Arvin estaba apoyado en la baranda sin pulir del porche a altas horas de una noche despejada de marzo, contemplando las estrellas suspendidas sobre las colinas con todo su misterio remoto y su fulgor solemne. Él, Hobart Finley y Daryl Kuhn, sus dos mejores amigos, le habían comprado una botella aquella misma noche a Tragaperras, un contrabandista manco que operaba en Hungry Holler, y todavía no se la había acabado. Soplaba un viento cortante, pero el whisky lo ayudaba a mantener el calor. Oyó que Earskell gemía y murmuraba algo en sueños, dentro de la casa. Cuando hacía buen tiempo, el viejo dormía en un barracón lleno de corrientes de aire que había añadido con clavos a la parte de atrás de la casa de su hermana al mudarse, ya hacía años, pero, en cuanto empezaba el frío, se echaba en el suelo al lado de la estufa de leña sobre un camastro hecho de mantas ásperas hiladas a mano que olían a queroseno y a bolas de naftalina. En la ladera, aparcada en la entrada detrás del Ford de Earskell, estaba la posesión más preciada de Arvin, un Chevy Bel Air azul de 1954 con la transmisión suelta. Para poder comprárselo se había tenido que pasar cuatro años haciendo todos los trabajos que podía conseguir: cortar leña, construir cercas, recoger manzanas o dar de comer a los cerdos.
Aquel mismo día Arvin había llevado a Lenora al cementerio para que visitara a su madre. Aunque jamás lo admitiría, la única razón de que la acompañara al cementerio era la esperanza de que ella pudiera desenterrar algún recuerdo de su padre o del lisiado que lo acompañaba. Había llegado a fascinarle el enigma de su desaparición. Aunque tanto Emma como mucha otra gente del condado de Greenbrier parecían convencidos de que aquellos dos seguían vivos y coleando, a Arvin le costaba creer que dos cabrones tan chiflados como se suponía que lo estaban Roy y Theodore pudieran esfumarse sin más y no dejar ningún rastro. Si fuera tan fácil, suponía que mucha más gente querría hacerlo. Deseaba a menudo que su padre hubiera elegido esa opción.
—¿No te parece gracioso que los dos hayamos terminado huérfanos y viviendo en la misma casa? —le dijo Lenora después de que entraran en el cementerio. Dejó su Biblia en una lápida cercana, se aflojó un poco el gorro y se lo echó hacia atrás—. Casi parece que todo haya pasado para que podamos conocernos. —Estaba de pie junto a la tumba de su madre, mirando la losa cuadrada y plana del suelo que decía: HELEN HATTON LAFERTY 96-98. En las esquinas superiores había labrados dos angelitos con alas, pero sin cara. Arvin se había llenado la boca de saliva y había echado un vistazo a los restos muertos de las flores del año anterior que había en las demás tumbas y por fin a los puñados de hierba y alambrada herrumbrosa que rodeaban el cementerio.
Le incomodaba que Lenora hablara de aquellas cosas, y desde que había cumplido los dieciséis cada vez lo hacía más. Era posible que no tuvieran ningún parentesco de sangre, pero le daba asco pensar en ella más que como su hermana. Aunque era consciente de que no había demasiadas posibilidades, confiaba en que ella encontrara novio antes de que dijera alguna estupidez de las gordas.
Se tambaleó un poco mientras iba del borde del porche a la mecedora de Earskell y se sentaba. Se puso a pensar en sus padres y de repente la garganta se le puso seca y se le hizo un nudo. Le encantaba el whisky, pero a veces le causaba una profunda tristeza que solamente se le pasaba durmiendo. Tenía ganas de llorar, pero lo que hizo fue levantar la botella y dar otro trago. Un perro ladró en una colina vecina, y Arvin se acordó de Jack, el pobre chucho inofensivo al que su padre había matado solamente para conseguir un poco más de sangre. El del perro había sido uno de los peores días de aquel verano, por lo que recordaba, casi tan malo como la noche de la muerte de su madre. Pronto, se prometió a sí mismo Arvin, iba a volver al tronco de rezar para ver si aquellos huesos de perro seguían allí. Quería enterrarlos como Dios manda, hacer lo que pudiera para reparar algunas de las fechorías del loco de su padre. Juró que no se iba a olvidar de Jack ni aunque viviera cien años.
A veces se preguntaba si no estaría simplemente celoso porque el padre de Lenora tal vez siguiera con vida mientras que el suyo estaba muerto. Había leído todos los viejos periódicos amarillentos y hasta había ido a peinar el bosque donde habían encontrado el cadáver de Helen, con la esperanza de descubrir alguna prueba que demostrara que todo el mundo se equivocaba: una tumba poco profunda con dos esqueletos que emergían lentamente de la tierra, codo con codo, o bien una silla de ruedas herrumbrosa y con marcas de disparos escondida en las profundidades de un barranco que les hubiera pasado a todos por alto. Pero lo único que había podido encontrar eran dos cartuchos usados de escopeta y el envoltorio de un chicle Spearmint. Mientras Lenora hacía caso omiso aquella mañana de todos los interrogantes sobre su padre y seguía parloteando sobre el destino y los amantes desventurados y todas aquellas chorradas románticas que leía en los libros que sacaba de la biblioteca, él se dio cuenta de que tendría que haberse quedado en casa trabajando en el Bel Air. Llevaba sin funcionar bien desde el día en que lo había comprado.
—Coño, Lenora, deja de decir esas bobadas —dijo Arvin—. Además, es posible que ni siquiera seas huérfana. Todo el mundo de por aquí está convencido de que tu padre sigue vivo y coleando. Joder, es posible que cualquier día aparezca en la colina bailando una giga.
—Eso espero —dijo ella—. Rezo todos los días para que así sea.
—¿Aunque eso signifique que mató a tu madre?
—No me importa —dijo ella—. Ya lo he perdonado. Podemos empezar desde cero.
—Estás chiflada.
—Para nada. ¿Qué me dices de tu padre?
—¿Qué pasa con él?
—Bueno, si pudiera volver…
—Mujer, calla la boca. —Arvin echó a andar hacia la puerta del cementerio—. Los dos sabemos que eso no va a pasar.
—Lo siento —dijo ella, y la voz se le quebró en un sollozo.
Arvin suspiró, se detuvo y se dio la vuelta. A veces le daba la impresión de que ella se pasaba media vida llorando. Le enseñó las llaves del coche que tenía en la mano.
—Mira, si quieres que te lleve, vente.
Cuando llegó a casa, limpió el carburador del Bel Air con un cepillo de alambre mojado en gasolina y se volvió a marchar después de la cena para recoger a Hobart y Daryl. Llevaba toda la semana deprimido, pensando en Mary Jane Turner, y sentía la necesidad de agarrarse una buena cogorza. El padre de ella no había tardado mucho en decidir que la vida en la marina mercante era mucho más fácil que arar suelos pedregosos y preocuparse por si llovía o no, de manera que el domingo anterior había cogido a su familia y se había ido para Baltimore, donde le esperaba un barco nuevo. Aunque Arvin no había dejado de intentarlo desde la primera cita, ahora se alegraba de que Mary no le hubiera dejado follársela. Despedirse de ella ya había sido suficientemente difícil.
—Por favor —le había pedido mientras los dos estaban frente a la puerta de la casa de ella la noche antes de su partida; y ella había sonreído, se había puesto de puntillas y le había susurrado guarradas al oído por última vez. Él, Hobart y Daryl habían juntado dinero para la botella, una caja de doce cervezas, un par de paquetes de Pall Mall y gasolina para el coche. A continuación habían estado hasta la medianoche conduciendo de arriba para abajo por las tediosas calles de Lewisburg, escuchando cómo la señal de la radio se iba y volvía y fanfarroneando sobre lo que iban a hacer después de acabar el instituto, hasta que las voces se les pusieron pedregosas de tanto fumar y beber whisky y hacer planes grandiosos de futuro.
Arvin se reclinó en la mecedora y se preguntó quién habría ahora viviendo en su antigua casa, y si el tendero seguiría solo en aquella pequeña autocaravana, y si Janey Wagner ya estaría preñada.
—Dedo apestoso —murmuró para sí mismo.
Volvió a acordarse de cómo aquel ayudante de sheriff apellidado Bodecker lo había encerrado en la parte de atrás del coche patrulla después de que él lo llevara al tronco de rezar, como si el agente de la ley le tuviera miedo a él, a un chaval de diez años con la cara sucia de tarta de arándanos. Aquella noche lo habían metido en una celda vacía, puesto que no sabían qué otra cosa hacer con él, y la mujer de los servicios sociales se había presentado la tarde siguiente con algo de ropa suya y la dirección de su abuela. Ahora levantó la botella y vio que al fondo quedaban casi cinco dedos. La metió debajo de la mecedora para que Earskell se la encontrara por la mañana.