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El reverendo Sykes tosió un poco y la congregación entera de la Iglesia del Espíritu Santo Santificado de Coal Creek vio un pequeño hilo de sangre que le caía por la barbilla y le goteaba sobre la camisa. Él siguió predicando, sin embargo, y les dio a sus feligreses un sermón decente sobre ayudar a tu vecino. Entonces, al acabar, les anunció que se retiraba.

—De forma temporal —les dijo—. Solamente hasta que me encuentre mejor. —Les dijo que su mujer tenía un sobrino en Tennessee que acababa de graduarse en una de aquellas universidades cristianas—. Dice que quiere trabajar con los pobres —continuó Sykes—. Yo sospecho que debe de ser demócrata. —Sonrió y esperó que alguna risa aligerara un poco el ambiente, pero lo único que oyó fue a un par de mujeres al fondo, cerca de la puerta, que estaban llorando junto con su esposa. Se dio cuenta de que hoy tendría que haberle dicho que se quedara en casa.

Respiró con cuidado y carraspeó.

—Yo llevo sin verlo desde que era niño, pero su madre dice que es buen tipo. Él y su mujer tienen que llegar dentro de dos semanas, y, como he dicho, solamente viene para ayudar una temporada. Ya sé que no es de por aquí, pero intentad hacer que se sienta cómodo de todas maneras. —Sykes se tambaleó un poco y se agarró al púlpito para no caerse. Sacó el paquete vacío de Five Brothers y lo sostuvo en alto—. Por si acaso alguno de vosotros necesita esto, voy a dárselo a él. —En aquel momento le vino un ataque de tos que lo dobló por la cintura, pero esta vez pudo taparse la boca con el pañuelo para esconder la sangre. Cuando recobró el aliento, se levantó y miró a su alrededor, con la cara ruborizada y sudorosa por la tensión. Le daba demasiada vergüenza contarles que se estaba muriendo. El pulmón negro contra el que llevaba años peleando por fin le había ganado la partida. En cuestión de semanas o meses, según el médico, iba a reunirse con su Creador. Si tenía que ser sincero, Sykes no podía decir que tuviera muchas ganas, pero sabía que había tenido una vida mejor que la mayoría. Al fin y al cabo, ¿acaso no había vivido cuarenta y dos años más que aquellos pobres desgraciados que se habían muerto en la mina que le había señalado su vocación? Sí, había sido un hombre con suerte. Se secó una lágrima del ojo y guardó el pañuelo ensangrentado en el bolsillo de los pantalones—. Bueno —dijo—. No hay necesidad de entreteneros más. Ya lo he dicho todo.