Corría el verano de 1965 y la pareja llevaba varias semanas deambulando por el interior del país, siempre de cacería; dos seres anónimos en una ranchera Ford negra adquirida por cien dólares en un negocio de coches usados de Meade, Ohio, que se llamaba Brother Whitey’s.
Era el tercer vehículo que le compraban al pastor en tres años. El tipo que iba en el asiento del pasajero se estaba convirtiendo en pura grasa, creía en los augurios y tenía la costumbre de hurgarse los dientes podridos con una navaja Buck. La mujer siempre iba al volante y llevaba pantalones cortos ajustados y blusas muy delgadas que mostraban su cuerpo pálido y huesudo de una forma que a los dos les resultaba seductora. Ella fumaba sin descanso cualquier clase de cigarrillos mentolados que pudiera encontrar, mientras que él mordisqueaba unos puros negros baratos a los que llamaba «pichas de perro».
La ranchera quemaba aceite, tenía un escape de líquido de frenos y amenazaba con desparramar sus tripas de metal por toda la carretera cada vez que uno la hacía pasar de ochenta kilómetros por hora. Al hombre le gustaba pensar que parecía un coche fúnebre, pero la mujer prefería imaginarse que era una limusina. Se llamaban Carl y Sandy Henderson, aunque a veces respondían a otros nombres.
A lo largo de los últimos cuatro años, Carl había llegado a la conclusión de que no había nada como los autoestopistas, y últimamente las carreteras andaban repletas de ellos. Llamaba a Sandy «el cebo», y ella a él lo llamaba «el tirador», mientras que ambos llamaban a los autoestopistas «los modelos». Aquella misma noche, al norte de Hannibal, Missouri, habían engañado, torturado y matado a un joven recluta en una zona boscosa infestada de humedad y mosquitos. En cuanto lo habían cogido, el chaval les había dado amablemente barritas de chicle Juicy Fruit y se había ofrecido para conducir un rato si a la señora le hacía falta descansar.
—No llegará ese puñetero día —dijo Carl, y Sandy puso los ojos en blanco por el tono insidioso que a veces usaba su marido, como si creyera que él era una clase de escoria mejor que la que encontraban en los márgenes de la carretera. Siempre que se ponía así, a ella le venían ganas de parar el coche y decirle al pobre idiota que iba en el asiento de atrás que se escapara mientras todavía tenía la opción. Uno de aquellos días, solía prometerse a sí misma, iba a hacer exactamente eso: dar un buen frenazo y bajarle los humos al Señor Importante.
Pero no iba a ser aquella noche. El chico que iba en el asiento de atrás había sido bendecido con una cara suave como la mantequilla, pecas diminutas y el pelo rojizo, y Sandy jamás podía resistirse a los que tenían aspecto angelical.
—¿Cómo te llamas, cielo? —le preguntó ella, cuando ya llevaban tres o cuatro kilómetros en la carretera. Puso una voz amable y simpática, y cuando el chico levantó la vista y sus miradas se encontraron en el retrovisor, Sandy le guiñó el ojo y le dedicó aquella sonrisa que le había enseñado Carl, la que le había hecho ensayar noche tras noche, sentada a la mesa de la cocina, hasta que poco le había faltado a su cara para caérsele y quedarse pegada al suelo como si fuera la corteza de una tarta; una sonrisa que insinuaba hasta la posibilidad más sucia que un hombre pudiera imaginarse.
—Soldado Gary Matthew Bryson —dijo el chico. A ella se le hizo raro que diera su nombre completo de aquella forma, como si estuviera presentándose a una inspección o algo parecido, pero decidió pasarlo por alto y siguió hablando como si nada. Confiaba en que el chico no fuera uno de aquellos tipos seriotes. Esos siempre hacían que su parte del trabajo resultara mucho más difícil.
—Qué nombre tan bonito —dijo Sandy. Por el espejo vio que al chico se le extendía por la cara una sonrisa tímida y que se metía otro chicle en la boca—. ¿Y cómo te llaman tus amigos? —le preguntó.
—Gary —dijo él, tirando el envoltorio del chicle por la ventanilla—. Así se llamaba mi padre.
—El otro nombre, Matthew, viene de la Biblia, ¿verdad, Carl? —dijo Sandy.
—Joder, todo viene de la Biblia —dijo su marido, escrutando el otro lado del parabrisas—. El viejo Matt era uno de los apóstoles.
—Antes Carl daba clases de catecismo, ¿verdad, nene?
Carl suspiró y retorció su corpachón en el asiento, principalmente para echarle otro vistazo al chico.
—Cierto —dijo, con una sonrisa rígida—. Antes daba clases de catecismo.
Sandy le dio una palmadita en la rodilla y él se volvió a girar sin decir palabra y sacó un mapa de carreteras de la guantera.
—Pero probablemente ya lo sabías, ¿verdad, Gary? —dijo Sandy—. Lo de que tu segundo nombre viene de las Escrituras…
El chaval dejó de masticar su chicle un momento.
—Cuando yo era niño no íbamos mucho a la iglesia —contestó.
A Sandy le pasó por la cara una expresión preocupada; sacó sus cigarrillos de la guantera.
—Pero sí que te bautizaron, ¿verdad? —preguntó.
—Bueno, claro, no somos unos paganos totales —dijo el chico—. Simplemente no conozco esas historias de la Biblia.
—Eso está bien —dijo Sandy, con un matiz de alivio en la voz—. No tiene sentido correr riesgos, con esas cosas. Dios, ¿quién sabe dónde puede acabar uno si no es salvado?
El soldado estaba yendo de visita a casa de su madre antes de que el ejército lo destinara a Alemania o a aquel sitio nuevo llamado Vietnam: Carl no se acordaba de a cuál. Le importaba un pimiento que al chaval le hubieran puesto el nombre de algún cabrón chiflado del Nuevo Testamento, o el hecho de que su novia le hubiera prometido que iba a llevar colgado del cuello el anillo de graduación hasta que él volviera del extranjero. Conocer aquella clase de datos solamente servía para acabar complicando las cosas, de manera que Carl prefería evitar la charla intrascendente y dejar que Sandy se encargara de hacer todas las preguntas idiotas. A ella se le daba bien lo de flirtear y darle a la lengua, hacía que ellos se sintieran cómodos. Los dos habían cambiado mucho desde la primera vez que se vieron, cuando ella no era más que una chiquilla de dieciocho años solitaria y raquítica que hacía de camarera en el Wooden Spoon de Meade y aguantaba guarradas de los clientes para poder ganarse un cuarto de dólar de propina. ¿Y él? Pues no mucho mejor: un niño de mamá de cara rechoncha que acababa de perder a su madre y no tenía ni futuro ni más amigos que los que pudiera conseguirle una cámara. Lo único que él había sabido a ciencia cierta, mientras permanecía sentado en el reservado de la cafetería mirando cómo aquella camarera flacucha terminaba de limpiar las mesas antes de apagar las luces, era que necesitaba hacerle una foto más que nada en el mundo. Y llevaban juntos desde entonces.
Por supuesto, a Carl también le tocaba hablar con los autoestopistas, pero normalmente su parte podía esperar a que aparcasen el coche.
—Echa un vistazo a esto —les decía, sacando la cámara de la guantera, una Leica M de mm, y sosteniéndola en alto para que ellos la vieran—. Nueva cuesta cuatrocientos pavos, pero yo la he conseguido por cuatro perras. —Y aunque la sonrisa sexy nunca abandonaba los labios de Sandy, ella no podía evitar sentir un poco de rencor cada vez que se jactaba de aquello. No sabía por qué había seguido a Carl tras aquella vida, ni siquiera se planteaba ponerle un nombre a lo que hacían, pero sí sabía que aquella maldita cámara no había sido ninguna ganga, y que al final les iba a salir muy cara. Luego lo oía preguntarles a los modelos, con una voz que sonaba casi como si estuviera bromeando—: Así pues, ¿te gustaría que te sacara alguna foto con una mujer guapa? —Incluso después de tanto tiempo, seguía asombrándola que los hombres adultos pudieran ser tan fáciles.
Después de cargar con el cuerpo desnudo del soldado, arrastrarlo unos metros por el bosque y esconderlo bajo unas matas cargadas de bayas de color púrpura, registraron su ropa y su petate y encontraron casi trescientos dólares guardados dentro de un par de calcetines blancos. Allí había más dinero del que Sandy ganaba en un mes.
—Menuda rata embustera —dijo Carl—. ¿Te acuerdas de cuando le he pedido algo suelto para gasolina? —Apartó a manotazos una nube de insectos que se había reunido alrededor de su cara sudorosa y roja y se metió el fajo de billetes en el bolsillo de los pantalones. En el suelo, a su lado, junto a la cámara, había una pistola de cañón herrumbroso—. Como decía mi madre —siguió—, no se puede confiar en ninguno de ellos.
—¿En quiénes? —dijo Sandy.
—En los puñeteros pelirrojos —dijo él—. Joder, te sueltan una mentira hasta cuando la verdad encaja mejor. No lo pueden evitar. Algo se jodió en su evolución.
Por la carretera pasó muy despacio un coche con el silenciador quemado, y Carl inclinó la cabeza para escuchar el pop pop hasta que desapareció a lo lejos. Luego miró a Sandy, que seguía arrodillada junto al muchacho, y le examinó la cara un momento bajo el atardecer gris.
—Ten, límpiate —le dijo, dándole la camiseta del chico, todavía húmeda de sudor. Le señaló la barbilla—. Estás toda salpicada ahí. Con lo flaco que era, ese capullo estaba más lleno que una garrapata.
Después de limpiarse la cara con la camiseta, Sandy la tiró encima del petate de color verde y se puso en pie. Se abotonó la blusa con manos temblorosas y se sacudió de las piernas la suciedad y los trozos de hojas muertas. Caminó hasta el coche, se agachó y se examinó en el espejo lateral; después metió el brazo por la ventana y agarró sus cigarrillos de la guantera. Se apoyó en el guardabarros delantero, encendió un pitillo y usó una uña pintada de color rosa para sacarse una piedrecita de grava que se le había incrustado en la rodilla despellejada.
—Joder, odio que lloriqueen así —dijo—. Es lo peor.
Carl negó con la cabeza mientras registraba una vez más la billetera del chico.
—Chica, tienes que superar eso —le dijo—. Las lágrimas son justamente lo que hace que la foto sea buena. Esos dos últimos minutos han sido el único momento de toda su perra vida en que no estaba fingiendo.
Mientras Sandy miraba cómo devolvía al petate todas las pertenencias del chico, estuvo tentada de preguntarle si podía quedarse el anillo de graduación de la novia, pero decidió que no valía la pena discutir. Carl lo tenía todo organizado, y si ella intentaba cuestionar ni que fuera una minúscula norma, podía convertirse en un maníaco furioso. De los objetos personales había que deshacerse de la forma adecuada. Era la regla número 4, o tal vez la 5. Sandy nunca conseguía aprenderse el orden de las normas, daba igual cuántas veces él se las intentara meter en la cabeza; en cambio, ahora siempre iba a acordarse de que a Gary Matthew Bryson le encantaba Hank Williams y de que odiaba los huevos en polvo del ejército. Luego le gruñó el estómago y se preguntó, solamente por un segundo, si aquellas bayas que colgaban sobre la cabeza del chico allí en el bosque serían o no comestibles.
Una hora más tarde detuvieron el coche en una cantera de grava desierta frente a la que habían pasado antes, cuando Sandy y el soldado Bryson todavía estaban haciendo chistes y mirándose con cara lasciva. Ella aparcó detrás de un cobertizo para herramientas, hecho de cualquier modo con maderas sobrantes y láminas oxidadas de hojalata, y apagó el motor. Carl salió del coche con el petate y una lata de gasolina que siempre llevaban con ellos. Unos metros más allá del cobertizo, lo dejó en el suelo y lo roció con la gasolina. Cuando ya estaba ardiendo bien, volvió al coche, examinó el asiento de atrás con una linterna y encontró un chicle masticado pegado bajo uno de los reposabrazos.
—Peor que un niño —dijo—. Lo normal sería que el ejército les enseñara a comportarse un poco mejor. Con soldados como este, estamos apañados si a los rusos les da por invadirnos, joder. —Despegó el chicle con cuidado usando la uña del pulgar y regresó al fuego. Sandy se quedó sentada en el coche y miró cómo él avivaba las llamas con un palo. Una cascada de chispas anaranjadas y azules saltaba y crepitaba y desaparecía en la oscuridad. Se rascó unas picaduras de ácaro que tenía en los tobillos y se preocupó por la quemazón que sentía entre las piernas. Aunque todavía no se lo había mencionado a Carl, estaba bastante segura de que otro chico, uno al que habían recogido en Iowa hacía un par de indias, le había contagiado alguna clase de infección. El médico ya la había avisado de que un par de dosis más podían acabar con sus posibilidades de tener un bebé algún día, pero a Carl no le gustaba cómo quedaban los condones en sus fotos.
Cuando se apagó el fuego, Carl dispersó las cenizas por la grava con el pie; a continuación se sacó del bolsillo de atrás un pañuelo sucio y lo usó para recoger la hebilla caliente del cinturón y los restos humeantes de las botas militares. Lo tiró todo al fondo de la cantera y oyó un débil chapoteo. Plantado al borde del profundo foso, Carl pensó en la forma en que Sandy había abrazado al recluta cuando él había dejado la cámara en el suelo y sacado la pistola, como si aquel abrazo fuera a salvarlo. Siempre intentaba aquella mierda con los guapos, y aunque no podía culparla por querer que la cosa durara un rato más, aquello era algo más que una puta fiesta. En su opinión, era la única religión verdadera, lo que llevaba toda la vida buscando. Solamente en presencia de la muerte podía sentir la presencia de algo parecido a Dios. Levantó la vista y vio que empezaban a aglutinarse nubes negras en el cielo. Se secó el sudor que le caía sobre los ojos y echó a andar de vuelta hacia el coche. Si tenían suerte, tal vez aquella noche llovería y la lluvia podría llevarse algo de la suciedad del aire y lo refrescaría todo un poco.
—¿Qué coño estabas haciendo allí? —le preguntó Sandy.
Carl sacó otro puro del bolsillo de la pechera y se puso a quitar el envoltorio.
—Si te andas con prisas, es cuando la cagas.
Ella extendió la mano.
—Dame la puta linterna.
—¿Qué quieres hacer?
—Tengo que mear, Carl —le dijo—. Joder, estoy a punto de reventar y tú te quedas ahí como un pasmarote.
Carl mordisqueó el puro y se quedó mirando cómo ella se metía detrás del cobertizo. Un par de semanas en la carretera y ya volvía a estar en los huesos, con unas piernas que parecían palillos y el culo más plano que una tabla de planchar. Metió dentro de un botecito metálico el carrete de película con las fotos que les había sacado a ella y al recluta y lo guardó en la guantera junto con los demás. Para cuando Sandy volvió, ya había puesto otro carrete de película en la cámara. Ella le dio la linterna y él la guardó debajo del asiento.
—¿Podemos dormir en un motel esta noche? —le preguntó ella con voz cansada mientras él arrancaba el motor.
Carl se sacó el puro de la boca y se quitó una hebra de tabaco que le había quedado entre los dientes.
—Primero tenemos que poner tierra de por medio —dijo.
Pusieron rumbo al sur por la 79 y entraron en Illinois cruzando el Misisipi por la ruta 50, una carretera que habían llegado a conocer muy bien durante los últimos dos años. Sandy no paraba de acelerar y tuvo que recordarle varias veces que se tranquilizase. Uno de sus miedos más grandes era estrellar el coche y quedarse atrapado dentro o perder el conocimiento. A veces tenía pesadillas con aquello: se veía a sí mismo esposado a una cama de hospital y tratando de explicarle a las autoridades esos carretes de película. El mero hecho de pensar en ello empezó a joderle el subidón que le había provocado el soldado, de manera que estiró el brazo y giró el botón de la radio hasta encontrar una emisora de música Country que emitía desde Covington. Ninguno de ellos rompió el silencio, aunque en un momento dado Sandy se puso a tararear una de las canciones lentas. Luego bostezó y se encendió otro cigarrillo. Carl contó los bichos que se estrellaban contra el parabrisas y permaneció atento por si acaso ella se quedaba dormida y tenía que agarrar el volante.
Después de recorrer ciento cincuenta kilómetros de pueblecitos amodorrados y campos de maíz gigantescos y oscuros, llegaron a un motel ruinoso hecho a base de bloques de cemento color rosa y llamado The Sundowner. Era casi la una de la madrugada. En el aparcamiento lleno de baches había tres automóviles. Carl llamó varias veces al timbre antes de que por fin se encendiera una luz dentro de la oficina y una ancianita con rulos metálicos entreabriera la puerta y se asomara.
—¿Esa que está en el coche es su mujer? —preguntó, mirando a la ranchera con los ojos entornados. Él se giró y a duras penas consiguió distinguir el resplandor del cigarrillo de Sandy en las sombras.
—Tiene usted buena vista —dijo él, esbozando una breve sonrisa—. Sí, es ella.
—¿De dónde son ustedes? —le preguntó la mujer.
Carl estuvo a punto de pronunciar Maryland, uno de los pocos estados en los que todavía no había puesto el pie, pero luego se acordó de la matrícula delantera del coche. Se imaginó que aquella arpía chismosa ya la habría comprobado.
—De cerca de Cleveland —le dijo.
La mujer negó con la cabeza y se arrebujó dentro de su bata.
—No viviría en un sitio así ni aunque me pagaran, con todos los robos y asesinatos que hay.
—En eso no le falta razón —dijo Carl—. Yo estoy siempre preocupado. Para empezar, hay demasiados negros. Carajo, si mi mujer ya casi no sale de casa. —Luego se sacó del bolsillo el dinero del recluta—. ¿Cuánto vale una habitación? —preguntó.
—Seis dólares —dijo la mujer. Él se humedeció el pulgar, contó varios billetes de un dólar y se los dio. Ella se marchó un momento y volvió con una llave sujeta a una tarjeta raída y arrugada de cartón—. La número siete —dijo—. Al final de todo.
En el cuarto hacía mucho calor y el aire iba cargado y olía a insecticida Black Flag. Sandy se fue directa al cuarto de baño y Carl encendió el televisor portátil, aunque a aquella hora de la noche las ondas no traían nada más que grano y ruido de estática, por lo menos en aquel lugar dejado de la mano de Dios. Se quitó los zapatos con los pies y bajó la fina colcha de cuadros. Encima de las almohadas planas había seis moscas muertas. Se las quedó mirando un momento; a continuación se sentó en el borde de la cama y metió la mano en el bolso de Sandy para cogerle un cigarrillo. Volvió a contar las moscas, pero la cantidad no varió.
Observando al otro lado de la habitación, posó la mirada en un cuadro de marco barato que colgaba de la pared, un bodrio total con flores y frutas que nadie recordaría jamás, ni una sola de las personas que durmieran alguna vez en aquel cuarto apestoso. No se le ocurría qué propósito podía tener, más que recordarle a uno que el mundo era un sitio espantosamente sórdido. Se inclinó, apoyó los codos en las rodillas y trató de imaginarse una de sus fotos en su lugar. Tal vez la del beatnik de Wisconsin que tenía la bolsita de celofán llena de hierba, o la de aquel cabrón enorme y rubio del año pasado que había ofrecido tanta resistencia. Por supuesto, algunas eran mejores que otras, hasta Carl tenía que admitirlo. Pero una cosa sí sabía a ciencia cierta: que cualquiera que viera una de sus fotos, ni que fueran aquellas tan torpes de hacía tres o cuatro años, jamás la podría olvidar. Se apostaba todo el fajo de billetes del recluta.
Aplastó el cigarrillo en el cenicero y volvió a mirar la almohada. Seis era el número de modelos que se habían trabajado en aquel viaje; y seis dólares era lo que la vieja zorra le había cobrado por la habitación; y ahora se encontraba seis moscas sobre su cama. El olor persistente a insecticida empezó a escocerle en los ojos, y se los frotó con el borde de la colcha.
—¿Y qué quiere decir ese trío de seises, Carl? —se preguntó a sí mismo en voz alta. Sacó su navaja y se hurgó en uno de los agujeros de sus muelas mientras buscaba mentalmente una respuesta adecuada, una que evitara la implicación más obvia de aquellos tres números, el símbolo bíblico que la loca de su madre le habría señalado con entusiasmo si todavía estuviera viva—. Pues, Carl —añadió por fin, cerrando su navaja—, quiere decir que es hora de volverse a casa. —Y, de un manotazo, tiró los minúsculos cadáveres con alas a la moqueta sucia y les dio la vuelta a las almohadas.