Un día Arvin se puso a buscar a Lenora después de que terminaran las clases y la encontró acorralada contra la incineradora de basura al lado del garaje para autobuses, arrinconada por tres chicos. Mientras se les acercaba por detrás, oyó que Gene Dinwoodie le decía:
—Joder, eres tan asquerosamente fea que para que se me pusiera dura tendría que taparte la cabeza con una bolsa.
Los otros dos, Orville Buckman y Tommy Matson, se rieron y se arrimaron más a ella. Eran alumnos de último curso que habían repetido un año o dos, y todos eran más grandes que Arvin. En la escuela se pasaban la mayor parte del tiempo sentados en el edificio del taller, contándose chistes verdes con el inútil del profesor de Artes Industriales y fumando tabaco de liar Bugler.
Lenora tenía los ojos fuertemente cerrados y se había puesto a rezar. Le resbalaban las lágrimas por la cara rosada. Arvin solamente pudo darle un par de golpes a Dinwoodie antes de que los otros dos lo derribaran y se turnaran para darle puñetazos. Mientras estaba tumbado en la grava, se puso a pensar, tal como hacía a menudo en medio de las peleas, en el cazador al que su padre había dado una paliza tan salvaje aquel día sobre el barro de la letrina. Pero, a diferencia de aquel tipo, Arvin no se rendía nunca. Podrían haberlo matado de no haberse presentado el conserje con un carro lleno de cajas de cartón para quemar. Se pasó una semana entera con dolor de cabeza y varias más con dificultades para leer la pizarra.
Aunque tardó casi dos meses, Arvin se las apañó para pillarlos a todos por separado. Una tarde justo antes de que oscureciera, siguió a Orville Buckman a la tienda de Banner. Se escondió detrás de un árbol, a un centenar de metros camino abajo, y vio cómo el chaval salía dando tragos a un refresco y terminando de comerse un bollo Little Debbie. Cuando Orville estaba pasando por delante de él con la botella en alto para dar otro trago, Arvin salió al camino. Le dio una fuerte palmada a la base de la botella de cristal de Pepsi y se la metió a aquel grandullón hasta el fondo de la garganta, rompiéndole dos incisivos. Para cuando Orville se dio cuenta de lo que estaba pasando, la pelea ya prácticamente había terminado, con la salvedad del golpe que le hizo perder el conocimiento. Una hora más tarde se despertó tumbado en la zanja de al lado de la carretera, atragantándose con la sangre y con la cabeza tapada con una bolsa de papel.
Al cabo de dos semanas, Arvin condujo el Ford de Earskell al partido de baloncesto de la Escuela Secundaria de Coal Creek. Estaban jugando contra el equipo de Millersburg, que siempre traía a mucho público. Se quedó sentado en el coche, fumando cigarrillos Camel y mirando la puerta principal, a la espera de que apareciera Tommy Maison. Estaba lloviznando y corría una noche oscura y helada de principios de noviembre. A Matson le gustaba considerarse el follador del instituto, y siempre estaba jactándose de las chatis que se llevaba al huerto durante los partidos mientras los tontos de sus novios se dedicaban a corretear de un lado para otro de la cancha del gimnasio persiguiendo una pelota de plástico. Justo antes de la media parte, mientras Arvin estaba tirando otra colilla por la ventanilla, vio que su siguiente objetivo salía rodeando con el brazo a una chica de primer curso llamada Susie Cox y se dirigía a la hilera de autobuses escolares que había al fondo del aparcamiento. Arvin salió del Ford con una palanca de hierro en la mano y se puso a seguirlos. Observó cómo Maison abría la portezuela de atrás de uno de los autobuses amarillos y ayudaba a Susie para que entrara. Después de esperar unos minutos, Arvin giró la manecilla de la portezuela y la abrió con un chirrido áspero.
—¿Qué ha sido eso? —oyó que decía la chica.
—Nada —le dijo Matson—. No debo de haber cerrado bien. Venga, chata, a quitarse esas bragas.
—Primero cierra bien esa puerta —dijo ella.
—Joder —gruñó Matson, levantándosele de encima—. Será mejor que valgas la pena. —Recorrió el estrecho pasillo aguantándose los pantalones con una mano. Cuando se asomó afuera para agarrar el pestillo y cerrar la puerta otra vez, Arvin blandió la palanca y le dio a Matson en todas las rodillas, haciéndolo caer del autobús.
—¡Hostia! —gritó al impactar contra la grava, con todo su peso sobre el hombro derecho. Arvin blandió otra vez la palanca y le rompió dos costillas. A continuación se puso a darle patadas hasta que el chaval dejó de intentar levantarse. Por fin sacó una bolsa de papel de la chaqueta y se arrodilló junto a aquel cuerpo que gimoteaba. Agarró a Matson del pelo rizado y tiró de su cabeza hacia arriba. La chica de dentro del autobús ni siquiera se quiso asomar.
El lunes siguiente en el instituto, Gene Dinwoodie se acercó a Arvin en la cafetería y le dijo:
—Me gustaría ver cómo intentas ponerme una bolsa en la cabeza a mí, hijo de puta.
Arvin estaba sentado a una mesa con Mary Jane Turner, una chica nueva en el instituto. Su padre había crecido en Coal Creek, pero luego se había pasado quince años en la marina mercante antes de volver a casa para reclamar su herencia, una granja destartalada que le había legado su abuelo. Aquella chica pelirroja soltaba palabrotas como un marinero cada vez que se le presentaba la oportunidad, y, aunque Arvin no estaba seguro de por qué, a él le encantaba que lo hiciera, sobre todo cuando se lo estaban montando.
—Déjanos en paz, atontado de los cojones —le dijo ella, mirando con sorna al chico alto que tenían delante. Arvin sonrió.
Gene no hizo caso de la chica y dijo: —Russell, cuando termine contigo, a lo mejor me llevo a tu novia a dar una vueltecita. No es ninguna belleza, pero tengo que decir que no es ni de lejos tan fea como esa hermana con cara de rata que tienes. —Se inclinó por encima de la mesa con los puños cerrados, esperando a que Arvin se levantara de un salto y se pusiera a intentar pegarle, pero lo único que pudo hacer fue mirar con cara de perplejidad cómo el chaval cerraba los ojos y juntaba las manos—. No me lo puedo creer. —Gene escrutó la cafetería abarrotada. El profesor de gimnasia, un hombre fornido de barba pelirroja que los fines de semana hacía lucha libre para sacarse un extra en Huntington y Charleston, lo estaba mirando con el ceño fruncido. En la escuela se rumoreaba que nadie lo había inmovilizado nunca, y que ganaba todos los combates porque odiaba todo y a todo el mundo en Virginia Occidental. Hasta Gene le tenía miedo. De manera que se acercó más a Arvin y le dijo en voz baja—. No te creas que rezar te va a salvar de esta, gilipollas.
Después de que Gene se marchara, Arvin abrió los ojos y bebió un trago de un cartón de leche con cacao.
—¿Estás bien? —dijo Mary.
—Claro —dijo—. ¿Por qué me lo preguntas?
—¿Estabas rezando de verdad?
—Sí —dijo él, asintiendo con la cabeza—. Rezando para que llegue el momento oportuno.
Una semana más tarde pilló finalmente a Dinwoodie en el garaje de su padre, mientras estaba cambiando una bujía de su Chevy del 56. Para entonces, Arvin ya había reunido una docena de bolsas de papel. La cabeza de Gene estaba estrechamente enfundada en ellas cuando su hermano pequeño lo encontró unas horas más tarde. El médico dijo que había tenido suerte de no asfixiarse.
—Arvin Russell —le dijo Gene al sheriff después de recobrar el conocimiento. Se había pasado las últimas doce horas en el hospital convencido de que iba el último en una carrera del Indy 500. Había sido la noche más larga de su vida; cada vez que pisaba a fondo el acelerador, el coche aminoraba la marcha hasta ir a paso de caracol. Todavía le resonaba en los oídos el rugido de los motores de los coches que lo dejaban atrás.
—¿Arvin Russell? —dijo el sheriff, con un matiz de duda en la voz—. Ya sé que a ese chaval le gustan las peleas, pero, joder, hijo, tú eres el doble de grande que él.
—Me ha pillado con la guardia baja.
—¿O sea que lo viste antes de que te atara eso a la cabeza? —preguntó el sheriff.
—No —dijo Gene—, pero ha sido él.
El padre de Gene estaba apoyado en la pared, clavando en su hijo una mirada huraña de ojos inyectados en sangre. El chico notaba las oleadas de tufo a Wild Irish Rose que llegaban del lado de la habitación donde estaba su padre. Carl Dinwoodie no era demasiado malo si no bebía más que cerveza, pero cuando se pasaba al vino podía ser peligroso de verdad. «Esto puede rebotarme y reventarme en la cara si no me ando con cuidado», pensó Gene. Su madre iba a la misma iglesia que los Russell. Su padre le daría otra paliza como se enterara de que había estado metiéndose con aquella zorra de Lenora.
—Puede que me equivoque —le dijo al sheriff.
—Entonces, ¿por qué has dicho que ha sido el chaval de los Russell?
—No lo sé. Quizá lo he soñado.
En el rincón, el padre de Gene hizo un ruido como de perro con arcadas y dijo:
—Diecinueve años y sigue en la escuela. ¿Qué le parece a usted, sheriff? Más inútil que una bicicleta con puertas, ¿a que sí?
—¿De quién estamos hablando? —dijo el sheriff, con cara perpleja.
—De esa cosa ridícula que hay ahí tirada en esa cama, de ese —dijo Carl. A continuación dio media vuelta y salió tambaleándose de la habitación.
El sheriff volvió a mirar al chico.
—Bueno, pues, ¿alguna idea de por qué quien te ha pegado te ha puesto todas esas bolsas en la cabeza?
—No —dijo Gene—. Ni idea.