Cuando Bodecker entró en el Tecumseh Lounge, se encontró a tres hombres sentados a una mesa y bebiendo cerveza. La luz del sol iluminó un instante el local a oscuras y proyectó la sombra alargada del sheriff por el suelo. Un momento más tarde la puerta se cerró detrás de él y todo volvió a quedar sumido en la penumbra. En la máquina de discos una canción de Patsy Cline llegaba a sus últimos compases tristones y temblorosos. Ninguno de los hombres dijo nada mientras el sheriff pasaba por su lado de camino a la barra. Uno de ellos robaba coches y el otro pegaba a su mujer. Los dos habían estado entre rejas y le habían sacado lustre a su coche patrulla en diversas ocasiones. Aunque Bodecker no conocía al tercero, sospechaba que era una simple cuestión de tiempo.
Bodecker se sentó en un taburete y esperó a que Juanita terminara de freír una hamburguesa en la parrilla grasienta. Se acordó de que ella le había servido su primer whisky en aquel bar, no hacía tantos años. Él se había pasado los siete años siguientes persiguiendo la sensación que había alcanzado aquella primera noche, pero jamás había vuelto a encontrarla. Ahora se metió la mano en el bolsillo para coger una de las golosinas, pero decidió aguantarse. Ella colocó la hamburguesa en un plato de plástico, al lado de unas pocas patatas fritas que sacó de una mantequera metálica, y un pepinillo alargado de color claro que pescó con un tenedor del interior de un frasco sucio de cristal. Luego llevó el plato hasta la mesa y se lo puso delante al ladrón de coches. Bodecker oyó que uno de los hombres decía algo de cubrir la mesa de billar antes de que alguien vomitara. Otro de los hombres se rio y él notó que empezaba a arderle la cara.
—Parad con eso —les dijo Juanita en voz baja. Fue a la caja registradora, sacó el cambio del ladrón de coches y se lo llevó.
—Estas patatas fritas están rancias —le dijo él.
—Pues no te las comas —contestó ella.
—A ver, cariño —dijo el maltratador—. Eso no está bien.
Juanita no le hizo caso, se encendió un cigarrillo y caminó hasta la punta de la barra, donde estaba sentado Bodecker.
—Dichosos los ojos —dijo ella—. ¿Qué te puedo…?
—Anda, pero si se le acaba de abrir el coño como si fuera una fiambrera —dijo uno de los hombres en voz bien alta justo entonces, y la mesa estalló en risas.
Juanita negó con la cabeza.
—¿Puedo cogerte prestada la pistola? —le dijo a Bodecker—. Esos cabrones llevan aquí desde que he abierto por la mañana.
Él se los quedó mirando a través del largo espejo que discurría por detrás de la barra. El ladrón de coches estaba soltando una risita de chica mientras el maltratador aplastaba las patatas fritas sobre la mesa con el puño. El tercer hombre estaba reclinado en su silla con cara de aburrimiento, limpiándose las uñas con una cerilla.
—Los puedo echar, si quieres.
—No, da igual —dijo ella—. Se limitarían a volver luego y meterse conmigo todavía más. —Expulsó el humo con el costado de la boca y esbozó una media sonrisa. Confiaba en que su chaval no volviera a andar metido en líos. La última vez ella había tenido que pedir adelantada la paga de dos semanas para sacarlo de la cárcel, y todo por cinco discos que se había metido dentro de los pantalones en el Woolworths. Merle Haggard o Porter Wagoner ya estaban mal, pero ¿Gerry and the Pacemakers? ¿Hermaris Hermits? ¿The Zombies? Gracias a Dios que su padre estaba muerto, era lo único que ella podía decir—. ¿En qué te puedo ayudar entonces? Bodecker se quedó mirando un momento las botellas que cubrían la pared de detrás del bar.
—¿Tienes café?
—Solamente instantáneo —dijo ella—. Por aquí no vienen muchos bebedores de café.
Él hizo una mueca.
—El instantáneo me hace daño al estómago —le dijo—. ¿Y un Seven Up?
Después de que Juanita le pusiera delante la botella de refresco, Bodecker se encendió un cigarrillo y dijo:
—Así pues, Sandy todavía no ha vuelto, ¿verdad?
—Ja —dijo Juanita—. Ya me gustaría a mí. Hace dos semanas que se fue.
—¿Cómo? ¿Ha dejado el trabajo?
—No, nada de eso —dijo la camarera—. Está de vacaciones.
—¿Otra vez?
—No sé cómo lo hacen —dijo Juanita, animándose, aliviada porque la visita del sheriff no tuviera al parecer nada que ver con su hijo—. No creo que se queden en ningún sitio caro, pero es que lo que yo gano aquí apenas me llega para pagar el alquiler de esa vieja caravana en la que vivo. Y sabes perfectamente que Carl no paga nada.
Bodecker dio un sorbo al refresco y volvió a acordarse de la llamada telefónica. De manera que probablemente fuera cierto; pero si Sandy llevaba más de un año haciendo la calle, tal como decía aquella zorra, ¿cómo era posible que él no se hubiera enterado hasta ahora? Tal vez fuera bueno que hubiera dejado la bebida. Estaba claro que el whisky ya había empezado a ablandarle el cerebro. A continuación echó un vistazo a la mesa de billar y pensó en otras cosas que tal vez había estado descuidando durante los últimos meses. Le vino un escalofrío repentino. Tuvo que tragar varias veces para evitar vomitar el Seven Up.
—¿Y cuándo vuelve? —preguntó.
—Le dijo a Leroy que volvía a finales de esta semana.
Espero que sea verdad. El puto tacaño no quiere contratar a nadie más.
—¿Y no tienes ni idea de adónde iban?
—Con esa chica es difícil saberlo —dijo Juanita, encogiéndose de hombros—. Estaba hablando de Virginia Beach, pero no me imagino para nada a Carl tomando el sol dos semanas junto al océano, ¿a que no?
Bodecker negó con la cabeza. —Para serte sincero, no me imagino a ese hijoputa haciendo nada. —Por fin se puso de pie y dejó un dólar sobre la barra—. Mira —le dijo—, cuando vuelva, dile que necesito hablar con ella, ¿vale?
—Claro, Lee, no hay problema —dijo la camarera.
Después de que saliera por la puerta, uno de los hombres gritó:
—Eh, Juanita, ¿has oído lo que ha estado diciendo Hen Matthews sobre ese cabezón de mierda?