—¿Qué has traído? —dijo Earskell mientras Arvin se acercaba al porche—. Te he oído disparar por ahí con esa pistolita de juguete. —Cada semana estaba peor de las cataratas; era como si alguien estuviera cerrando unas cortinas sucias en una habitación que ya de por sí tenía poca luz. Se temía que dentro de un par de meses ya no iba a poder conducir. Hacerse viejo era la mierda más grande que le había pasado nunca. Últimamente pensaba cada vez más en Alice Louise Berry. El hecho de que se hubiera muerto tan joven había hecho que ambos se perdieran muchas cosas.
Arvin sostuvo en alto tres ardillas rojas. Llevaba la pistola de su padre metida en la cintura de los pantalones.
—Esta noche cenaremos bien —dijo. Emma llevaba cuatro días seguidos sin servirles nada más que alubias y patatas fritas. Siempre les tocaba apretarse el cinturón a final de mes, antes de que llegara el cheque de su pensión. Tanto él como el viejo se morían de ganas de comer algo de carne. Earskell se inclinó en su silla.
—No las habrás cazado con esa porquería alemana, ¿verdad? —En secreto estaba orgulloso de la forma en que el chaval era capaz de manejar la Luger, aunque seguía sin tener en gran estima las pistolas. Prefería con diferencia los trabucos o los rifles.
—No está tan mal —dijo Arvin—. Solamente tienes que aprender a dispararla. —Era la primera vez que el viejo se burlaba de la pistola en bastante tiempo.
Earskell dejó el catálogo de utensilios que llevaba toda la mañana ojeando y se sacó la navaja del bolsillo.
—Bueno, trae una olla para meterlas y te ayudo a limpiarlas.
Arvin despellejó las ardillas mientras el viejo las sostenía por las patas delanteras. Les sacaron las vísceras sobre una hoja de papel de periódico, les cortaron las cabezas y las patas y metieron la carne sanguinolenta en una olla de agua salada. Después de terminar, Arvin enrolló el papel de periódico con los desperdicios dentro y se lo llevó al borde del jardín. Earskell esperó a que volviera al porche, luego se sacó una botella del bolsillo y le dio un trago. Emma le había pedido que hablara con Arvin. Tras enterarse del último incidente del chico, la mujer estaba fuera de sí. De manera que se secó la boca y dijo:
—Anoche estuve jugando a las cartas en el garaje de Eider Stubb.
—¿Y ganaste?
—No, la verdad es que no —dijo Earskell. Estiró las piernas y se miró los zapatos desvencijados. Iba a tener que intentar remendarlos otra vez—. Pero vi a Carl Dinwoodie.
—¿Ah, sí?
—Y no estaba nada contento.
Arvin se sentó al otro lado de su tío abuelo, en una silla chirriante rescatada de la basura y recompuesta con alambre de empacar. Examinó el bosque gris del otro lado de la carretera y se pasó un minuto mordiéndose el interior de la mejilla.
—¿Está cabreado por lo de Gene? —preguntó. Hacía una semana que le había puesto la bolsa a aquel cabrón.
—Un poco tal vez, pero creo que lo que le mosquea en realidad es la factura del hospital que va a tener que pagar. —Earskell miró las ardillas que flotaban en la olla—. Así pues, ¿qué pasó?
Aunque Arvin no veía nunca la necesidad de ofrecerle explicaciones detalladas a su abuela por arrearle una buena tunda a alguien, principalmente porque no quería preocuparla, sabía que el viejo no se quedaría contento con nada que no fueran los hechos.
—Ha estado metiéndose con Lenora, él y un par de maricas amigos suyos —dijo—. Insultándola y esos rollos. De manera que le he leído la cartilla.
—¿Y a los otros?
—También.
Earskell soltó un largo suspiro y se rascó la barba del cuello.
—¿No te parece que podías haberte refrenado aunque fuera un poco? A ver, yo entiendo lo que me cuentas, pero, aun así, no puedes dedicarte a mandar gente al hospital porque insulten a alguien. No pasa nada porque le pongan un par de puntos en la cabeza, pero, por lo que he oído, lo has dejado bastante hecho polvo.
—No me gustan los matones.
—Joder, Arvin, en la vida vas a conocer a un montón de gente que no te va a gustar.
—Es posible, pero apuesto a que ese ya no se vuelve a meter con Lenora.
—Mira, quiero que me hagas un favor.
—¿Qué?
—Guarda esa Luger en un cajón y olvídate de ella de momento.
—¿Por qué?
—Porque las pistolas no están hechas para cazar. Están hechas para matar a gente.
—Pero yo al cabrón ese no le disparé —dijo Arvin—. Le di una paliza.
—Sí, ya lo sé. Esta vez.
—¿Y qué pasa con las ardillas? Les he dado a todas en la cabeza. Eso con una escopeta no se puede hacer.
—Tú guárdala una temporada, ¿vale? Si lo que quieres es cazar, usa el rifle.
El chaval examinó un momento el suelo del porche y luego miró al viejo con los ojos entornados en una mueca de recelo.
—¿Se te ha puesto insolente?
—¿Te refieres a Carl? —preguntó Earskell—. No, no es tan tonto. —No veía la necesidad de contarle a Arvin que anoche le había salido una escalera de color cuando estaba en juego el último y más cuantioso bote de la noche, y que se había retirado para que Carl pudiera llevarse el dinero con dos parejas de mierda. Aunque sabía que había sido lo correcto, aun así se ponía enfermo cuando se acordaba. Debía de haber doscientos dólares en aquel bote. Confiaba en que una parte llegara al médico del chaval.