Después del suicidio de su padre, a Arvin lo habían mandado a vivir con su abuela, y aunque Emma se aseguraba de que el chico las acompañara a ella y a Lenora a la iglesia todos los domingos, jamás le pedía ni que rezara ni que se arrodillara delante del altar. Los servicios sociales de Ohio le habían contado a la anciana el terrible verano que el chico había pasado mientras se estaba muriendo su madre, y ella había decidido no obligarlo a nada más que al simple hecho de asistir.
Sabiendo que a veces el reverendo Sykes tenía propensión al exceso de celo en sus intentos de traer al redil a los recién llegados que no lo tenían muy claro, Emma había acompañado a Arvin un par de días después de su llegada y le había explicado al predicador que su nieto entraría en la fe a su manera y cuando estuviera listo. Lo de colgar animales atropellados en cruces y derramar sangre sobre el tronco había impresionado en secreto al viejo predicador —al fin y al cabo, ¿acaso no eran fanáticos en su fe todos los cristianos famosos?—, pero asintió y se mostró de acuerdo con Emma en que tal vez aquella no fuera la mejor manera de introducir a una persona joven en la fe.
—Ya entiendo lo que me quieres decir —le dijo Sykes—. No conviene convertirlo en uno de esos chiflados de Topperville.
Estaba sentado en los escalones de la iglesia pelando con una navaja una manzana amarilla y majada. Corría una mañana soleada de septiembre. Llevaba puesta la chaqueta de vestir de los domingos por encima de un peto descolorido y una camisa blanca a la que estaba empezando a deshilachársele el cuello. Últimamente le había estado doliendo el pecho, y se suponía que Clifford Odell lo tenía que llevar a ver a un médico nuevo en Lewisburg, pero todavía no se había presentado. Sykes había oído decir en la tienda de Banner que aquel matasanos había ido seis años a la universidad y tenía ganas de conocerlo. Se imaginó que un hombre con semejante formación podría curar cualquier cosa.
—¿Y qué quieres decir tú con eso, Albert? —preguntó Emma.
Sykes levantó la vista de la manzana y vio la cara severa con que la mujer lo estaba mirando. Tardó un momento en darse cuenta de lo que acababa de decir, y la vergüenza hizo que se le ruborizara la cara arrugada.
—Lo siento, Emma —dijo atropelladamente—. No estaba hablando de Willard para nada. Willard era un buen hombre. Uno de los mejores. Caray, todavía me acuerdo del día en que fue salvado.
—No pasa nada —dijo ella—. No sirve de nada dar coba a los muertos, Albert. Yo sé cómo era mi hijo. Simplemente no atosigues a su chaval, es lo único que te pido.
Lenora, en cambio, parecía que nunca tenía bastante religión. Llevaba encima una Biblia allí donde iba, hasta a la letrina, igual que había hecho Helen, y todas las mañanas se levantaba antes que nadie y se pasaba una hora rezando de rodillas en el suelo de madera astillado de al lado de la cama que compartía con Emma. Aunque no tenía recuerdos ni de su padre ni de su madre, la chica dedicaba la mayoría de las oraciones que le dejaba oír a Emma al alma de su madre asesinada, y la mayoría de las que se callaba a encontrar alguna noticia de su padre desaparecido. La anciana le había dicho mil veces que era mejor olvidarse de Roy Laferty, pero Lenora no podía evitar preguntarse por él. Casi todas las noches se quedaba dormida imaginándose que él se acercaba por el porche vestido con un traje negro nuevo y lo arreglaba todo. Le producía un pequeño consuelo, y se permitía a sí misma confiar en que, con la ayuda del Señor, y en caso de que siguiera con vida, su padre realmente iba a regresar un día. Varias veces por semana, sin importar qué tiempo hiciera, ella visitaba el cementerio y leía la Biblia en voz alta, sobre todo los Salmos, sentada en el suelo junto a la tumba de su madre. Emma le había contado una vez que aquella era la parte de las Escrituras que más le gustaba a Helen, y para cuando terminó sexto curso, Lenora ya se los sabía todos de memoria.
El sheriff ya había renunciado hacía mucho tiempo a encontrar a Roy y Theodore. Parecía que se hubieran convertido en fantasmas. Nadie era capaz de encontrar ni una mala fotografía ni ninguna otra prueba de su existencia.
—Joder, hasta los retrasados de Hungry Holler tienen certificados de nacimiento —decía a modo de excusa cada vez que alguno de sus electores aludía a la desaparición de aquellos dos. No le había mencionado a Emma el rumor que había oído justo después de que desaparecieran: que el lisiado estaba enamorado de Roy y que tal vez hubiera habido algún rollo de mariconeo entre los dos antes de que el predicador se casara con Helen.
Durante la investigación inicial, varias personas testificaron que Theodore se había quejado amargamente de que la mujer le había quitado toda la vida al mensaje espiritual de Roy.
—Ha estropeado a muchos hombres buenos, esa maldita arpía —le oían decir al lisiado después de unas cuantas copas—. Predicador y qué más —añadía—. Si ya no piensa en nada más que en mojar.
Al sheriff le irritaba sobremanera que aquellos dos imbéciles sodomitas pudieran haber cometido un asesinato en su condado y haberse escapado de rositas; de manera que se dedicaba a repetir el mismo cuento de siempre, que lo más probable era que el mismo maníaco que había masacrado a la familia de Millersburg hubiera matado también a Helen y hubiera cortado en pedazos a Roy y Theodore o bien tirado sus cuerpos al río Greenbrier. Lo repetía tanto que había veces en que hasta él se lo creía a medias.
Aunque Arvin nunca le creaba problemas graves, a Emma no le costaba ver a Willard en él, sobre todo en lo tocante a las peleas. Para cuando tuvo catorce años, ya lo habían echado varias veces de la escuela por pelearse a puñetazos. «Elige el momento adecuado», recordaba que le había dicho su padre, y Arvin había aprendido bien aquella lección: se dedicaba a pillar al enemigo de turno a solas y desprevenido en los lavabos, o bien en la escalera, o debajo de la tribuna del gimnasio. Principalmente, sin embargo, en todo Coal Creek se lo conocía por su temperamento tranquilo, y había que reconocerle que casi todas las broncas en que se metía eran por Lenora, por defenderla de todos los matones que se burlaban de sus modales beatos, de su cara transida y de aquel puñetero gorrito que se empeñaba en llevar. Aunque solamente era unos meses más joven que Arvin, ya se la veía reseca, como si fuera una pálida patata de invierno dejada demasiado tiempo en la tierra. Él la quería como si fuera su hermana, pero a veces le daba vergüenza entrar por las mañanas en la escuela con aquella chica siguiéndole recatadamente los pasos.
—No va a llegar a animadora del equipo, eso está claro —le dijo al tío Earskell.
Arvin deseaba con todas sus fuerzas que su abuela nunca le hubiera dado a Lenora la fotografía en blanco y negro de Helen de pie bajo el manzano de detrás de la iglesia con un vestido largo y sin forma y la cabeza cubierta por un gorro con volantes. Por lo que a él respectaba, a la chica no le hacía falta que le dieran nuevas ideas para conseguir parecerse más a la sombra de su triste madre.
Siempre que Emma le preguntaba por las peleas, Arvin se acordaba de su padre y de aquel día húmedo de otoño en que había defendido el honor de Charlotte en el aparcamiento del Bull Pen. Aunque era el mejor día que recordaba haber pasado nunca con Willard, jamás le había hablado a nadie de él, igual que tampoco mencionaba nunca la mala época que había llegado poco después. Lo que hacía en cambio era limitarse a decir, con los débiles ecos de la voz de su padre resonándole en la cabeza:
—Abuela, es que la escuela está llena de hijos de la gran puta.
—Dios mío, Arvin, ¿por qué siempre estás diciendo eso?
—Porque es verdad.
—Bueno, pues en ese caso quizá lo que deberías hacer es rezar por ellos —le sugirió—. No le haría daño a nadie, ¿verdad que no? —Era en momentos como aquel cuando se arrepentía de haberle dicho al reverendo Sykes que dejara que el chico encontrara el camino de Dios por su cuenta. Por lo que ella veía, a Arvin siempre le faltaba poco para ponerse a andar en la dirección contraria.
El puso los ojos en blanco; aquel era el consejo de su abuela para todo.
—Tal vez no —dijo—. Pero Lenora ya reza bastante por los dos, y tampoco veo que le esté sirviendo de mucho.