Para cuando se fueron del Sundowner ya era mediodía. Sandy se había despertado a las once y se había pasado una hora en el cuarto de baño hasta quedar lista. Solamente tenía veinticinco años, pero en el pelo castaño ya se le veían mechones grises. A Carl le preocupaban sus dientes, que siempre habían sido su mejor rasgo. Ahora los tenía manchados de un color amarillo feísimo por culpa de todo lo que fumaba. También se había dado cuenta de que tenía mal aliento todo el tiempo, sin importar cuántas pastillas de menta consumiera. Algo estaba empezando a pudrirse dentro de su boca, estaba seguro.
En cuanto volvieran a casa tenía que llevarla a un dentista. Odiaba pensar en lo que iba a costarle, pero una sonrisa bonita era parte importante de sus fotografías, y proporcionaba un contraste necesario a todo el dolor y el sufrimiento. Aunque lo había intentando de vez en cuando, Carl nunca había conseguido que ninguno de los modelos fingiera ni que fuera una sonrisita en cuanto él sacaba la pistola y empezaba con ellos.
—Chica, ya sé que a veces cuesta, pero si queremos que estas fotos salgan bien necesito que parezcas contenta —le decía a Sandy cada vez que le hacía a uno de los hombres algo que le disgustaba—. Tú piensa en el cuadro de la Mona Lisa. Haz ver que eres ella y que estás colgada en la pared del museo.
No llevaban más que unos kilómetros en la carretera cuando Sandy pisó el freno de golpe y paró en una pequeña cafetería llamada Tiptop. Tenía una forma como de choza india y estaba pintada de distintos tonos de rojo y verde. El aparcamiento se veía casi lleno.
—¿Qué cojones estás haciendo? —le dijo Carl.
Sandy apagó el motor, salió y dio la vuelta al coche.
—No pienso conducir ni un kilómetro más sin comer algo como Dios manda —dijo ella—. Llevo tres días sin probar más que golosinas. Joder, me están empezando a bailar los dientes.
—Hostia puta, pero si acabamos de coger la carretera —dijo Carl, mientras ella daba media vuelta y echaba a andar hacia la puerta de la cafetería—. Espera —le gritó—. Voy contigo.
Cerró el coche con llave, fue tras ella y encontraron un reservado junto al ventanal. La camarera les trajo dos tazas de café y un menú ajado y lleno de manchas de kétchup. Sandy se pidió una torrija y Carl una guarnición de beicon muy hecho. Ella se puso unas gafas de sol y miró cómo un hombre ataviado con un delantal sucio intentaba instalar un rollo de papel nuevo dentro de la máquina registradora. A ella aquel sitio le recordaba al Wooden Spoon. Carl examinó el local atestado, lleno sobre todo de granjeros y ancianos, y con un par de viajantes demacrados que estudiaban una lista de clientes potenciales. Luego se fijó en un joven de unos veintipocos años que estaba sentado en la barra comiéndose un trozo de tarta de merengue de limón. De constitución robusta, grueso y con el pelo ondulado. Apoyada en el taburete a su lado tenía una mochila con una banderita americana cosida.
—¿Y qué? —dijo Carl, después de que la camarera les trajera la comida—. ¿Te encuentras mejor hoy? —Mientras hablaba, se dedicaba a vigilar con un ojo inyectado en sangre al tipo de la barra y con el otro el coche de ellos.
Sandy tragó saliva y negó con la cabeza. Echó un poco más de sirope sobre la torrija.
—De hecho, tenemos que hablar de eso —dijo ella.
—¿Qué pasa? —preguntó él, quitándole la corteza quemada a una tira de beicon y metiéndosela en la boca. Luego le cogió un cigarrillo del paquete y lo hizo rodar entre sus dedos. Puso delante de ella lo que quedaba de su plato.
Sandy dio un sorbo a su café y echó un vistazo a la gente que tenían en la mesa de al lado.
—Puede esperar —dijo.
El tipo de la barra se puso de pie y le dio algo de dinero a la camarera. Luego se echó la mochila al hombro con un gemido cansado y salió por la puerta con un mondadientes en la boca. Carl lo vio ir hasta el arcén de la carretera y tratar de parar a un coche que pasaba haciendo dedo. El coche pasó de largo y el tipo echó a caminar en dirección oeste con andares perezosos. Carl se volvió hacia Sandy y señaló al otro lado de la ventana con la cabeza.
—Sí, ya lo he visto —dijo ella—. Vaya cosa. Están por todas partes. Son como cucarachas.
Carl escrutó la carretera en busca de coches mientras Sandy terminaba de comer. Pensó en su decisión de volverse a casa hoy. Anoche había visto que las señales eran muy claras, pero ahora ya no estaba tan seguro. Un modelo más estropearía los tres números seis, pero podían pasarse una semana en el coche y no encontrar a otro que tuviera el aspecto de aquel chico. Sabía que no debía interferir con las señales, pero de pronto se acordó de que la habitación donde habían pasado la noche era la número siete. Y desde que se había marchado el chico no había pasado ni un solo coche. Tenían al tipo allí afuera, esperando a que alguien lo recogiera bajo un sol de justicia.
—Muy bien —dijo Sandy, secándose la boca con una servilleta de papel—. Ya puedo conducir. —Se levantó y cogió su bolso—. No hagamos esperar a ese cabrón.