Compartían carpa al final del carril del medio con la Mujer Flamenco, una mujer más flaca que una escoba, y con la nariz más larga que Roy le hubiera visto nunca a un ser humano.
—Pero no es verdad que sea un pájaro, ¿a que no? —le preguntó Theodore después de que la conocieran, con una voz tímida y temblorosa que contrastaba con su habitual berrido. Lo había asustado la extraña apariencia de aquella mujer. No era la primera vez que trabajaban con fenómenos de circo, pero nunca se habían encontrado con nada parecido.
—No —lo tranquilizó Roy—. Solamente lo hace ver.
—Ya me parecía a mí —dijo el lisiado, aliviado al saber que era un montaje. Echó un vistazo y se fijó en que Roy le estaba mirando el culo a la mujer mientras ella se iba andando a su caravana—. A saber qué clase de enfermedades tiene una tipa así —añadió, recuperando rápidamente su chulería en cuanto se aseguró de que ella no lo podía oír—. Esa clase de mujeres se follan un perro o un burro o lo que sea por un par de dólares.
La Mujer Flamenco tenía el pelo espeso y alborotado teñido de color rosa, y llevaba un bikini con plumas de paloma raídas encoladas a la tela de color carne. Su espectáculo consistía básicamente en aguantarse sobre una pierna en una piscinita de plástico llena de agua sucia mientras se acicalaba con el pico. En una mesa detrás de ella había un tocadiscos del que salía una música lenta y triste de violines que a veces la hacía llorar si ese día se había tomado por accidente demasiadas de sus pastillas para los nervios. Tal como había temido, Theodore se dio cuenta al cabo de un par de meses de que Roy se la estaba tirando, aunque por mucho que lo intentara jamás conseguía pillarlos en pleno acto inmundo.
—Un día de estos esa fea asquerosa va a poner un huevo —le recriminaba a Roy—, y me apuesto lo que quieras a que el puto pollito se va a parecer a ti.
A veces aquello le importaba y a veces no. Dependía de cómo se llevara en aquel momento con el Payaso Panqueque. Panqueque había acudido a Theodore para aprender unos cuantos acordes de guitarra, pero había acabado enseñándole al lisiado a tocar la flauta de carne.
En cierta ocasión Roy cometió el error de comentarle a su primo que lo que estaba haciendo con el payaso era una abominación a los ojos de Dios. Theodore dejó la guitarra en el suelo de serrín y escupió un salivazo marrón en un vaso de plástico. Había empezado a mascar tabaco hacía poco. Le daba un poco de ganas de vomitar, pero a Panqueque le gustaba el olor que adquiría su aliento.
—Joder, Roy, mira quién fue a hablar, el chiflado de los cojones —le contestó.
—¿Y eso qué coño quiere decir? Yo no soy ningún sarasa.
—Puede que no, pero me parece a mí que te cargaste a tu parienta con un destornillador, ¿no? ¿O es que te has olvidado de eso?
—No me he olvidado, no —dijo Roy.
—Bueno, ¿y te parece que el Señor tiene peor concepto de mí del que tiene de ti?
Roy vaciló un momento antes de contestar. Según lo que había leído en un panfleto que encontró debajo de una almohada en un albergue del Ejército de Salvación, lo más seguro era que acostarse con otro hombre estuviera a la misma altura que matar a su mujer, pero Roy no estaba seguro de cuál de las dos cosas era peor. A veces le confundía la manera en que se calculaba el peso de ciertos pecados.
—No, supongo que no —dijo por fin.
—Entonces te sugiero que te quedes con tu cuervo de pelo rosa o tu pelícano o lo que coño sea y nos dejes en paz a mí y a Panqueque —dijo Theodore, sacándose el pegote de tabaco de la boca con los dedos y tirándolo a la piscinita de la Mujer Flamenco. Los dos oyeron un suave chapoteo—. No le hacemos daño a nadie.
La pancarta de fuera de la tienda decía: EL PROFETA Y EL GUITARRISTA. Roy declamaba su siniestra versión del fin de los tiempos mientras Theodore ponía la música de fondo. Costaba un cuarto de dólar entrar en la carpa, y no era fácil convencer a la gente de que la religión podía ser entretenida cuando a pocos metros había bastantes distracciones más emocionantes y menos serias, de manera que a Roy se le ocurrió que podía comer insectos durante su sermón, lo cual era una versión ligeramente distinta de su viejo espectáculo con arañas. Cada dos minutos dejaba de predicar para sacar de un viejo cubo de pesca un gusano escurridizo o una cucaracha crujiente o una babosa viscosa y se ponía a masticarlos como si fueran golosinas. A partir de entonces el negocio empezó a ir mejor. Dependiendo del público, hacían cuatro o a veces cinco funciones por noche, alternándose cada cuarenta y cinco minutos con la Mujer Flamenco. Al final de cada función Roy salía rápidamente por la parte de atrás de la tienda para regurgitar los bichos, seguido por Theodore en su silla de ruedas. Mientras esperaban para entrar otra vez, se dedicaban a fumar, dar sorbos de una botella y escuchar a medias cómo los borrachos de dentro gritaban jovialmente y trataban de convencer a la falsa ave para que se despojara de sus plumas.
En 1963 ya llevaban casi cuatro años con aquel circo en concreto, la Diversión Familiar de Billy Bradford, viajando de una punta del sur húmedo y caluroso a la otra desde principios de primavera hasta finales de otoño a bordo de un autobús escolar retirado de circulación y atiborrado de lona mohosa, sillas plegables y postes metálicos, siempre montando las carpas en poblachos inmundos donde los lugareños creían que un par de atracciones giratorias chirriantes, unos gatos monteses desdentados y llenos de pulgas y una penosa colección de fenómenos de la naturaleza eran un espectáculo de primera. En una buena noche, Roy y Theodore podían sacarse veinte o treinta pavos. La Mujer Flamenco y el Payaso Panqueque se llevaban la mayor parte de lo que ellos no podían gastarse en bebida o en bichos o en el tenderete de los perritos calientes. Virginia Occidental parecía estar a un millón de kilómetros y los dos fugitivos no se podían imaginar que la autoridad de Coal Creek pudiera nunca estirar tanto el brazo. Hacía casi catorce años que habían enterrado a Helen y habían huido al sur. Ya ni siquiera se molestaban en usar nombres falsos.