28

Bodecker entró en el Tecumseh una tarde de finales de febrero, justo después de que Sandy empezara su turno, y se pidió una Coca-Cola. En el bar no había nadie más. Ella se la sirvió sin decir palabra y luego se volvió para el fregadero de detrás de la barra donde estaba lavando jarras sucias de cerveza y vasos de chupito que habían quedado de la noche anterior. Él se fijó en las ojeras que tenía su hermana y en todas las canas que le habían salido. No parecía que llegara a los cuarenta y cinco kilos, a juzgar por lo grandes que le venían los vaqueros. Le echaba la culpa a Carl de lo avejentada que estaba. A Bodecker le daba asco pensar que aquel hijo de puta vivía de ella como un parásito. Aunque hacía años que no se podía decir que él y Sandy se llevaran bien, seguía siendo su hermana. Había cumplido veinticuatro hacía poco, cinco años menos que él. Si la veías hoy, no le echabas menos de cuarenta.

Lee se trasladó a un taburete al final de la barra desde donde pudiera vigilar la puerta. A partir de la noche en que había tenido que entrar en el bar a recoger aquel sobre con dinero —la idiotez más descomunal que Tater Brown le había obligado a hacer nunca, y se lo había dejado claro al muy cabrón—, Sandy apenas le hablaba.

Le agobiaba, por lo menos un poco cuando se detenía a pensarlo, que su hermana pensara mal de él. Sospechaba que ella seguía cabreada por el pollo que le había montado porque hiciera de puta en la parte de atrás de aquel antro infecto. Ahora se volvió para mirarla. El local estaba muerto y no se oía más ruido que el de los vasos tintineando en el agua cada vez que ella recogía uno para lavarlo. A la mierda, pensó. Y se puso a hablar, mencionando de entrada que últimamente Carl se pasaba mucho tiempo charlando con una camarera joven del White Cow mientras ella estaba allí encerrada sirviendo copas para pagar las facturas.

Sandy dejó el vaso en el escurridor de plástico y se secó las manos mientras se preguntaba qué podía contestar. Últimamente Carl la había estado llevando en coche al trabajo un montón, pero aquello no era asunto de Lee. ¿Y qué iba a hacer su marido con una chica? A Carl ya solamente se le ponía dura cuando miraba las fotografías.

—¿Y qué? —dijo ella por fin—. Se siente solo.

—Sí, y también miente como un bellaco —dijo Bodecker. La otra noche había visto la ranchera negra de Sandy estacionada frente al White Cow. Había aparcado en la acera de delante y había mirado cómo su cuñado le daba a la lengua con aquella camarera flaca. Daba la impresión de que se lo estaban pasando bien juntos, de manera que le entró la curiosidad. Después de que Carl se marchara, Bodecker entró, se sentó a la barra y pidió un café.

—Ese tipo que se acaba de marchar —dijo—. No sabrás cómo se llama, ¿verdad?

—¿Te refieres a Bill?

—¿Bill, eh? —dijo Bodecker, intentando no sonreír—. ¿Es amigo tuyo?

—No sé —dijo ella—. Nos llevamos bien.

Bodecker se sacó un pequeño cuaderno y un lápiz del bolsillo de la camisa y fingió que apuntaba algo.

—Déjate de trolas y cuéntame lo que sepas de él.

—¿Estoy metida en algún lío? —preguntó ella. Se metió un mechón de pelo en la boca y se puso a moverse nerviosamente de un lado para otro.

—Si hablas, no.

Después de escuchar a la chica repetir algunas de las historias de Carl, Bodecker se miró el reloj de pulsera y se puso de pie.

—De momento ya me vale —dijo, guardándose el cuaderno en el bolsillo—. Me da la impresión de que no es el que buscamos. —Se quedó pensando un momento y miró a la chica. Todavía estaba mordisqueándose el pelo—. ¿Cuántos años tienes? —le dijo.

—Dieciséis.

—Ese Bill nunca te habrá pedido que poses para sus fotos, ¿verdad?

A la chica se le puso la cara roja.

—No —dijo ella.

—En cuanto empiece a hablarte de esa clase de cosas tú me llamas, ¿de acuerdo? —Si no hubiera sido Carl el que intentaba follarse a aquella chavala, a él le habría traído sin cuidado. Pero aquel cabronazo había llevado a su hermana a la ruina, y Bodecker no conseguía olvidarlo, por mucho que se dijera a sí mismo que no era asunto suyo. Era algo que le comía por dentro, como un cáncer. Lo mejor que podía hacer ahora mismo era contarle a Sandy lo que estaba pasando con aquella niñata de camarera. Algún día, sin embargo, quería hacérselas pagar a Carl todas juntas. No tenía por qué ser muy difícil, pensó; no sería muy distinto de castrar a un puerco.

Después de interrogar a la chica se marchó de la cafetería y condujo hacia el parque estatal que había junto a la prisión, adonde Tater Brown tenía que llevarle su dinero. Su secretario farfulló algo por la radio sobre un atropello con fuga en la Huntington Pike, y Bodecker estiró el brazo para bajar el volumen. Unos días atrás había hecho otro trabajo para Tater y había usado su insignia para sacar a un tipo llamado Coonrod de una vieja cabaña donde estaba escondido en la vega del Paint Creek. Esposado en el asiento de atrás, el tipo creyó que el sheriff lo estaba llevando a la comisaría para interrogarlo hasta que el coche patrulla se detuvo en la carretera de grava que había en lo alto de Reub Hill. Bodecker no dijo palabra: se limitó a sacarlo del coche tirando de las pulseras metálicas y a arrastrarlo durante un centenar de metros hasta adentrarse en el bosque.

Mientras Coonrod pasaba de gritar que tenía derechos a suplicar piedad, Bodecker se le puso detrás y le pegó un tiro en la nuca. Ahora Tater le debía cinco mil dólares, mil más de los que el sheriff le había cobrado la primera vez. Aquel sádico de mierda le había pegado una paliza a una de las mejores putas que trabajaban en el piso de arriba del club de striptease de Tater y había intentado extraerle el útero con un desatascador de retretes. El gángster había tenido que pagarle trescientos dólares más al hospital para que le volvieran a meter todo dentro a la tipa. Al final el único que había salido ganando con el trato era Bodecker.

Ahora Sandy suspiró y dijo:

—A ver, Lee, ¿de qué cojones me estás hablando? Bodecker se llevó el vaso a los labios y se puso a mascar hielo.

—Bueno, de acuerdo con esa chica, tu marido se llama Bill y es un fotógrafo de gran éxito de California. Le ha contado que es muy amigo de unas cuantas estrellas de cine.

Sandy se volvió al fregadero y metió unos cuantos vasos sucios más en el agua tibia.

—Lo más seguro es que le estuviera tomando el pelo y ya está. A veces a Carl le gusta engañar a la gente para echarse unas risas, solamente para ver cómo reaccionan.

—Bueno, por lo que yo he visto, la otra está reaccionando bastante bien. Tengo que decir que nunca me había imaginado que ese gordo de mierda fuera bueno para estas cosas.

Sandy tiró su trapo de secar y se dio la vuelta.

—¿Qué coño estás haciendo? ¿Espiarlo?

—Eh, no te quería molestar ni nada —dijo Bodecker—. Pensé que querrías saberlo.

—A ti Carl nunca te ha caído bien —dijo ella.

—Hostia puta, Sandy, si te ha estado puteando.

Ella puso los ojos en blanco.

—Como si tú no hicieras nada malo.

Bodecker se puso las gafas de sol y se obligó a sonreír, enseñándole los dientes blancos y enormes a Sandy.

—Pero aquí la autoridad soy yo, chica. Y ya verás que eso es lo que importa.

Tiró un billete de cinco dólares sobre la barra, salió del local y se metió en el coche patrulla. Se pasó unos minutos allí sentado, mirando a través del parabrisas en dirección a las caravanas destartaladas de Paradise Acres, el poblado de autocaravanas que había al lado del bar.

Luego reclinó la cabeza en el asiento. Ya hacía una semana y nadie había denunciado la desaparición del cabrón del desatascador. Se le ocurrió que le podía comprar un coche nuevo a Charlotte con una parte del dinero. Se moría de ganas de cerrar los ojos unos minutos, pero en los tiempos que corrían no era buena idea quedarse dormido al descubierto. Cada vez estaban todos más hasta el cuello de mierda. Se preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de que le tocara matar a Tater o, ya puestos a pensar, antes de que algún hijo de puta decidiera cargárselo a él.