Una portezuela se cerró de golpe en el aparcamiento. Carl abrió los ojos y miró las flores y las frutas de la pared del otro lado de la habitación. Salió de la cama para ir al baño y vaciar la vejiga. No se peinó ni se cepilló los dientes ni tampoco se lavó la cara. Se vistió con la misma ropa que había llevado toda la semana anterior, una camisa púrpura y unos pantalones holgados de tela de traje gris reluciente. Se guardó los botes con las películas en los bolsillos, se sentó en el borde de una silla y se puso los zapatos. Consideró la posibilidad de despertar a Sandy para que pudieran salir ya, pero decidió dejarla descansar. Al fin y al cabo, se habían pasado tres noches durmiendo en el coche. Supuso que le debía aquello, y además se volvían a casa. Ya no tenían prisa alguna.
Mientras esperaba a que ella se despertara, Carl mordisqueó un puro y se sacó del bolsillo el fajo de billetes del recluta. Mientras contaba una vez más el dinero, se acordó de cuando el año pasado habían cruzado la punta sur de Minnesota. Ya no les quedaban más que tres dólares cuando se les perforó el radiador del Chevy cupé del 49 en el que viajaban aquel verano. Él se las apañó para sellar de forma provisional la gotera con una lata de pimienta negra que llevaba para emergencias como aquella, un truco que había oído una vez en un bar de carretera. Tras conducir un par de kilómetros más, encontraron una gasolinera rural justo antes de que volviera a abrírseles el agujero, y terminaron pasando casi todo un día esperando allí mientras un ayudante de mecánico al que le asomaba un paquete de Red Man del bolsillo de atrás se dedicaba a prometerles que se lo arreglaría en cuanto terminara una puesta a punto que su jefe quería para ayer.
—Ya no tardo nada, caballero —le decía a Carl cada quince puñeteros minutos.
Sandy tampoco contribuía precisamente a aligerar la espera. Se repanchingó en un banco que había justo delante de la puerta del garaje y se puso a limarse las uñas y a provocar al pobre desgraciado enseñándole las bragas de color rosa hasta que ya no sabía ni dónde estaba ni quién era, de tan nervioso que lo había puesto.
Por fin Carl levantó las manos en gesto exasperado, sacó los carretes de película de la guantera y se encerró en el lavabo de detrás de la gasolinera. En aquella sauna apestosa se pasó varias horas sentado, hojeando una pila de revistas de detectives ajadas y amontonadas en el suelo mojado al lado del retrete mugriento y asqueroso.
De vez en cuando oía la campanilla de la puerta principal, que anunciaba a otro cliente de la gasolinera. Una cucaracha marrón ascendió a ritmo de caracol por la pared. Él se encendió una de sus pichas de perro, pensando que tal vez le ayudaría a ir de vientre, pero tenía las tripas como el cemento. Lo único que le salía era un hilillo de sangre de vez en cuando. Los muslos gordos se le entumecieron. En un momento dado, alguien aporreó la puerta, pero no estaba dispuesto a renunciar a su asiento solamente para que algún hijo de puta asqueroso se lavara las manos como un remilgado. Ya estaba a punto de secarse el culo sanguinolento cuando se encontró con el artículo en un ejemplar empapado del True Crime. Se acomodó otra vez en la taza tiró la ceniza del puro. El detective al que entrevistaban en el artículo contaba que habían encontrado los cadáveres de dos hombres; uno embutido en una alcantarilla de las inmediaciones de Red Cloud, Nebraska, y el otro clavado al suelo de un cobertizo de una granja abandonada de las afueras de Seneca, Kansas.
«Hablamos de ciento sesenta millas entre uno y otro», señaló el detective. Carl miró la fecha de la portada de la revista: noviembre de 1964. Joder, el artículo era de hacía nueve meses. Leyó con atención aquellas tres páginas cinco veces. Aunque no quería dar más detalles, el detective sugería que había una posibilidad muy grande de que los dos asesinatos estuvieran relacionados debido a la «naturaleza» de los crímenes. Al parecer, y a juzgar por el estado de los restos, la fecha estimada de las muertes era el verano de 1963, o por ahí andaría, dijo. —Bueno, por lo menos el año lo has acertado— murmuró Carl para sus adentros. Había sido en su tercer viaje cuando se cargaron a aquellos dos. Uno era un marido fugitivo que confiaba en empezar una vida nueva en Alaska y el otro un vagabundo al que habían visto hurgando a la busca de comida en un cubo de basura tras la consulta de un veterinario. Los clavos habían quedado de narices en la foto. Se habían encontrado una lata de café llena de ellos nada más entrar en el cobertizo, como si los hubiera dejado allí el diablo sabiendo que Carl iba a presentarse un día.
Se limpió y se secó las manos sudorosas en los pantalones. Arrancó el artículo de la revista, lo dobló y se guardó las páginas en la billetera. Silbando una cancioncilla, mojó el peine en el lavabo y se peinó hacia atrás el pelo ralo y gris; luego se reventó un par de forúnculos que tenía en la cara. Encontró al ayudante de mecánico dentro del garaje, hablando en voz baja con Sandy. Tenía una pierna flaca pegada a las de ella.
—Joder, ya era hora —dijo ella cuando levantó la vista y lo vio.
Carl no hizo caso y le preguntó al mecánico:
—¿Lo has arreglado?
El hombre se alejó de Sandy y se metió las manos grasientas en los bolsillos del mono de trabajo con gesto nervioso.
—Eso creo —dijo—. Lo he llenado de agua y de momento no pierde.
—¿Qué más has llenado? —dijo Carl, mirándolo con cara de recelo.
—Nada, señor, nada de nada.
—¿Lo has dejado correr un rato?
—Lo hemos dejado correr diez minutos —dijo Sandy—. Mientras tú estabas encerrado en el retrete haciendo lo que fuera que hacías.
—Muy bien —dijo Carl—. ¿Qué te debemos?
El mecánico se rascó la cabeza y sacó el paquete de tabaco de mascar.
—Pues no sé. ¿Le parecen bien cinco pavos?
—¿Cinco pavos? —dijo Carl—. Joder, colega, ¿con lo bien que te lo has pasado con mi mujer? Se va a tirar una semana dolorida. Voy a tener suerte si no me la has preñado.
—¿Cuatro? —dijo el mecánico.
—Escucha a este cabrón —dijo Carl—. Te gusta aprovecharte de la gente, ¿verdad? —Le echó un vistazo a Sandy y ella le guiñó el ojo—. Muy bien, si nos pones un par de botellas de refresco bien frías, te doy dos dólares, pero es mi última oferta. Mi mujer no es ninguna puta barata.
Ya era media tarde pasada para cuando salieron de allí, y aquella noche durmieron en el coche en el margen de una carretera rural tranquila. Compartieron una lata de paté de carne, usando de cuchara la navaja de Carl; a continuación Sandy se pasó al asiento de atrás y le dio las buenas noches. Al cabo de poco rato, justo cuando Carl estaba empezando a quedarse adormecido en el asiento de delante, un fuerte espasmo le recorrió las tripas y le hizo buscar a tientas la manecilla de la puerta. Salió corriendo del coche y se metió en una zanja de drenaje que discurría junto a la carretera. Se bajó los pantalones justo a tiempo y vació una semana entera de nervios y porquería sobre las hierbas mientras se agarraba al tronco de una asimina. Después de limpiarse con unas hojas secas, se quedó fuera del coche bajo la luz de la luna y leyó una vez más el artículo de la revista. Por fin sacó el encendedor y le pegó fuego. Decidió no mencionárselo a Sandy. A veces ella era una bocazas, y a él no le gustaba preocuparse por lo que iba a tener que hacer al respecto a largo plazo.