26

Al cabo de unos días, Carl llevó a Sandy al trabajo en coche y le dijo que necesitaba salir un poco del apartamento. La noche antes habían caído varios dedos de nieve y aquella mañana el sol había conseguido traspasar por fin el grueso banco gris de nubes que se había pasado las últimas semanas suspendido encima de Ohio como una maldición sombría e implacable. Ahora mismo en Meade no había nada, ni siquiera la chimenea de la fábrica de papel, que no fuera blanco y resplandeciente.

—¿Quieres entrar un momento? —le preguntó ella cuando él paró el coche delante del Tecumseh—. Te invito a una cerveza.

Carl echó un vistazo a los coches que había en el aparcamiento cubierto de nieve sucia. Le sorprendía que estuviera tan atestado en mitad del día. Llevaba tanto tiempo recluido en el apartamento que no le parecía que pudiera tolerar a tanta gente en su primera incursión en el mundo real desde antes de Navidad.

—No, creo que paso —dijo él—. Supongo que me daré una vuelta con el coche y ya está. Intentaré volver a casa antes de que se haga oscuro.

—Como tú quieras —dijo ella, abriendo la portezuela—. Pero no te olvides de venir a recogerme esta noche.

En cuanto ella entró, Carl se volvió directo al apartamento de Watt Street. Se sentó a mirar por la ventana de la cocina hasta que el sol se puso y por fi volvió al coche. Metió la cámara en la guantera y la pistola debajo del asiento. Llevaba el depósito de la ranchera hasta la mitad y cinco dólares en la billetera que había cogido del frasco del dinero de los viajes. Se prometió a sí mismo que no iba a hacer nada, solamente dar una vueltecita por el pueblo y fingir. A veces, sin embargo, desearía no haber inventado nunca aquellas malditas reglas. Joder, lo más seguro era que allí pudiera matar a un palurdo cada noche si le venía en gana. «Pero es por eso que hiciste las reglas, hostia, Carl —se dijo a sí mismo mientras se alejaba por la calle—. Para no joderlo todo.»

Cuando pasó por delante del White Cow Diner de High Street, vio a su cuñado de pie junto al coche patrulla, hablando con alguien que estaba sentado al volante de un Lincoln negro y reluciente. Parecía que estuvieran discutiendo, a juzgar por la forma en que Bodecker agitaba los brazos. Carl aminoró la marcha y se los quedó mirando por el retrovisor todo el tiempo que pudo. Se acordó de algo que le había dicho Sandy hacía solamente un par de noches: que su hermano iba a terminar en la cárcel si no dejaba de andar con tipos como Tater Brown y Bobo McDaniels.

—¿Y esos quiénes coño son? —le había preguntado él.

Estaba sentado a la mesa de la cocina, desenvolviendo una de las hamburguesas con queso que ella le había traído del trabajo. Alguien le había dado un bocado a una esquina de la hamburguesa. Él sacó la cebolla troceada raspando con la navaja.

—Son quienes lo dirigen todo desde Circleville hasta Portsmouth —le contó ella—. Bueno, todo lo que es ilegal.

—Ya —dijo Carl—. ¿Y cómo es que tú sabes eso? —Ella siempre estaba volviendo a casa con alguna trola que le había endilgado algún borracho. La semana anterior, sin ir más lejos, había estado hablando con alguien que tenía información confidencial sobre el asesinato de Kennedy. A veces a Carl le ponía furioso que ella fuera tan crédula, aunque al mismo tiempo sabía que seguramente era una de las razones de que llevaran tanto tiempo juntos.

—Bueno, pues porque hoy ha entrado un tipo en el bar justo después de que Juanita se marchara y me ha dado un sobre para que yo se lo diera a Lee. —Ella se encendió un cigarrillo y exhaló una bocanada de humo hacia las manchas del techo—. Estaba atiborrado de dinero, y no todo eran billetes de un dólar. Debía de haber cuatrocientos o quinientos dólares en ese sobre, como poco.

—Joder, ¿y no te has quedado una parte?

—Tú estás de broma, ¿no? A esa clase de gente no se le roba. —Ella sacó una de las patatas fritas de la cajita grasienta de cartón que había delante de Carl y la mojó en un manchurrón de kétchup. De hecho, se había pasado toda la noche fantaseando con meterse en el coche y largarse con el sobre.

—Pero si es tu hermano, joder. No va a hacerte nada.

—Joder, Carl, tal como está ahora Lee, estoy segura de que se desharía de nosotros sin pensárselo dos veces. Por lo menos de ti.

—Bueno, ¿y qué has hecho con el sobre? ¿Todavía lo llevas encima?

—Pero qué dices. Cuando ha llegado mi hermano, se lo he dado y me he hecho la tonta. —Miró la patata frita que tenía en la mano y la tiró al cenicero—. Aun así, no lo he visto demasiado contento.

Sin dejar de pensar en su cuñado, Carl giró por Vine Street. Cada vez que se tropezaba con Lee, cosa que, gracias a Dios, no pasaba muy a menudo, el cabrón le preguntaba:

—¿Y dónde trabajas, Carl?

Él daría lo que fuera por verlo metido hasta el cuello en algún aprieto del que no pudiera salir enseñando aquella insignia de los cojones. Más adelante vio a dos chavales de unos quince o dieciséis años que caminaban lentamente por la acera. Paró a su lado, detuvo el motor y bajó la ventanilla para llenarse los pulmones de aire frío. Miró cómo se separaban al final de la manzana y uno se iba para el este y otro para el oeste. Bajó la ventanilla del lado del pasajero y arrancó otra vez; llegó hasta la señal de stop y giró a la derecha.

—Eh —dijo Carl, mientras paraba junto a aquel chico flacucho, que llevaba una chaqueta azul marino con la inscripción «Meade High School» cosida a la espalda en letras blancas—. ¿Quieres que te lleve?

El chico se detuvo y miró al tipo que iba al volante de aquella ranchera desastrada. La luz de la farola le hacía relucir la cara sudorosa. Una barba castaña de tres días le cubría el cuello y los carrillos rechonchos. Tenía unos ojillos negros y crueles, como de roedor.

—¿Cómo dice? —preguntó el chico.

—Estoy dando una vuelta —dijo Carl—. A lo mejor podemos ir juntos a beber una cerveza. —Tragó saliva y se detuvo a sí mismo antes de ponerse a rogar.

El chaval soltó una risilla.

—Te equivocas de persona, amigo —le dijo—. Yo no soy de esos. —Y echó a andar otra vez, ahora más deprisa.

—Pues te vas a la puta mierda —dijo Carl entre dientes. Se sentó en el coche y miró cómo el chaval desaparecía en una casa que había a pocas puertas de distancia. Aunque se había quedado un poco decepcionado, principalmente sentía alivio. Sabía que si hubiera tenido a aquel niñato de mierda en el coche no se habría podido refrenar. Casi podía imaginarse a aquel cabroncete tirado en la nieve con las tripas fuera. Un día, pensó, iba a tener que hacer una escena invernal. Volvió al White Cow Diner y vio que Bodecker ya no estaba.

Aparcó el coche y entró; se sentó a la barra y pidió una taza de café. Todavía le temblaban las manos.

—Joder, hace frío afuera —le dijo a la camarera, una chica alta y flaca que tenía la nariz roja.

—Ohio es así —dijo ella.

—No estoy acostumbrado —dijo Carl.

—Ah, ¿no eres de por aquí?

—No —dijo Carl, dando un sorbo de café y sacando una de sus pichas de perro—. Estoy de paso, vengo de California. —Luego frunció el ceño y se quedó mirando el puro. No estaba seguro de por qué había dicho aquello, a menos que simplemente hubiera querido impresionar a la chica. Normalmente, la sola mención de aquel estado le revolvía las tripas. Se habían mudado allí unas pocas semanas después de casarse. Carl había pensado que allí podría triunfar haciendo fotos de estrellas de cine y gente famosa, y de paso conseguirle trabajo a Sandy de modelo, pero habían terminado arruinados y pasando hambre, y al final él había vendido a su mujer a dos hombres a los que había conocido delante de una agencia pirata de actores y que querían hacer una película guarra. Al principio ella se había negado, pero aquella noche, después de que la doblegara con vodka y promesas, los dos se habían adentrado con su coche destartalado en la niebla de las colinas de Hollywood hasta llegar a una casita pequeña y oscura que tenía las ventanas tapadas con papel de periódico.

—Esta puede ser nuestra gran oportunidad —le dijo Carl a su mujer mientras la llevaba a la puerta—. Para hacer contactos.

Además de los dos hombres con los que había hecho el trato, allí había siete u ocho más, de pie a los lados de la sala de estar, que estaba pintada de color amarillo limón y vacía salvo por una cámara de cine montada en un trípode y una cama doble cubierta de sábanas arrugadas.

Un hombre le dio una copa a Carl y otro le pidió a Sandy con voz amable que se desnudara. Un par de ellos se dedicaron a hacerle fotografías mientras ella se quitaba la ropa. Nadie dijo nada. Por fin alguien dio una palmada y se abrió la puerta del cuarto de baño. Un enano con la cabeza afeitada y desproporcionada en relación a su cuerpo hizo entrar en la sala a un hombre alto y de aspecto aturdido. El enano llevaba unos bonitos pantalones de tela con los bajos enrollados medio palmo por encima de unos zapatos italianos de puntera estrecha y camisa hawaiana, pero el grandullón estaba completamente desnudo, y entre las piernas morenas y musculosas le colgaba un pene largo, recubierto de venas azules y más ancho que una taza de café. Cuando ella vio que el enano sonriente desenganchaba la correa del collar de perro que el hombretón llevaba en el cuello, Sandy bajó de la cama y se puso a intentar recoger frenéticamente su ropa.

Carl se puso de pie y dijo:

—Lo siento, muchachos, la señorita ha cambiado de opinión.

—Sacad de aquí a ese gilipollas —gruñó el que estaba detrás de la cámara. Antes de que Carl pudiera hacer nada, tres hombres ya lo habían sacado a rastras por la puerta y lo habían metido en el coche—. Como no te quedes quieto aquí, tu chica va a salir muy mal parada —le dijo uno de ellos. Él se dedicó a chupetear su puro, a mirar cómo las sombras se movían de un lado para otro por detrás de las ventanas empapeladas y a intentar convencerse a sí mismo de que no iba a pasar nada malo.

Al fin y al cabo, aquello era la industria del cine, no podía ocurrir ninguna desgracia demasiado grande. Dos horas más tarde se abrió la puerta principal y los mismos tres hombres trajeron a Sandy hasta el coche y la tiraron al asiento de atrás. Uno de ellos se acercó a la ventanilla del conductor y le dio veinte dólares a Carl.

—Esto no está bien —dijo Carl—. Habíamos acordado doscientos.

—¿Doscientos? Joder, pero si esa chavala no vale ni diez. En cuanto el gorila ese le ha dado por el culo, se ha desmayado y se ha quedado ahí tirada como un pescado muerto.

Carl se giró y miró a Sandy, tirada en el asiento. Estaba empezando a volver un poco en sí. Le habían puesto la blusa del revés.

—Y una mierda —dijo él—. Quiero hablar con los tipos con los que hice el trato.

—¿Con Jerry y Ted? Se fueron hace una hora —dijo el hombre.

—Pues voy a llamar a las autoridades, vais a ver —dijo Carl.

—De eso nada —dijo el hombre, negando con la cabeza. Luego metió la mano por la ventanilla, agarró a Carl de la garganta y apretó—. De hecho, como no pares de lloriquear y te largues de una puta vez, te voy a llevar adentro y voy a soltar al viejo Frankie en tu culo gordo.

Así él y Tojo podrán sacarse otros cien pavos. —Mientras el hombre se volvía para la casa, Carl oyó que le decía por encima del hombro—: Y no intentes traerla otra vez. No tiene lo que hay que tener para este negocio.

A la mañana siguiente, Carl salió y se compró una Smith & Wesson del 8 de aspecto vetusto en una casa de empeños con los veinte dólares que le había dado el tipo de la peli porno.

—¿Cómo sé yo que este trasto funciona? —le preguntó al prestamista.

—Ven conmigo —le dijo el tipo. Se llevó a Carl a un cuarto trasero y le pegó dos tiros a un barril lleno de serrín y revistas viejas—. Este modelo dejaron de fabricarlo en 1940 o por ahí, pero sigue siendo una pistola de narices.

Se volvió al Blue Star Motel, donde Sandy estaba sumergida en una bañera de agua caliente y sulfato de magnesio. Le enseñó la pistola y le juró que se iba a cargar a los dos cabrones que les habían tendido la trampa; lo que hizo, en cambio, fue bajar a la calle y pasarse el resto del día sentado en un banco del parque pensando en suicidarse. Aquel día algo se le rompió por dentro. Por primera vez pudo ver que su vida entera era un absurdo. Lo único que sabía hacer era manejar una cámara, pero ¿a quién le hacía falta otro gordo que se estaba quedando calvo y que hacía fotos de bebés llorones de cara roja, de zorras con el vestido del baile de graduación y de matrimonios de caras lúgubres que celebraban sus veinticinco años de amargura? Cuando regresó a su cuarto aquella noche, ella ya estaba dormida.

Se volvieron a Ohio la tarde siguiente. Carl conducía y Sandy iba sentada en las almohadas que habían robado de la habitación del motel. Él descubrió que le costaba mirarla a los ojos, y apenas se dirigieron dos palabras mientras cruzaban el desierto y llegaban a Colorado. Mientras empezaban a subir las Montañas Rocosas, la hemorragia por fin se detuvo y ella le dijo que prefería conducir en lugar de quedarse allí sentada acordándose de cómo la violaba el esclavo drogado de aquel enano mientras todos aquellos hombres se burlaban de ella.

Nada más sentarse al volante, encendió un cigarrillo y puso la radio. Al cabo de un par de horas, recogieron a un hombre que olía a ginebra y estaba haciendo autoestop para volver a casa de su madre, en Omaha. El hombre les contó que lo había perdido todo, incluyendo su coche, en una casa de putas —una simple caravana, en realidad, donde tres tipas hacían turnos, una tía y sus dos sobrinas— en el desierto al norte de Reno.

—Las mujeres —dijo el hombre—. Ese ha sido siempre mi problema.

—¿Qué pasa, que se adueña de ti una especie de enfermedad? —dijo Carl.

—Colega, hablas como un médico de la cabeza con el que me hicieron hablar una vez. —Se pasaron unos minutos en silencio y por fin el hombre se inclinó y pasó los brazos despreocupadamente por encima del asiento delantero. Les ofreció bebida de una petaca que llevaba, pero ninguno de los dos estaba de humor para correrse una juerga. Carl abrió la guantera para sacar la cámara. Se le había ocurrido que podía tomar unas fotos del paisaje. Tenía mucha pinta de que no iba a volver a ver nunca aquellas montañas.

—¿Esta es tu mujer? —le preguntó el tipo, después de que él se acomodara otra vez en su asiento.

—Sí —dijo Carl.

—Mira lo que te digo, colega. No sé cuál es vuestra situación, pero te doy veinte pavos si me dejas echarle un polvo rápido. Si te soy sincero, creo que no me puedo aguantar hasta Omaha.

—Se acabó —dijo Sandy. Pisó el freno y puso el intermitente—. Ya estoy hasta el gorro de cabrones como tú.

Carl echó un vistazo a la pistola que tenía en la guantera, medio escondida debajo de un mapa. Se giró y miró al hombre, que iba bien vestido, tenía el pelo negro, tez cetrina y pómulos marcados. Con el olor a ginebra se mezclaba un vago aroma a colonia.

—Pensaba que habías perdido todo tu dinero.

—Y lo perdí, todo lo que tenía, pero cuando llegué a Las Vegas llamé a mi madre. Esta vez ya no me quiso comprar otro coche, pero sí que me mandó un puñado de dólares para llegar a casa. Con esas cosas se porta bien.

—¿Y cincuenta pavos? —dijo Carl—. ¿Tienes cincuenta?

—¡Carl! —chilló Sandy. Estaba a punto de decirle que también podía bajarse del coche cagando hostias cuando vio que sacaba la pistola de la guantera. Devolvió la vista a la carretera y aceleró hasta volver a coger velocidad de autopista.

—Pues no lo sé, colega —dijo el hombre, rascándose la barbilla—. Tenerlos los tengo, pero por cincuenta pavos quiero fuegos artificiales, ¿me entiendes, no? ¿Te importa añadirle algunos extras?

—Claro, los que tú quieras —dijo Carl, con la boca secándosele mientras el corazón se le aceleraba—. Lo que pasa es que tenemos que encontrar un sitio recogido donde parar. —Metió barriga y se deslizó la pistola dentro de los pantalones.

Al cabo de una semana, cuando por fin reunió las agallas para revelar las fotografías que había sacado, a Carl le bastó con echarles un vistazo para saber, con una certidumbre que no había sentido jamás, que el inicio de la obra de su vida lo estaba mirando desde aquella cubeta de líquido fijador. Aunque le dolía ver una vez más a Sandy rodeando con los brazos el cuello de aquel putero y experimentando su primer orgasmo de verdad, supo que ya nunca iba a poder parar. Y la humillación que había experimentado en California… Juró que no iba a volverle a pasar jamás. El verano siguiente se fueron por primera vez de cacería.

Ahora la camarera esperó a que Carl se encendiera el puro y le preguntó:

—¿Y qué haces por aquí?

—Soy fotógrafo. Principalmente de estrellas de cine.

—¿En serio? ¿Le has hecho alguna foto a Tab Hunter?

—Pues la verdad es que no —dijo Carl—, pero seguro que da gusto trabajar con él.