Al cabo de unos días, Carl ya era un habitual del White Cow. Resultaba agradable estar rodeado de gente después de haberse pasado casi todo el invierno encerrado en el apartamento. Cuando la camarera le preguntó cuándo se volvía para California, él le contestó que había decidido quedarse allí una temporada y tomarse un respiro del coñazo de Hollywood. Una noche estaba sentado a la barra cuando un par de hombres con pinta de sesentones llegaron a bordo de un El Dorado negro y reluciente. Aparcaron a un par o tres de metros de la puerta principal y entraron pavoneándose. Uno de ellos llevaba un atuendo de vaquero decorado con lentejuelas centelleantes. Tenía la panza cervecera constreñida por una hebilla de cinturón diseñada para parecer un Winchester y caminaba con las piernas arqueadas, como si acabara de apearse de un caballo asombrosamente ancho, pensó Carl, o bien como si tuviera un pepino escondido dentro del culo. El otro llevaba un traje azul marino, con la pechera decorada con diversas insignias y cintas patrióticas, y una gorra cuadrada de la Asociación de Veteranos de Guerras en el Extranjero torcida en un ángulo desenfadado. Los dos tenían las caras ruborizadas por el alcohol de alta gradación y la arrogancia. Carl reconoció al vaquero por los periódicos: era un bocazas republicano del ayuntamiento, que en los plenos mensuales siempre se estaba quejando de las escenas sexuales degeneradas y explícitas que tenían lugar en el parque municipal de Meade. Aunque Carl había pasado por allí un centenar de veces de noche, lo más picante que había visto nunca era una pareja de adolescentes desgarbados intentando besarse ante el pequeño monumento conmemorativo de la segunda guerra mundial.
Los dos hombres se sentaron en un reservado y pidieron café. Después de que la camarera los sirviera, se pusieron a hablar de un hombre de pelo largo al que habían visto caminando por la acera mientras volvían de la American Legión.
—Nunca pensé que vería nada parecido por aquí —dijo el tipo del traje.
—Y espérate —dijo el vaquero—. Como alguien no haga algo, dentro de un par de años tendremos más que pulgas en el culo de un burro. —Dio un sorbo de café—. Yo tengo una sobrina que vive en Nueva York y su novio es igual que una chica, con una media melena que le tapa las orejas. Yo no paro de decirle que me lo mande y yo se lo arreglo, pero ella no quiere. Dice que sería demasiado duro con él.
Bajaron un poco la voz, pero Carl todavía pudo oírlos hablar de cómo antes colgaban a los negros y de cómo habría que empezar otra vez con los linchamientos, por mucho que fuera un trabajo duro, pero esta vez con los melenudos.
—Unas cuantas corbatas en esos cuellos mugrientos —dijo el vaquero—. Así se espabilan, hostia. Por lo menos evitaríamos que vinieran por aquí.
Carl olía la loción para el afeitado de aquellos tipos desde la otra punta de la cafetería. Se quedó mirando el cuenco del azúcar que tenía delante sobre la barra y trató de imaginarse sus vidas, los pasos irrevocables que habrían dado para llegar adonde estaban en aquella noche fría y oscura de Meade, Ohio. Y la sensación que experimentó fue eléctrica, una conciencia del poco tiempo que llevaba en el mundo y de lo que había hecho con ese tiempo, y de aquellos dos viejos cabrones y la relación que tenían con todo. Era la misma sensación que experimentaba con los modelos. Ellos habían elegido un trayecto o una dirección en detrimento de otros, y de esa manera habían terminado en el coche de él y de Sandy.
¿Acaso podía explicarlo? No, no podía explicarlo, pero estaba más claro que el agua que podía sentirlo. «El misterio», Carl solamente podía denominarlo así. Sabía que al día siguiente ya nunca significaba nada. La sensación desaparecía hasta la próxima vez. Luego oyó correr el agua en el fregadero de la cocina, y la imagen nítida de cierta tumba inundada que había cavado durante una noche repleta de estrellas emergió a la superficie de su memoria. La había cavado en un sitio anegado, y una media luna, alta en el cielo y tan blanca como la nieve recién caída, se había mecido sobre el agua acumulada en el fondo del hoyo; él no había visto nunca nada tan hermoso. Ahora intentó retener aquella imagen, puesto que llevaba una buena temporada sin acordarse de ella, pero las voces de los viejos volvieron a infiltrarse y a trastornar su paz.
Empezó a dolerle un poco la cabeza y le pidió a la joven camarera una de las aspirinas que sabía que llevaba siempre en el bolso. Ella le había confesado una noche que le gustaba filmárselas, machacarlas y meter el polvo dentro de un cigarrillo. Droga de pueblerinos, había pensado Carl, y se había tenido que contener para no reírse en la cara de aquella pobre chica idiota. Ahora ella le dio dos tabletas guiñándole el ojo, Dios mío, como si le estuviera pasando un chute de morfina o algo parecido.
Le devolvió una sonrisa y volvió a pensar en llevársela para un trayecto de prueba, ver cómo un autoestopista se lo pasaba bomba con ella mientras él les hacía unas fotos y le aseguraba a la muy tonta que era así como empezaban todas las modelos. Estaba claro que se lo tragaría. Le había contado algunas historias bastante subidas de tono, y ella ya no se hacía la escandalizada. Por fin se tragó las aspirinas y se dio un poco la vuelta en su taburete para poder oír mejor a los dos hombres.
—Los demócratas van a ser la ruina de este país —dijo el vaquero—. Lo que tenemos que hacer, Bus, es montar nuestro propio ejército. Matar a unos cuantos y así se lo hacemos entender al resto.
—¿Ahora hablas de los demócratas o de los melenudos, J. R.?
—Bueno, podemos empezar con los nenazas —dijo el vaquero—. ¿Te acuerdas de aquel puto loco al que cogieron en la carretera con un pollo encallado en sus partes? Bus, yo te aseguro que los melenudos van a ser diez veces peor que eso.
Carl dio un sorbo de café y escuchó mientras los dos fantaseaban con montar una milicia privada. Sería su contribución final al país antes de morir. Si hacía falta, estarían encantados de sacrificarse. Era su deber como ciudadanos. Luego Carl oyó que uno de ellos decía:
—¿Tú qué coño estás mirando?
Ahora los dos lo estaban observando.
—Nada —dijo Carl—. Estoy bebiéndome mi café.
El vaquero le guiñó un ojo al del traje y le dijo:
—¿A ti qué te parece, chaval? ¿Te caen bien los melenudos?
—Pues no lo sé —dijo Carl.
—Coño, J. R., lo más seguro es que tenga a uno en casa esperándolo —bromeó el del traje.
—Sí, no tiene agallas para lo que nosotros necesitamos —dijo el vaquero, volviéndose a su café—. Joder, lo más seguro es que ni siquiera haya servido nunca en el ejército. Blando como una rosquilla, ya se le ve. —Negó con la cabeza—. El puto país entero se está volviendo así.
Carl no dijo nada, pero se preguntó cómo sería matar a un par de vejestorios de mierda como aquellos. Por un momento se planteó la posibilidad de seguirlos cuando se marcharan y obligarlos a follar el uno con el otro solamente para empezar. Estaba seguro de que, para cuando se pusiera en serio con ellos, podría hacer que el vaquero se cagara en la gorrita del trajeado. Aquel par de capullos podían mirar a Carl Henderson y despreciarlo todo lo que quisieran, le traía sin cuidado. Podían rajar hasta el día del juicio sobre la gente a la que les gustaría matar, pero ninguno de ellos tenía cojones para hacerlo. En cuestión de quince minutos podía tenerlos a los dos suplicándole que los mandara al infierno. Era capaz de cosas que les harían comerse los dedos del otro a cambio de un par de minutos de descanso. Lo único que le hacía falta era tomar la decisión. Dio otro sorbo a su café y miró a través del ventanal en dirección al Cadillac y la neblina de la calle. Claro, amigo, no era más que un gordo inofensivo. Blando como una puta rosquilla.
El vaquero encendió otro cigarrillo, carraspeó y luego escupió un gargajo marrón en el cenicero.
—Convertir a uno de esos asquerosos en mi mascota, eso es lo que me gustaría a mí —dijo él, secándose la boca con una servilleta de papel que le dio el otro.
—¿Te gustaría que fuera un hombre o una mujer, J. R.?
—Joder, tienen la misma pinta, ¿no?
El del traje sonrió.
—¿Qué le darías de comer?
—Sabes perfectamente lo que le daría de comer, Bus —dijo el vaquero, y los dos se rieron.
Carl volvió a darse la vuelta. No se le había ocurrido nunca. Una mascota. Tener una en casa no era posible ahora mismo, pero tal vez algún día. «¿Lo ves?», se dijo a sí mismo: siempre había algo nuevo y emocionante en perspectiva, incluso en esta vida. Salvo en las semanas que pasaban de cacería, siempre le costaba ser optimista, pero luego pasaba algo que le recordaba que no todo era una mierda. Por supuesto, para plantearse el mero hecho de convertir a un modelo en algo parecido a una mascota, tendrían que mudarse al campo, buscar una casa en algún sitio perdido. Les haría falta un sótano, o por lo menos alguna clase de edificación que estuviera cerca de la casa, un cobertizo o un granero. Tal vez hasta pudiera acabar adiestrando a la mascota para que hiciera todo lo que él quisiera, aunque al mismo tiempo que se lo planteaba dudó que pudiera tener la paciencia necesaria. Ya le costaba bastante tener controlada a Sandy.