Un domingo por la mañana, Carl le hizo a Sandy unos panqueques, que eran su comida favorita. La noche antes había llegado a casa borracha y con una de sus depresiones. Cada vez que se empantanaba con aquellos sentimientos despreciables, él no podía decirle nada ni tampoco hacer nada para ayudarla. Tenía que salir adelante por sí misma. Un par de noches bebiendo y lloriqueando y volvería a estar como nueva. A la noche siguiente, o tal vez la otra, se follaría a alguno de sus clientes después de cerrar el bar, a algún chaval de campo con pelo cortado a cepillo, mujer y tres o cuatro criaturas mocosas en casa. El chaval en cuestión le diría a Sandy que ojalá la hubiera conocido antes de casarse con la vaca de su mujer, que era el mejor polvo de su vida, y entonces ya todo volvería a ir de perlas hasta la próxima vez que le entrara el bajón.
Carl le dejó una pistola del junto al plato. Se la había comprado hacía unos días por diez dólares a un viejo al que había conocido en el White Cow. El pobre desgraciado tenía miedo de que, si no se deshacía de la pistola, acabaría pegándose un tiro. Se le había muerto la mujer el otoño pasado. Él la había tratado mal, lo admitía, hasta cuando ella ya estaba en su lecho de muerte; pero ahora se sentía tan solo que no lo podía soportar. Todo esto se lo contó a Carl y a la camarera adolescente mientras una nieve helada repicaba con suavidad contra las ventanas de cristal armado de la cafetería y el viento zarandeaba el letrero metálico de la calle. El viejo llevaba un abrigo largo que olía a humo de leña y a Vicks VapoRub y un gorro de lana salpicado de pelusa muy calado. Mientras el viejo se les estaba confesando, a Carl se le ocurrió que tal vez fuera buena idea que Sandy tuviera un arma también cuando estuvieran de cacería, solamente como refuerzo en caso de que algo se saliera de madre. Se preguntó por qué no se le habría ocurrido antes. Aunque siempre se andaba con cuidado, hasta los mejores la cagaban a veces. Comprar la pistola le había hecho sentirse bien, pensar que se estaba volviendo más listo.
Para matar a alguien con una pistola del había que pegarle un tiro en el ojo o bien metérsela directamente en la oreja, pero aun así era mejor que nada. Él le había hecho eso mismo una vez a un universitario, le había metido una pistola en la oreja; el tipo era un capullo de pelo rizado de Purdue que había soltado una risilla cuando Sandy le había confesado que antes soñaba con ir a la escuela de belleza, pero que luego había terminado de camarera y todo había acabado saliendo tal como era de esperar. Después de atar al chaval, Carl le había encontrado un libro en el bolsillo de la chaqueta, Poemas de John Keats. Intentó preguntarle a aquel asqueroso cuál era su rima favorita, pero para entonces el listillo de mierda ya se había cagado en los pantalones y estaba teniendo dificultades para concentrarse. De manera que abrió el libro por una página al azar y se puso a leer un poema mientras el chaval lloraba pidiendo misericordia, y Carl se vio obligado a levantar más y más la voz para hacerse oír por encima de las súplicas del otro hasta llegar al último verso, que ahora se le había olvidado, alguna imbecilidad sobre el amor y la fama que tenía que admitir que por entonces le había erizado el pelo de los brazos. A continuación apretó el gatillo y una rociada de sesos mojados y grises salió disparada del otro lado de la cabeza del chico. Después de que el chaval se desplomara, la sangre le empantanó las cuencas de los ojos, dándoles aspecto de lagos diminutos de fuego. La foto resultante era buenísima, aunque había que tener en cuenta que había disparado con un arma del 38, no con una pistolilla ridícula del 22. Carl estaba seguro de que si le hubiera podido enseñar a aquel vejestorio maloliente la foto del chaval, el muy llorón se lo habría pensado dos veces antes de suicidarse, por lo menos usando pistola. A la camarera le había parecido muy hábil el modo en que le había quitado de las manos la pistola al anciano antes de que este pudiera hacerse daño. Él se la habría podido follar aquella misma noche en el asiento de atrás de la ranchera si hubiera querido, a juzgar por la forma en que ella no paraba de decirle lo maravilloso que era. Hacía unos años no le habría perdonado un polvo a aquella zorra, pero últimamente aquella clase de líos no lo atraían demasiado.
—¿Qué es esto? —dijo Sandy cuando vio la pistola al lado de su plato.
—Es por si acaso algo sale mal alguna vez.
Ella negó con la cabeza y empujó la pistola de vuelta a su lado de la mesa.
—Ese es tu trabajo, asegurarte de que eso no pase nunca.
—Solamente te digo…
—Escucha, si ya no tienes pelotas para hacerlo, dilo. Joder, por lo menos avísame antes de que nos maten a los dos por tu culpa.
—Ya te he dicho que no me gustan esas palabrotas —dijo él. Se quedó mirando el montón de panqueques, que ya se estaban enfriando. Ella no los había tocado—. Y te vas a comer esas putas tortitas que te he hecho, ¿me oyes?
—Vete a la mierda —le dijo ella—. Voy a comer lo que me dé la gana. —Se puso de pie y él vio cómo se llevaba su café a la sala de estar y oyó que encendía el televisor. Cogió la pistola del 22 y apuntó con ella a la pared que separaba la cocina del sofá donde no cabía duda que ella acababa de apoltronar su culo flaco.
Se quedó así un par de minutos, preguntándose si sería capaz de acertarle, antes de guardar la pistola en un cajón. Se pasaron el resto de la fría mañana viendo en silencio una maratón de películas de Tarzán que estaban dando en el Canal 10. Después Carl se fue al Big Bear y compró un bote de cuatro litros de helado de vainilla y una tarta de manzana. A ella siempre le habían gustado los dulces. Si no le quedaba más remedio, la obligaría a tragarse todo aquello, pensó mientras pagaba a la dependienta.
Hacía muchos años, había oído decir a uno de los novios de su madre que en los viejos tiempos uno podía venderse a su mujer si andaba mal de dinero o bien se hartaba de ella; solamente tenía que llevarla al mercado del pueblo con un collar de arnés bien amarrado al cuello de mierda. Hacer que Sandy se asfixiara con un poco de helado tampoco sería nada del otro mundo. A veces las mujeres no sabían lo que les convenía. Estaba claro que su madre, por ejemplo, no lo sabía. Un tipo llamado Lyndon Langford, el más listo de la larga serie de cabrones con los que ella se había liado mientras estaba viva, un operario de la fábrica de GM de Columbus que a veces leía libros de verdad cuando estaba intentando no beber, era quien le había impartido al pequeño Carl sus primeras lecciones de fotografía. «Tú acuérdate —le había dicho una vez Lyndon— de que a la mayoría de la gente le encanta que les hagas fotos. Como les apuntes con una cámara, los muy capullos son capaces de hacer casi cualquier cosa.»
Carl nunca se olvidaría de la primera vez que había visto el cuerpo desnudo de su madre, en una de las fotos de Lyndon, atada a la cama con cables eléctricos y con la cabeza tapada con una caja de cartón que tenía agujeros para los ojos. Pese a todo, cuando no bebía, Lyndon era un hombre más o menos decente. Luego Carl lo estropeó todo al comerse una loncha del jamón bueno que el hombre guardaba en su nevera para las noches en que se quedaba a dormir. Su madre tampoco le perdonó nunca aquello.