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El día después de conversar con la camarera del Tecumseh, Bodecker condujo hasta el apartamento del lado este de la ciudad donde vivían su hermana y su cuñado. Básicamente le importaba un pimiento cómo viviera Sandy su asco de vida, pero no iba a dejarle que se vendiera el coño en el condado de Ross, por lo menos mientras él fuera sheriff. Ponerle los cuernos a Carl era una cosa —joder, él no podía culparla por eso—, pero hacerlo por dinero era algo completamente distinto. Aunque Hen Matthews iba a intentar ensuciar su nombre con aquello en cuanto llegaran las elecciones, a Bodecker le preocupaba por otros motivos. Las personas son como los perros: en cuanto se ponen a escarbar, ya no quieren parar. Primero sería el hecho de que el sheriff tenía una hermana puta, después alguien se enteraría de sus negocios con Tater Brown, y, al final, de todos los sobornos y demás mierdas que se habían ido acumulando desde que llevaba la insignia. Ahora que lo pensaba, debería haber trincado a aquel hijoputa ladrón y chuloputas cuando tenía oportunidad. Una detención grande como aquella prácticamente le podría haber limpiado la hoja de servicios. Sin embargo, se había dejado vencer por la codicia y ahora aquello iba a acompañarle de por vida.

Aparcado ante el mísero dúplex, vio cómo una camioneta de ganado se metía en los corrales del otro lado de la calle. El aire tórrido de agosto iba cargado con el olor penetrante del estiércol. No veía por ningún lugar esa vieja chatarra de coche en que Sandy lo había llevado a casa aquella última noche antes de dejar el alcohol, pero salió igualmente del coche patrulla. Estaba bastante seguro de que había sido una ranchera. Rodeó el costado de la casa y subió las escaleras desvencijadas que llevaban a la puerta del apartamento de ellos, en la segunda planta. En lo alto había un pequeño rellano que Sandy llamaba la terraza. En un rincón se encontró una bolsa de basura volcada por el suelo, con una nube de moscas verdes pululando sobre las cáscaras de huevo, los posos del café y los envoltorios arrugados de hamburguesas. Al lado de la baranda de madera había una silla de cocina acolchada, y debajo de ella una lata de café llena hasta la mitad de colillas. Carl y Sandy tenían un estilo de vida peor que el de los negros de White Heaven y el de los palurdos analfabetos de Knockemstiff, pensó. Joder, cómo odiaba a los vagos. Los presos de la cárcel del condado se turnaban para lavarle el coche patrulla todas las mañanas; llevaba la raya de los pantalones caquis más marcada que el filo de un cuchillo. Le dio una patada a una lata vacía de Dinty Moore para quitarla del medio y llamó a la puerta, pero no le contestó nadie.

Cuando ya se estaba yendo, oyó una ráfaga débil de música procedente de algún sitio cercano. Se asomó por encima de la barandilla y vio a una mujer regordeta con un bañador floreado tumbada sobre una manta amarilla en el jardín de la casa de al lado. Por entre las hierbas altas que la rodeaban había desparramada una colección de carcasas y piezas herrumbrosas de motos viejas. La mujer llevaba el pelo castaño recogido sobre la coronilla y tenía en la mano un diminuto transistor. Estaba toda untada de aceite para bebé y relucía como un centavo nuevo bajo el sol radiante. La vio girar el dial en busca de otra emisora y por fin oyó el tañido gangoso de una canción palurda sobre corazones rotos. Luego la mujer dejó la radio en el borde de la manta y cerró los ojos. La barriga reluciente le subía y le bajaba. Ella se dio la vuelta, levantó la cabeza y echó un vistazo a su alrededor. Tras comprobar que no había nadie mirando, se quitó la pieza superior del traje de baño. Después de vacilar un momento, alargó el brazo y tiró hacia arriba de la pieza de abajo para revelar ocho o diez centímetros de nalgas blancas.

Bodecker encendió un cigarrillo y empezó a bajar las escaleras. Se imaginó a su cuñado sentado allí bajo el sol, sudando a mares y tratando de ver todo lo que pudiera. Era bastante fácil, teniendo en cuenta cómo la mujer se tumbaba allí para que la viera todo el mundo. Hacer fotos parecía ser lo único que le importaba a Carl, y Bodecker se preguntó si le habría hecho alguna a aquella vecina sin que ella lo supiera. Aunque no estaba seguro, supuso que habría una ley que prohibía aquella clase de rollos. Y si no la había, tendría que haberla, joder.