25

Corría una fría mañana de febrero de principios de 1966, el quinto año que Carl y Sandy pasaban juntos. El apartamento parecía una nevera, pero a Carl le daba miedo que si tenía que volver a bajar a decirle a la casera que subiera el termostato, se le fuera la cabeza y la estrangulara con aquella redecilla mugrienta para el pelo que llevaba. Nunca había matado a nadie en Ohio, no le parecía buena idea cagar donde comía. Era la regla número 2. De manera que la señora Burchwell, aunque se lo merecía más que nadie, era territorio prohibido. Sandy se despertó un poco antes de mediodía y se fue a la sala de estar con una manta echada sobre los hombros estrechos, arrastrando el extremo por el polvo y la suciedad del suelo. Se encogió en el sofá hecha una bola temblorosa y esperó a que Carl le trajera una taza de café y le encendiera la tele. Las horas siguientes las pasó fumando cigarrillos, mirando culebrones y tosiendo. A las tres Carl le gritó desde la cocina que ya era hora de arreglarse para ir a trabajar. Sandy hacía de camarera seis noches por semana, y aunque se suponía que tenía que relevar a Juanita a las cuatro, siempre llegaba tarde. Ella se sentó soltando un gemido, aplastó el cigarrillo contra el cenicero y se quitó la manta de los hombros. Apagó la tele y se fue tiritando al cuarto de baño. Allí se inclinó sobre el lavabo y se echó un poco de agua de la pileta. Se secó la cara, se examinó en el espejo y trató en vano de quitarse con el cepillo las manchas amarillas de los dientes. Se pintó los labios de color carmín; a continuación se arregló los ojos y se recogió el pelo castaño en una coleta mustia. Estaba toda dolorida y llena de moretones. La noche anterior, después de cerrar el bar, había dejado que se la tirara encima de la mesa de billar por veinte pavos un trabajador de la fábrica de papel que hacía poco había perdido una mano en una rebobinadora. Últimamente su hermano la vigilaba de cerca, desde que había recibido aquella puta llamada de teléfono, pero veinte pavos eran veinte pavos, daba igual cómo uno lo mirara. Con aquel dinero ella y Carl podían recorrer medio estado en coche, o pagar la factura eléctrica de un mes entero. Aun así la irritaba, con todas las corruptelas en que Lee andaba metido, que luego se preocupara porque ella fuera a quitarle votos. El hombre dijo que le daría otros diez si ella dejaba que le metiera dentro su garfio de metal, pero Sandy le dijo que aquello parecía más bien algo que tendría que reservarse para su mujer.

—Mi mujer no es ninguna puta —dijo el tipo.

—Ya, claro —le soltó Sandy con brusquedad, mientras se bajaba las bragas—. Se casó contigo, ¿no?

Ella tuvo bien agarrado su billete de veinte durante todo el rato que se la estuvo cepillando. Hacía muchísimo tiempo que nadie se la follaba tan fuerte; estaba claro que aquel cabronazo quería sacarle el máximo partido a su dinero. Parecía que le fuera a dar un ataque al corazón, de tanto como jadeaba y respiraba con dificultad, con el frío garfio de metal pegado a la cadera derecha de ella. Para cuando terminó, el billete ya estaba hecho una bola dentro de su mano y empapado de sudor. Después de que se separara de ella, Sandy lo alisó sobre el fieltro verde y se lo guardó dentro del jersey.

—Además —dijo ella, mientras iba a abrirle la puerta con la llave al tipo para que saliera—, esa cosa es igual de insensible que una lata de cerveza.

A veces, después de noches como aquella, Sandy desearía estar trabajando otra vez en el Wooden Spoon. Por lo menos Henry, el viejo cocinero de la parrilla, era amable con ella. Había sido su primer hombre, recién cumplidos los dieciséis. Aquella noche se habían quedado mucho rato tumbados juntos en el suelo del almacén, cubiertos por la harina de un saco de veinticinco kilos que habían hecho caer. Él todavía se pasaba por el bar de vez en cuando para charlar y le decía en broma que a ver cuándo amasaban un poco más de empanada.

Cuando ella entró en la cocina, se encontró a Carl sentado delante de los fogones y leyendo el periódico por segunda vez en lo que iba de día. Ya tenía los dedos grises de tinta. Todos los fogones de la cocina estaban encendidos y la puerta del horno abierta. Detrás de él danzaban llamas azules que parecían pequeñas hogueras de campamento. Su pistola estaba sobre la mesa de la cocina, con el cañón apuntando a la puerta. Tenía el blanco de los ojos surcado de venas rojas, y su cara gorda, pálida y sin afeitar tenía pinta de estrella fría y distante cuando la veías reflejada en la bombilla desnuda que colgaba sobre la mesa. Se había pasado la mayor parte de la noche encorvado en el trastero diminuto del pasillo que usaba como cuarto oscuro, devolviendo a la vida los últimos carretes de película que tenía guardados del verano anterior. Odiaba que se terminaran. Al revelar la última foto había estado a punto de llorar. El próximo agosto quedaba muy lejos.

—Esa gente está bien jodida —dijo Sandy mientras buscaba las llaves del coche dentro de su bolso.

—¿Qué gente? —preguntó Carl, pasando otra página del periódico.

—Los de la tele. No saben lo que quieren.

—Joder, Sandy, les prestas demasiada atención a esos cabrones —dijo él, mirando el reloj con impaciencia—. Joder, ¿te crees que a ellos les importas una mierda? —Ya hacía cinco minutos que ella tendría que estar en el trabajo. Llevaba todo el día esperando a que se fuera.

—Bueno, yo ya no lo vería si no fuera por el médico —dijo ella. Siempre estaba hablando del médico de una de las series, un tipo alto y atractivo: Carl estaba convencido de que debía de ser el hijo de puta con más suerte del planeta. Aquel tipo era capaz de caerse en un nido de ratas y salir con un maletín lleno de dinero y las llaves de un nuevo El Dorado. A lo largo de los años que Sandy llevaba mirándolo, lo más seguro es que hubiera llevado a cabo más milagros que Jesucristo. Carl no lo soportaba, ni su nariz falsa de estrella de cine ni sus trajes de sesenta dólares.

—¿Y a quién le ha chupado la polla hoy? —dijo Carl.

—¡Ja! Mira quién habla —dijo Sandy, poniéndose el abrigo. Estaba harta de tener que defender siempre sus culebrones.

—¿Y eso qué coño quiere decir?

—Quiere decir lo que a ti te parezca —dijo Sandy—. Te has vuelto a pasar la noche en ese trastero.

—¿Sabes qué? Me encantaría encontrarme con ese hijo de la gran puta.

—No me cabe duda —dijo Sandy.

—Le haría chillar como a un puto cerdo, ¡lo juro por Dios! —gritó Carl mientras ella cerraba de un portazo al salir.

Unos minutos después de que ella se fuera, Carl se cansó de insultar al actor y apagó los fogones. Apoyó la cabeza en los brazos y se quedó adormecido. Cuando se despertó, la cocina estaba a oscuras. Tenía hambre, pero en la nevera no encontró nada más que dos puntas mohosas de pan y una pizca de queso a la pimienta vetusto y metido en un recipiente de plástico. Abrió la ventana de la cocina y tiró el pan al jardín. Unos cuantos copos de nieve caían flotando a través del haz de luz procedente del porche de la casera. De los corrales que había al otro lado de la calle le vino un ruido de risas y el sonido metálico de una cancela al cerrarse. Se dio cuenta de que hacía más de una semana que no salía de casa. Cerró la ventana, fue a la sala de estar y se puso a caminar de un lado para otro, cantando viejas canciones religiosas y agitando los brazos en el aire como si estuviera dirigiendo un coro. Una de sus favoritas era «Bringing in the Sheaves», y la cantó varias veces seguidas. Cuando era niño, su madre solía cantarla mientras hacía la colada. Su madre tenía canciones especiales para cada tarea, para cada tristeza y para cada maldita cosa que les pasara desde que muriera su marido. Ella lavaba ropa para gente rica, y la mitad del tiempo aquellos cabrones del infierno la estafaban. A veces él se saltaba la escuela y se quedaba oculto debajo del porche podrido, junto con las babosas y las arañas y lo poco que quedaba del gato del vecino, y allí se pasaba el día escuchándola. La voz de su madre jamás parecía fatigarse. Él se racionaba el bocadillo de mantequilla que ella le había preparado para el almuerzo y daba sorbos de agua sucia de una lata oxidada de sopa que tenía guardada dentro de la caja torácica del gato. Le gustaba fingir que era caldo de ternera con verduras o de pollo, pero por mucho que lo intentara siempre le sabía a barro. Daría cualquier cosa por haber comprado algo de sopa la última vez que fue a la tienda. El recuerdo de aquella vieja lata hizo que le volviera a entrar hambre. Se pasó varias horas cantando, con su vozarrón retumbando por las habitaciones y la cara ruborizada y sudorosa por el esfuerzo. Luego, justo antes de las nueve, la casera se puso a golpear furiosamente con el mango de una escoba el techo del piso de abajo. Él estaba en mitad de una versión vehemente de «Onward Christian Soldiers». En cualquier otro momento no habría hecho caso de la vieja, pero hoy su voz se entrecortó hasta detenerse. Estaba de humor para pasar a otras cosas.

Aunque si ella no subía pronto la puta calefacción, iba a empezar a no dejarla dormir hasta la medianoche. No le costaba aguantar el frío, pero los temblores y las quejas continuas de Sandy le estaban poniendo los nervios de punta.

De vuelta a la cocina, sacó una linterna del cajón de las cucharas y se aseguró de que la puerta estuviera cerrada con llave. Luego fue a cerrar todas las cortinas y terminó en el dormitorio. Se puso de rodillas y sacó una caja de zapatos de debajo de la cama. Llevó la caja a la sala de estar, apagó todas las luces y se apoltronó a oscuras en el sofá. Las ventanas no cerraban bien y dejaban entrar aire frío, de manera que se echó la manta de Sandy sobre los hombros.

Con la caja en el regazo, cerró los ojos y metió la mano por debajo de la tapa de cartón. Dentro había más de doscientas fotos, pero solamente sacó una. Frotó lentamente el papel satinado con el pulgar, intentando adivinar qué imagen sería, algo que solía hacer para prolongar el momento. Después de hacer su conjetura, abrió los ojos y encendió la linterna solamente un segundo. Clic, clic. Un pequeñísimo vislumbre y dejó la foto a un lado. Volvió a cerrar los ojos y a sacar otra foto.

Clic, clic. Espaldas desnudas, agujeros ensangrentados y Sandy con las piernas abiertas. A veces recorría la caja entera sin adivinar correctamente ni una sola de las fotos.

En un momento dado le pareció oír algo, el ruido de una portezuela de coche y unos pasos en la escalera de atrás. Se levantó y fue de puntillas de una habitación a otra, echando vistazos por las ventanas. Por fin comprobó la puerta y regresó al sofá. El tiempo parecía cambiar de velocidad, acelerarse y ralentizarse y moverse de un lado a otro como un sueño absurdo que no lo abandonaba nunca. Primero estaba plantado en un campo de soja fangoso a las afueras de Jasper, Indiana, y el siguiente clic de la linterna lo llevaba al fondo de una barranca pedregosa al norte de Sugar City, Colorado. Antiguas voces le hurgaban la cabeza como si fueran gusanos, algunas de ellas cargadas de palabrotas amargas y otras todavía suplicando piedad. A medianoche, ya había recorrido una gran parte del interior del país y había revivido los últimos momentos de la vida de veinticuatro desconocidos. Se acordaba de todo. Era como si cada vez que sacaba la caja resucitara a cada uno de ellos, los despertara y les permitiera cantar como les apeteciera. Un último clic y decidió dejarlo por aquella noche.

Después de devolver la caja a su escondrijo debajo de la cama, volvió a encender las luces y limpió la manta lo mejor que pudo con el paño que ella usaba para lavarse.

Las dos horas siguientes se las pasó sentado a la mesa de la cocina limpiando la pistola, estudiando sus mapas de carreteras y esperando a que Sandy volviera del trabajo.

Después de pasar un rato con la caja siempre tenía necesidad de su compañía. Sandy le había contado lo del tipo de la fábrica de papel, y él se había pasado un rato pensando en aquello, en lo que haría con el garfio si alguna vez se encontraba un autoestopista como aquel. Se había olvidado del hambre que tenía hasta que ella entró con dos hamburguesas frías untadas de mostaza, tres botellas de cerveza y el periódico de la tarde.

Mientras él comía, ella se le sentó delante y se puso a sumar meticulosamente sus propinas, haciendo montoncitos pulcros de monedas de cinco centavos, de diez y de un cuarto de dólar; él se acordó de cómo había actuado antes con aquella tonta serie de televisión suya.

—Te ha ido muy bien —dijo él cuando terminó de contar.

—No ha estado mal para ser miércoles, supongo —dijo ella con una sonrisa fatigada—. ¿Y tú qué has estado haciendo?

Se encogió de hombros.

—Pues he limpiado la nevera y he cantado unas cuantas canciones.

—No habrás vuelto a cabrear a la vieja, ¿verdad?

—Es broma —dijo él—. Tengo unas fotos nuevas que enseñarte.

—¿De cuál? —preguntó ella.

—De aquel que llevaba el pañuelo atado a la cabeza. Han quedado bastante bien.

—Esta noche no —dijo ella—. Ya no me iría a dormir. —Luego le pasó la mitad de las monedas. Él las recogió con la mano y las metió en una lata de café que guardaba debajo del fregadero. Siempre estaban ahorrando para el próximo coche decrépito, para el próximo carrete de película, para el próximo viaje. Abrió la última cerveza y se la sirvió a ella en un vaso. Luego se le puso enfrente de rodillas, le quitó los zapatos y se puso a frotarle los pies para aliviarles la fatiga del trabajo.

—No tendría que haberte dicho nada hoy de tu médico de las narices —dijo él—. Puedes ver lo que te apetezca.

—Es un simple pasatiempo, cielo —dijo Sandy—. Me distrae, ya sabes. —Él asintió con la cabeza y le masajeó suavemente las plantas blandas de los pies con los dedos—. Ahí, ahí —dijo ella, estirando las piernas. Luego, después de que ella se terminara la cerveza y fumara un último cigarrillo, cogió en brazos su cuerpo flaco y la llevó en volandas y entre risitas por el pasillo hasta el dormitorio. Hacía semanas que no la oía reírse. Esa noche le iba a dar calor, era lo menos que podía hacer por ella. Eran casi las cuatro de la mañana y de alguna manera, con mucha suerte y pocos pesares, habían llegado al final de otro largo día de invierno.