24

Roy sacó a Theodore de la silla de ruedas y cargó con él por la arena sucia. Estaban en el extremo norte de una playa pública de Saint Petersburg, un poco al sur de Tampa. Las piernas inútiles del lisiado se mecían de un lado para otro como si fueran las de una muñeca. Apestaba a meado rancio, y Roy se había dado cuenta de que ya no usaba su botella de leche, sino que cada vez que le venían ganas de mear se limitaba a mojarse el pantalón podrido. Tuvo que dejar varias veces a Theodore en el suelo para descansar, pero por fin consiguió llevarlo al borde del agua. Dos mujeres robustas con sombreros de ala ancha se levantaron, se los quedaron mirando y por fin recogieron a toda prisa sus toallas y sus lociones y se fueron para el aparcamiento.

Roy volvió a la silla de ruedas y recogió la cena: dos botellas de litro de oporto blanco y un paquete de jamón de York. Lo habían mangado todo de una tienda de comestibles situada a un par de manzanas, justo después de que los dejara allí el transportista de naranjas que los había traído.

—¿Aquí no es donde estuvimos en el calabozo una vez? —le preguntó Theodore.

Roy se tragó la última loncha de jamón y asintió con la cabeza.

—Tres días, me parece.

La policía los había trincado por vagabundos justo antes de que oscureciera. Ellos habían estado predicando en un rincón de la calle. América se estaba poniendo igual de mal que Rusia, les gritó aquella noche un hombre flaco y medio calvo mientras pasaban escoltados por delante de su celda. ¿Por qué la policía podía meterlo a uno en la cárcel solamente porque no tenía ni dinero ni dirección? ¿Y si uno no quería tener dinero ni tampoco una puta dirección? ¿Dónde estaba toda la libertad de la que se jactaban siempre? Cada mañana los policías sacaban a aquel descontento de las celdas y lo obligaban a pasarse el día entero llevando una pila de listines telefónicos escaleras arriba y escaleras abajo. De acuerdo con los demás reclusos, al tipo lo habían detenido por vagabundo veintidós veces solamente en lo que iba de año, y ya estaban hartos de alimentar a aquel comunista de mierda. Por lo menos iban a hacerlo sudar a cambio de sus salchichas y sus gachas.

—No me acuerdo —dijo Theodore—. ¿Cómo era la cárcel?

—No estaba mal —dijo Roy—. Me parece que de postre daban café. —La segunda noche que habían pasado allí, la policía trajo a un bruto más grande que un armario con la cara cortada al que llamaban Comegranos. Justo antes de la hora de ir a dormir, lo metieron en la celda del final del pasillo donde estaba el comunista. En aquella cárcel todo el mundo conocía al Comegranos salvo Roy y Theodore. Era famoso por toda la costa del Golfo.

—¿Por qué lo llaman así? —le había preguntado Roy al estafador de bigote encerado que ocupaba la celda contigua a la suya.

—Porque el cabrón te inmoviliza y como tengas granos te los revienta —dijo el hombre. Se retorció las puntas enceradas del bigote negro—. Por suerte para mí, siempre he tenido una tez muy bonita.

—¿Y para qué cojones hace eso?

—Le gusta comérselos —dijo otro hombre desde una celda más allá—. Hay quien dice que es un caníbal y que tiene sobras enterradas por toda Florida, pero yo no me lo trago. Yo lo que creo es que le gusta llamar la atención y ya está.

—Joder, a un cabrón así habría que matarlo —dijo Theodore. Se quedó mirando las marcas de acné que tenía Roy en la cara.

El del bigote negó con la cabeza.

—No sería nada fácil matarlo —dijo—. ¿Tú has visto a alguno de esos retrasados que son capaces de cargar un coche con la espalda? Tenían a uno en una granja de cocodrilos de Naples donde yo estuve trabajando un verano. En cuanto aquel cabrón arrancaba, no lo podías parar ni con una ametralladora. Pues el Comegranos es igual.

Luego oyeron un alboroto al final del pasillo. Al parecer, el comunista no tenía intención de tirar la toalla tan fácilmente, lo cual animó un poco a Roy y Theodore, pero al cabo de un par de minutos ya solamente se le oía llorar.

A la mañana siguiente, tres hombres de espaldas anchas y vestidos con batas blancas llegaron blandiendo cachiporras y se llevaron al Comegranos metido en una camisa de fuerza a un manicomio en la otra punta de la ciudad. Después de eso, el comunista dejó de quejarse de la ley, y tampoco lo oyeron quejarse ni una sola vez de las marcas de pellizcos que tenía en la cara ni de las ampollas que tenía en los pies, y se limitaba a cargar sus listines telefónicos escaleras arriba y escaleras abajo como si estuviera agradecido de que le hubieran asignado un trabajo importante.

Theodore suspiró y contempló el azul del golfo, el agua que aquel día estaba lisa como un cristal.

—Pues tiene buena pinta, lo del café de postre. A lo mejor podemos hacer que nos detengan y así descansamos un poco.

—Joder, Theodore, no quiero pasarme la noche en la cárcel. —Roy no le quitaba ojo a la silla de ruedas nueva. Hacía un par de días que se había colado en un asilo de ancianos y la había cogido prestada después de que la otra se quedara sin ruedas. Se preguntó cuántos kilómetros habría empujado a Theodore desde que habían salido de Virginia Occidental. Aunque no se le daban bien los números, calculaba que a estas alturas ya debían de ser un millón.

—Estoy cansado, Roy.

Theodore no había vuelto a ser el mismo desde que el verano pasado les había hecho perder el trabajo en el circo. Un niño de unos cinco o seis años, comiendo algodón de azúcar en un cucurucho de cartón, había entrado por la parte de atrás de la carpa mientras Roy estaba en la de delante intentando reunir a unos cuantos espectadores. Theodore juraba que el niño le había pedido que lo ayudara a subirse la cremallera de los pantalones, pero aquello no se lo tragaba ni Roy. Billy Bradford había tardado cinco minutos en subirlos a su Cadillac y dejarlos a varios kilómetros en medio del campo. Ni siquiera les dio tiempo a despedirse de Panqueque ni de la Mujer Flamenco; y aunque desde entonces habían probado a encontrar trabajo con otras compañías, la historia del lisiado pedófilo y su amigo que comía bichos se había propagado como la pólvora entre los dueños de circo.

—¿Quieres que vaya a buscarte la guitarra? —le preguntó Roy.

—No —dijo Theodore—. Hoy no tengo música en el cuerpo.

—¿Estás enfermo?

—No lo sé —dijo el lisiado—. Es como que nunca tenemos un respiro.

—¿Quieres una de las naranjas que nos ha dado el camionero?

—Joder, no. Ya he comido suficientes hasta el día del Juicio. Todavía tengo diarrea.

—Te puedo dejar en el hospital —dijo Roy—. Y paso a buscarte dentro de un par de días.

—Los hospitales son peores que las cárceles.

—¿Quieres que rece por ti?

Theodore se rio.

—Ja. Esa sí que es buena, Roy.

—Tal vez tu problema sea ese. Que ya no tienes fe.

—No empieces otra vez con esos rollos —dijo Theodore—. He servido al Señor desde diversos cargos. Y mis piernas lo demuestran.

—Tú lo que necesitas es descansar —dijo Roy—. Voy a buscar un buen árbol para que duermas a la sombra hasta que se vaya la luz.

—Sigo pensando que tiene buena pinta. Lo de que te den café de postre.

—Joder, si lo que quieres es un café, yo te lo traigo. Todavía nos quedan algunas monedas.

—Ojalá siguiéramos en el circo —dijo Theodore con un suspiro—. Nunca nos había ido tan bien.

—Sí, bueno, si eso era lo que querías tendrías que haberle quitado las manos de encima a aquel niño.

Theodore cogió un guijarro del suelo y lo tiró al agua.

—Le hace a uno pensar, ¿no?

—¿El qué? —preguntó Roy.

—No sé —dijo el lisiado, encogiéndose de hombros—. Pero le hace a uno pensar.