustituía. Le dolía pensar que su marido pudiera traicionarla de aquella manera, pero, bien pensado, ¿por qué iba él a ser distinto a todos los demás cabrones que había conocido? Confiaba en estar equivocándose, pero a lo mejor no era tan mala idea que también tuviera un arma.
Carl no dijo nada. Había estado mirando el techo con cara lúgubre, deseando que su casera estuviera muerta. Le sorprendió que Sandy mencionara la pistola después de tanto tiempo, pero tal vez simplemente le había venido un ataque de sentido común. ¿Quién demonios no querría llevar pistola, haciendo las cosas que hacían? Se dio la vuelta y se sacudió su parte de la sábana de encima de sus piernas gordas. Fuera estaban a quince grados a las tres de la mañana y la muy zorra de la vieja les hacía aguantar el termostato al máximo. Estaba convencido de que lo hacía a propósito. El otro día habían tenido bronca por el hecho de que él cantara de noche. Ahora se levantó de la cama para abrir la ventana y se quedó allí, dejando que la ligera brisa lo refrescara.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? —le preguntó por fin.
—Pues no lo sé —dijo ella—. Como tú dijiste, nunca se sabe lo que puede pasar, ¿verdad?
Él se quedó escrutando la oscuridad y se frotó la cara mal afeitada. Le daba grima volverse a la cama. Su lado estaba empapado de sudor. Tal vez podría dormir en el suelo, junto a la ventana, pensó. Se inclinó cerca de la tela mosquitera rota y respiró hondo varias veces. Joder, tenía la sensación de que se estaba asfixiando.
—Lo está haciendo para joder, me cago en la puta.
—¿El qué?
—Dejar la puta calefacción encendida —dijo él.
Sandy se incorporó hasta apoyarse sus codos y miró la silueta oscura de Carl agachada junto a la ventana, como una bestia mítica e inquietante a punto de extender las alas y echar a volar.
—Pero me enseñarás a disparar con ella, ¿verdad?
—Claro —dijo Carl—. Eso es fácil. —Oyó que encendía una cerilla detrás de él y le daba una calada a un cigarrillo. Se giró hacia la cama—. Nos la llevamos a alguna parte cuando tengas el día libre y así practicas unos disparos.
El domingo salieron del apartamento cerca del mediodía y condujeron hasta la cima de Reub Hill para bajar por el otro lado. Él giró a la izquierda por un camino enfangado y se detuvo cuando llegaron a un vertedero que había al final.
—¿Cómo conoces este lugar? —le preguntó Sandy.
Antes de que llegara Carl, había pasado bastantes noches dejándose follar en aquel sitio por chavales de los que ahora no le gustaba acordarse. Con todos ellos había creído que, si se dejaba follar por el siguiente, este la trataría como a su novia y tal vez hasta la llevaría a uno de los bailes que se celebraban en el Winter Garden o en el Armory, pero aquello no había sucedido jamás. En cuanto se la hincaban, ya se olvidaban de ella. Un par de aquellos tipos incluso se quedaron con sus propinas y le hicieron volver a casa andando. Ahora se asomó a la ventanilla del coche y vio tirado en la zanja del arcén un condón usado y extendido sobre la boca de una botella de sidra Boone s Farm. Los chavales solían llamar a aquel lugar el Camino de Entrenamientos; a juzgar por su pinta, supuso que todavía lo llamaban así. Ahora que lo pensaba, Sandy no había estado jamás en un baile.
—Lo vi un día que estaba dando vueltas con el coche —comentó—. Me recordó al sitio aquel de Iowa.
—¿Quieres decir donde el Espantapájaros?
—Sí —dijo Carl—. Aquel gilipollas que no paraba con lo de «Aquí vengo, California». —Estiró un brazo por delante de ella para abrir la guantera y sacó la pistola del y una caja de cartuchos—. Venga, a ver qué tal lo haces.
Cargó la pistola y colocó unas cuantas latas oxidadas encima de un colchón mojado lleno de manchas. Luego volvió para ponerse delante del coche y disparó seis veces desde una distancia de unos siete u ocho metros. Tumbó cuatro de las latas. Después de enseñarle una vez más a ella cómo se cargaba el arma, se la dio.
—La cabrona se desvía un poco hacia la izquierda —le dijo—. Pero no pasa nada. Tú no intentes apuntar, limítate a señalar igual que haces con el dedo. Luego coges aire y aprietas el gatillo mientras lo sueltas.
Sandy cogió la pistola con las dos manos y puso el ojo en la mirilla. Luego cerró los ojos y apretó el gatillo.
—No los cierres —le dijo Carl. Ella hizo los cinco disparos siguientes tan deprisa como pudo. Solamente consiguió hacerle varios agujeros al colchón.
—Bueno, te estás acercando —dijo él. Le dio la caja de cartuchos—. Esta vez la cargas tú. —Sacó un puro y lo encendió.
Cuando por fin le acertó a la lata, soltó un chillidito como si fuera una niña que acabara de encontrar un huevo de Pascua con premio.
—No está mal —dijo él—. Déjame ver.
Justo había terminado de cargar el arma otra vez cuando oyeron una camioneta que se acercaba a toda prisa por el camino. El vehículo se detuvo a pocos metros con una sacudida, y de él salió un hombre de mediana edad y cara demacrada. Llevaba unos pantalones azules de vestir, camisa blanca y zapatos negros lustrados. Lo más seguro era que se hubiera pasado toda la mañana sin poder escaparse de la iglesia, sentado en un banco con la gorda de su mujer, pensó Carl. Ahora ya tenía la mente puesta en el pollo frito que se iba a comer y en la siesta que iba a echarse si la vieja arpía se callaba durante unos minutos. Luego, por la mañana, de vuelta al trabajo, y duro. Casi le resultaba admirable que alguien fuera capaz de pasarse la vida haciendo aquello.
—¿Quién os ha dado permiso para disparar aquí? —dijo el hombre. El tono áspero de su voz indicaba que no estaba nada contento.
—Nadie. —Carl miró a su alrededor y se encogió de hombros—. Joder, colega, pero si es un vertedero.
—Es mi propiedad, nada menos —dijo el hombre.
—Solo estamos haciendo prácticas de tiro —dijo Carl—. Estoy intentando enseñar a mi mujer a defenderse.
El hombre negó con la cabeza.
—No permito que se dispare en mi propiedad. Joder, chaval, tengo ganado por ahí. Además, ¿es que no sabéis que es el día del Señor?
Carl soltó un suspiro y echó un vistazo a los campos marrones que rodeaban el vertedero. No había ni una vaca a la vista por ningún lado. El cielo era un dosel bajo de un gris interminable e inmóvil. Pese a lo lejos que estaban de la ciudad, podía detectar en el aire el olor acre de la fábrica de papel.
—Muy bien, no me lo tiene que repetir. —Se quedó mirando cómo el granjero volvía a su camioneta, negando con la cabeza canosa—. Eh, señor —lo llamó de repente Carl.
El granjero se detuvo y se dio la vuelta.
—¿Ahora qué?
—Me estaba preguntando… —dijo Carl, dando unos pasos hacia él—. ¿Le importa si le hago una foto?
—Carl —dijo Sandy, pero él le hizo una señal con la mano para que no hablara.
—¿Y para qué coño quieres hacerme una foto? —dijo el hombre.
—Bueno, soy fotógrafo —dijo Carl—. Simplemente pienso que quedaría usted bien. Caray, a lo mejor hasta se la puedo vender a una revista o algo así. Siempre estoy atento a ver si encuentro buenos modelos como usted. El hombre miró más allá de Carl, en dirección a Sandy, que estaba de pie al lado de la ranchera. Se estaba encendiendo un cigarrillo. No aprobaba que las mujeres fumaran. La mayoría de las que había conocido eran lo peor, pero supuso que lo más seguro era que un tipo que se ganaba la vida de fotógrafo tampoco pudiera conseguir nada decente. Costaba imaginar de dónde habría sacado a aquella. Hacía unos años, él se había encontrado a una mujer llamada Mildred McDonald en su pocilga, medio desnuda y dando caladas a un pitillo. Le había dicho que estaba esperando a algún hombre, con total naturalidad, y luego había intentado que yaciera con ella sobre la porquería. Se quedó mirando la pistola que Carl tenía en la mano y se dio cuenta de que todavía tenía el dedo en el gatillo.
—Más te vale largarte ya mismo —dijo el hombre, y apretó el paso para volver a su camioneta.
—¿Qué va a hacer usted? —dijo Carl—. ¿Llamar al sheriff? —Le echó una mirada a Sandy y guiñó el ojo.
El hombre abrió la portezuela y metió el brazo dentro de la cabina.
—Joder, chaval, no me hace falta ningún sheriff corrupto para encargarme de ti.
Al oír aquello, Carl empezó a reírse, pero al cabo de un momento levantó la vista y vio al granjero plantado detrás de la portezuela de la camioneta y apuntándolo con un rifle a través de la ventanilla abierta. Tenía una sonrisa de oreja a oreja en la cara arrugada.
—Está usted hablando de mi cuñado —le dijo Carl, con la voz repentinamente seria.
—¿Quién? ¿Lee Bodecker? —El hombre giró la cabeza para escupir—. Yo de ti no iría jactándome de eso.
Carl se quedó de pie en medio del camino, mirando fijamente al granjero. Oyó el chirrido de una portezuela detrás de su espalda mientras Sandy se metía en el coche y cerraba de un portazo. Por un segundo imaginó que se limitaba a levantar la pistola y acabar de una vez con aquel cabrón, un duelo de los de toda la vida. Empezó a temblarle un poco la mano y respiró hondo para intentar tranquilizarse. Luego se acordó del futuro. Siempre le quedaba la siguiente cacería. No faltaban más que unas semanas para que él y Sandy volvieran a echarse a la carretera. Llevaba pensando en matar a uno de aquellos melenudos desde que había oído a los republicanos hablar en el White Cow. Según las noticias que había visto últimamente por televisión, el país entero se abocaba a una ola de disturbios, y él quería estar presente para verlos. Nada le gustaría más que observar cómo reventaba todo aquel estercolero. Y últimamente Sandy había empezado a comer mejor y se estaba volviendo a llenar un poco. Estaba perdiendo su belleza a marchas forzadas —nunca le habían arreglado la dentadura—, pero todavía les quedaban un par de buenos años. No tenía sentido desperdiciarlos solamente porque a un cretino de granjero se le pusiera dura. En cuanto tomó su decisión, dejó de temblarle la mano. Se dio la vuelta y echó a andar hacia la ranchera.
—Y que no os vuelva a pillar por aquí, ¿me has entendido bien? —oyó Carl que gritaba el hombre mientras él se sentaba al volante y le daba la pistola a Sandy. Echó un último vistazo mientras arrancaba el motor, pero no vio ni una puñetera vaca por ningún lado.