En el cuarto de baño del motel, Sandy llenó la bañera y le quitó el envoltorio a una de las chocolatinas que llevaba en el neceser para aquellos días en los que Carl se negaba a parar para comer. Cuando estaban de viaje, él era capaz de pasarse días enteros sin comer y sin pensar en nada más que en encontrar al siguiente modelo. Pues él podía chupar aquellos puros asquerosos y hurgarse con aquella navaja sucia en los colmillos todo lo que quisiera, pero ella no tenía intención de irse a la cama con hambre.
El agua caliente le alivió el picor de la entrepierna, y ella se reclinó hacia atrás y cerró los ojos mientras mordisqueaba la barrita de Milky Way. El día en que se habían encontrado al chaval de Iowa, ella acababa de salir de la carretera principal en busca de algún sitio donde parar a echarse una siesta, cuando aquel apareció de un salto de entre un campo de soja, con pinta de espantapájaros.
En cuanto el chaval les enseñó el pulgar, Carl dio una palmada y dijo:
—Aquí lo tenemos.
El autoestopista iba cubierto de barro, porquería y briznas de paja, como si hubiera dormido en un establo. Incluso con todas las ventanillas abiertas, el olor a podrido que echaba les llenó el coche. Sandy sabía que no es fácil ir limpio cuando vives en la carretera, pero aquel espantapájaros era lo peor que habían recogido nunca.
Ahora dejó la chocolatina en el borde de la bañera. Respiró hondo, sumergió la cabeza debajo del agua y escuchó el sonido lejano de los latidos de su corazón, intentando imaginar que se detenía para siempre.
No se habían alejado mucho cuando el chaval empezó a canturrear con voz aguda: «California, ya vengoo, California, ya vengoo», y ella supo que Carl se iba a ensañar con él porque los dos se morían de ganas de olvidarse de aquel maldito lugar. En una gasolinera de las afueras de Ames, Sandy llenó el depósito del coche y compró dos botellas de vodka con naranja, pensando que con ellas podrían callar un poco al chaval; sin embargo, en cuanto dio un par de tragos, se puso a corear todas las canciones de la radio, lo cual empeoró todavía más la cosa. Después de que el espantajo se pasara cinco o seis canciones graznando sin piedad, Carl se inclinó hacia ella y le dijo:
—Por Dios que este cabrón la va a pagar.
—Creo que tal vez sea retrasado o algo parecido —dijo ella en voz baja, confiando en que lo soltara por superstición hacia aquellas cosas.
Carl le echó un vistazo al chaval, se dio la vuelta y negó con la cabeza.
—No, solamente es idiota. O un puto chiflado. No es lo mismo, ya sabes.
—Bueno, pero por lo menos apaga la radio —sugirió ella—. No tiene sentido animarlo.
—A la mierda, déjale que se divierta —dijo Carl—. Yo le haré enmudecer directamente.
Ella tiró al suelo el envoltorio de la chocolatina y dejó correr el agua caliente. Por entonces no había querido discutir, pero ahora desearía con todas sus fuerzas no haber tocado a aquel chaval. Enjabonó el paño de la bañera, se metió una punta dentro y cerró las piernas bien fuerte. En la otra habitación, Carl estaba hablando solo, aunque aquello normalmente no quería decir nada, sobre todo cuando acababan de terminar con un modelo. Luego él levantó un poco la voz y ella estiró el brazo para asegurarse de que la puerta estuviera cerrada con pestillo, por si acaso.
Con el chaval de Iowa habían aparcado al borde de un vertedero de basuras y Carl había sacado la cámara y empezado su perorata mientras ella y el chaval se terminaban la segunda botella de vodka con naranja.
—A mi mujer le gusta tontear, pero yo estoy demasiado cascado para que se me levante —le dijo al chico aquella tarde—. ¿Me entiendes?
Sandy le había dado una calada a su cigarrillo y había mirado al espantapájaros por el retrovisor. El chico se mecía de delante hacia atrás, con una sonrisa chiflada y asintiendo con la cabeza a todo lo que decía Carl; tenía los ojos tan vacíos como guijarros. Por un momento, ella pensó que iba a vomitar. Era más que nada por nervios, y la náusea se le pasó enseguida, igual que siempre. Luego Carl sugirió que salieran del coche, y mientras él extendía una manta en el suelo, ella empezó a quitarse la ropa de mala gana. El chaval se puso a cantar otra vez, pero ella se llevó un dedo a los labios y le dijo que se quedara callado un ratito.
—Ahora vamos a divertirnos un poco —dijo ella, obligándose a sonreír y dando palmaditas al trozo de manta que tenía al lado.
Al chaval de Iowa le costó más tiempo que a la mayoría darse cuenta de lo que estaba pasando, pero aun así no ofreció mucha resistencia. Carl se tomó su tiempo y sacó por lo menos una veintena de fotos de objetos saliéndole de varios lugares: bombillas, perchas y latas de sopa. Para cuando dejó la cámara y dio el asunto por acabado, ya empezaba a oscurecer. Se limpió las manos y la navaja en la camisa del chaval y luego se puso a caminar hasta que encontró una nevera Westinghouse entre la basura, le quitó la porquería de encima y abrió la puerta, mientras Sandy le registraba los pantalones al chico.
—¿Nada más? —dijo Carl cuando ella le entregó un silbato de plástico y un centavo con un busto indio.
—¿Qué te esperabas? —le dijo ella—. No tiene ni billetera. —Echó un vistazo al interior de la nevera. Las paredes estaban cubiertas de una fina capa de moho verde y en un rincón había un frasco roto de mermelada viscosa y gris—. Joder, ¿vas a meterlo ahí adentro?
—Me da la impresión de que ha dormido en sitios peores —dijo Carl.
Doblaron al chico por la cintura y lo embutieron dentro de la nevera; luego Carl insistió en hacer una última foto, una de Sandy en bragas y sujetador rojos haciendo el gesto de cerrar la puerta. Se puso de cuclillas y la enfocó con la cámara.
—Esta es buena —dijo, después de darle al obturador—. Genial. —Por fin se puso de pie y se metió el silbato del chaval en la boca—. Ahora cierra la puta puerta. Ya puede soñar todo lo que quiera con California. —Y usó la pala para desparramar un buen montón de basura encima de la tapa de aquella tumba de metal. El agua se enfrió y Sandy salió de la bañera. Se cepilló los dientes, se puso crema limpiadora en la cara y se pasó un peine por el pelo mojado. El del soldado era el mejor polvo que había echado en una temporada, y tenía planeado irse a dormir pensando en él. Lo que fuera con tal de sacarse de la cabeza aquel maldito espantajo.
Cuando salió del cuarto de baño con su albornoz amarillo, Carl estaba tumbado en su cama mirando el techo. Ella calculó que llevaría una semana sin bañarse. Se encendió un cigarrillo y le dijo que no pensaba dormir con él hasta que se lavara para quitarse el olor de aquellos chicos.
—No se llaman chicos, se llaman modelos —dijo él. Se levantó y dejó que le colgaran las gruesas piernas del borde de la cama—. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?
—No me importa cómo se llamen —dijo Sandy—. Esa cama está limpia.
Carl echó un vistazo a las moscas de la moqueta.
—Sí, eso es lo que tú te crees —le dijo, y se fue para el cuarto de baño. Se quitó la ropa mugrienta y se olisqueó a sí mismo. Le gustaba su propio olor, aunque tal vez debería andarse con más cuidado. Últimamente le preocupaba un poco estar volviéndose marica, y sospechaba que Sandy también lo pensaba. Probó el agua de la ducha con la mano y se metió en la bañera. Se frotó la pastilla de jabón contra el cuerpo fofo y peludo. El hecho de hacerse pajas con las fotos no era buena señal, y él lo sabía, pero es que a veces no podía controlarse. Le resultaba duro volver a casa y pasarse noche tras noche sentado solo en aquel apartamento espantoso mientras Sandy servía copas en el bar. Mientras se secaba, intentó acordarse de la última vez que habían hecho el amor. Tal vez fuera la primavera pasada, aunque no podía estar seguro. Intentó imaginarse a Sandy otra vez joven y lozana, antes de que empezaran con toda aquella mierda. Por supuesto, él se había enterado enseguida de lo del cocinero que la había desvirgado y de sus encuentros de una noche con todos aquellos gamberros con granos, pero aun así en aquella época ella conservaba cierto aire de inocencia. A veces Carl pensaba que tal vez se debiera a que él tampoco tenía demasiada experiencia en la época en que la había conocido. Cierto, se había acostado con unas cuantas putas —el barrio estaba lleno de ellas—, pero él solamente tenía veintitantos años cuando a su madre le había dado el derrame que la dejó paralizada y casi sin habla. Para entonces ya hacía varios años que no venía ningún novio a llamar a su puerta, de manera que le tocó a Carl cuidar de ella todo el tiempo. Durante los primeros meses estuvo considerando la posibilidad de aplastarle aquella cara retorcida con una almohada y liberarlos a los dos, pero a fin de cuentas ella era su madre. De modo que lo que hizo fue empezar a documentar su largo declive por medio de la cámara, y se pasó los trece años siguientes sacándole dos fotos por semana a su cuerpo consumido. Al final ella acabó acostumbrándose. Luego, una mañana, Carl la encontró muerta. Se sentó al borde de la cama y trató de comerse el huevo que acababa de aplastarle con el tenedor para que desayunara, pero no consiguió tragárselo. Tres días más tarde echaba la primera palada de tierra sobre su ataúd.
Después de pagarle el funeral, le quedaron, además de la cámara, doscientos diecisiete dólares y un Ford destartalado que solamente arrancaba cuando no había humedad. La posibilidad de que aquel coche pudiera cruzar algún día el país era prácticamente nula, pero llevaba soñando con una nueva vida prácticamente desde el momento de nacer, y ahora su mejor y última excusa por fin descansaba en paz en el cementerio de Saint Margaret. Y así pues, el día antes de que venciera su alquiler, metió en cajas las pilas combadas de fotos que le había sacado a la enferma en su lecho y las dejó en la acera para que se las llevara el camión de la basura.
Luego condujo en dirección oeste desde Parsons Avenue hasta High Street y salió de Columbus. Su destino era Hollywood, pero por aquella época carecía de sentido de la orientación, y fue así como terminó aquella noche en Meade, Ohio, y en el Wooden Spoon. Cuando lo rememoraba, Carl estaba convencido de que era el destino el que lo había llevado allí, pero a veces se acordaba de la Sandy dulce y suave de cinco años atrás y casi deseaba no haber parado nunca el coche.
Saliendo de su ensoñación con un estremecimiento, se metió una bola de pasta de dientes en la boca con la mano mientras se manoseaba con la otra. Tardó unos minutos, pero por fin estuvo listo. Salió del cuarto de baño desnudo y con cierta aprensión, con la punta del pene erecto morada y clavándosele en la barriga caída llena de estrías.
Pero Sandy ya estaba dormida, y cuando él estiró el brazo para tocarle el hombro, ella abrió los ojos y soltó un gemido.
—No me encuentro bien —le dijo, dándose la vuelta y encogiéndose en la otra punta de la cama.
Carl se quedó de pie junto a ella un par de minutos, respirando por la boca y sintiendo que se le retiraba la sangre. Por fin apagó la luz y se fue al cuarto de baño.
Joder, a ella le importaba un carajo que aquella noche él le estuviera pidiendo algo importante. Se sentó en el retrete y se metió la mano entre las piernas. Imaginó el cuerpo blanco y suave del joven recluta, cogió el paño mojado del suelo y lo mordió. Al principio la punta afilada de una rama con hojas había resultado demasiado grande para encajarla en el agujero de la bala, pero Carl la había movido de un lado a otro hasta colocarla bien enhiesta, con pinta de arbolito joven que brotara del pecho musculoso del soldado Bryson. Después de terminar, se puso de pie y escupió el paño al interior del lavabo. Con la vista clavada en su reflejo jadeante en el espejo, Carl comprendió que era muy probable que él y Sandy jamás volvieran a hacer el amor, y que estaban mucho peor de lo que él se había imaginado nunca.
Aquella misma noche se despertó presa del pánico, con el corazón grasiento temblándole dentro de la caja torácica como si fuera un animal atrapado y aterrado. De acuerdo con el reloj de la mesilla de noche, no llevaba dormido ni una hora. Empezó a darse la vuelta en la cama, pero de pronto se levantó bruscamente, fue dando tumbos a la ventana y abrió la cortina de un tirón. Gracias a Dios, la ranchera seguía en el aparcamiento.
—Puto imbécil —se dijo a sí mismo.
Se puso los pantalones, cruzó descalzo el aparcamiento de grava hasta el coche y abrió la portezuela con la llave. Por encima de su cabeza acechaba una masa de gruesos nubarrones. Sacó de la guantera los seis carretes de película, los llevó de vuelta a la habitación y se los metió dentro de los zapatos. Se había olvidado por completo de ellos, una violación flagrante de la regla número 7. Sandy murmuró algo en sueños sobre un espantapájaros o una cosa parecida. Carl volvió a la puerta abierta, encendió otro de los cigarrillos de ella y se quedó contemplando la noche. Mientras se maldecía por ser tan descuidado, las nubes se abrieron, dejando al descubierto un trozo de cielo estrellado al este. Se quedó mirándolo con los ojos entornados a través del humo del cigarrillo y se puso a contar las estrellas, pero enseguida se detuvo y cerró la puerta. Un número más, un augurio más, no iba a cambiar nada esta noche de mierda.