9

A Lee Bodecker ya casi se le había terminado el turno cuando le llegó el aviso por radio. Veinte minutos más y habría estado recogiendo a su novia y yendo por Bridge Street al autocine de Johnny. Se moría de hambre. Todas las noches después de terminar, él y Florence iban en coche o bien al Johnny o al White Cow o al Sugar Shack. A él le gustaba pasarse el día entero sin comer para después atiborrarse de hamburguesas con queso, patatas fritas y batidos; y por fin rematarlo todo con un par de cervezas heladas en River Road, reclinado en su asiento mientras Florence le hacía una paja y él se le corría en su vaso vacío de Pepsi. Tenía unas manos que ni una lechera amish. El verano entero había sido una sucesión de noches casi perfectas. Ella se estaba guardando lo bueno para la luna de miel, lo cual a Bodecker ya le parecía bien. Con veintiún años, solamente hacía seis meses que se había licenciado del servicio militar, y no tenía prisa por atarse a una familia. Aunque no llevara más que cuatro meses como ayudante de sheriff, ya le veía muchas ventajas a ser la autoridad de un sitio tan dejado de la mano de Dios como el condado de Ross, Ohio. Hasta podía ganarse dinero si uno se andaba con cuidado y no se le subían los humos, que era lo que le había pasado a su jefe. En la actualidad, al sheriff Hen Matthews le sacaban una foto de su estúpido y orondo gato en la portada de la Meade Gazette tres o cuatro veces por semana, a menudo sin razón imaginable. Los ciudadanos ya empezaban a hacer chistes al respecto.

Bodecker ya estaba planeando su estrategia de campaña. Lo único que tenía que hacer era encontrarle algún trapo sucio a Matthews antes de las siguientes elecciones y ya podría mudarse con Florence a una de las casas nuevas que estaban construyendo en Brewer Heights, en cuanto pasaran por el altar. Había oído que absolutamente todas aquellas casas tenían dos cuartos de baño.

Giró con el coche patrulla por Paint Street, cerca de la fábrica de papel, y cogió la Huntington Pike en dirección a Knockemstiff. Cinco kilómetros después de salir de la ciudad pasó junto a la casita de Brownsville donde vivía con su hermana y su madre. Había una luz encendida en la sala de estar. Negó con la cabeza y se sacó un cigarrillo del bolsillo de la pechera. Seguía pagando casi todas las facturas, pero al volver del servicio militar les había dejado claro que no podían continuar dependiendo de él durante mucho tiempo más. Su padre los había abandonado hace años; había salido una mañana hacia la fábrica de zapatos y ya no había vuelto. Recientemente habían oído el rumor de que estaba viviendo en Kansas City y trabajando en un salón de billares, lo cual resultaba más que creíble si uno conocía a Johnny Bodecker. Las únicas veces en que el hombre sonreía era cuando estaba haciendo el saque de una partida o bien ganándola. A su hijo le había decepcionado mucho la noticia; nada habría hecho más feliz a Bodecker que descubrir que el cabrón de su padre seguía ganándose la vida a base de coser suelas de mocasines en un edificio sombrío de ladrillo rojo con ventanales altos y mugrientos. De tanto en tanto, cuando patrullaba las calles y todo estaba tranquilo, Bodecker se imaginaba que su padre regresaba a Meade de visita. En su fantasía, él seguía al viejo hasta el campo, donde no hubiera testigos, y lo detenía por alguna razón inventada. Luego le daba una buena paliza con la porra o bien con la culata del revolver antes de llevarlo al puente de Schott y empujarlo por encima de la baranda. La fantasía siempre tenía lugar un par de días después de una fuerte lluvia, de manera que las aguas del Paint Creek estaban crecidas y discurrían veloces y profundas hacia el este en dirección al río Scioto. A veces dejaba que se ahogara, otras le permitía que nadara hasta la orilla fangosa. Era una buena forma de pasar el tiempo.

Dio una calada al cigarrillo mientras sus pensamientos iban de su padre a su hermana Sandy. Aunque la chavala acababa de cumplir dieciséis años, Bodecker ya le había encontrado trabajo de camarera por las noches en el Wooden Spoon. Hacía unas semanas había parado al propietario de la cafetería por conducir borracho, por tercera vez en lo que iba de año, y una cosa había llevado a otra. En un abrir y cerrar de ojos, era cien dólares más rico y Sandy tenía trabajo. Cuando estaba con gente, su hermana era igual de tímida y nerviosa que una zarigüeya sorprendida en pleno día; lo había sido siempre, y Bodecker estaba seguro de que el hecho de aprender a tratar con los clientes durante aquellas primeras dos semanas había sido una tortura para ella, pero la mañana anterior el dueño le había dicho que la chica ya parecía estar cogiéndole el tranquillo. Las noches en que no pasaba a recogerla a la hora de cerrar, la llevaba a casa el cocinero, un hombre grueso de ojos azules soñolientos a quien le gustaba hacer retratos picantes de personajes de dibujos animados en su gorro blanco de cocinero de papel; esto preocupaba un poco a Bodecker, sobre todo porque Sandy tenía tendencia a hacer cualquier cosa que le dijeran que hiciera. Bodecker no la había visto tomar una decisión propia ni una vez en la vida, y, como de tantas otras cosas, culpaba de aquello a su padre. Pese a todo, se dijo, era hora de que su hermana empezara a aprender a salir adelante por ella misma. No podía pasarse el resto de la vida encerrada en su cuarto y soñando despierta: y cuanto antes empezara a ganar algo de dinero, antes podría salir. Hacía unos días, él había llegado al punto de sugerirle a su madre que sacara a Sandy de la escuela y la pusiera a trabajar a jornada completa, pero la vieja no había querido ni oír hablar del tema.

—¿Por qué no? —preguntó él—. En cuanto alguien se dé cuenta de lo fácil que es camelarla, va a acabar preñada de todos modos; así pues, ¿qué más da si aprende álgebra o no?

Ella no le ofreció razón alguna, pero, una vez plantada la semilla, sabía que solamente tenía que esperar un par de días para volver a sacarle el tema. Puede que tardara un poco, pero Lee Bodecker siempre conseguía lo que quería.

Lee giró a la derecha por Black Run Road y condujo hasta la tienda de comestibles de Maude. El tendero estaba sentado en el banco de delante, bebiendo una cerveza y hablando con un chaval. Bodecker salió del coche patrulla con su linterna. El tendero era un cabrón triste y de aspecto consumido, aunque el alguacil suponía que debía de tener su misma edad. Había gente que ya nacía lista para que la enterraran; su madre era así, y él siempre había sospechado que era por eso que el viejo se había marchado, aunque tampoco es que él fuera ninguna maravilla.

—A ver, ¿qué pasa esta vez? —preguntó Bodecker—. Espero que no sea otro de esos puñeteros mirones por los que llamáis siempre.

Hank se inclinó y escupió al suelo.

—Ojalá —dijo—. Pero no, es el padre de este mozo.

Bodecker enfocó con la linterna a aquel chico flaco y de pelo negro.

—¿Y qué le pasa a tu padre, hijo?

—Que está muerto —dijo Arvin, levantando una mano para bloquear la luz que lo estaba deslumbrando.

—Y hoy mismo han enterrado a su pobre madre —dijo Hank—. Es una puñetera desgracia.

—O sea que tu padre está muerto, ¿eh?

—Sí, señor.

—¿Eso que tienes en la cara es sangre?

—No —dijo Arvin—. Alguien nos ha regalado una tarta.

—Esto no es ninguna broma, ¿verdad? Como lo sea, ya sabes que te meto en el calabozo.

—¿Por qué todo el mundo cree que estoy mintiendo? —dijo Arvin.

Bodecker miró al tendero. Hank se encogió de hombros, se llevó la cerveza a los labios y la vació.

—Viven en lo alto de Baum Hill —dijo—. Arvin puede enseñarle el camino. —Luego se puso de pie, eructó y se alejó por el costado de la tienda.

—Puede que tenga algunas preguntas para ti más tarde —le dijo Bodecker, levantando la voz.

—Es una puñetera desgracia, es lo único que puedo decirle —oyó que contestaba Hank.

Bodecker hizo sentarse a Arvin en el asiento delantero del coche patrulla y subió por Baum Hill. En la cima viró para coger un camino estrecho de tierra flanqueado de árboles que el chico le señaló. Aminoró la marcha todo lo que pudo.

—Es la primera vez que vengo por aquí —dijo el alguacil. Bajó la mano y abrió en silencio la funda de la pistola.

—Hace tiempo que nadie nuevo viene por aquí —dijo Arvin. Contemplando el bosque a oscuras por la ventanilla lateral, se dio cuenta de que se había dejado la linterna en la tienda. Confiaba en que el tendero no la vendiera antes de que pudiera volver a bajar. Echó un vistazo a las luces brillantes del salpicadero.

—¿Va usted a encender la sirena?

—No tiene sentido asustar a alguien.

—Ya no queda nadie a quien asustar —dijo Arvin.

—¿O sea que vives aquí? —le preguntó Bodecker mientras se acercaban a la casita pequeña y cuadrada. No había luces encendidas ni más señal de que allí viviera alguien que una mecedora en el porche. Las hierbas del jardín tenían dos o tres palmos de altura. A la izquierda había un viejo cobertizo. Bodecker aparcó detrás de una camioneta herrumbrosa. La típica chatarra de palurdo, pensó. Costaba saber en qué clase de lío se estaba metiendo. El estómago vacío le ronroneaba como un retrete averiado.

Arvin salió sin contestar y se plantó delante del coche patrulla a esperar al alguacil.

—Por aquí —dijo. Dio la vuelta y empezó a rodear la esquina de la casa.

—¿Cómo de lejos está? —preguntó Bodecker.

—No muy lejos. Unos diez minutos.

Bodecker encendió la linterna y siguió al chico por el borde de un campo invadido de maleza. Se metieron en el bosque y avanzaron un centenar de metros por un sendero bien hollado. El chico se detuvo en seco y señaló la oscuridad que tenían delante.

—Está ahí mismo —dijo Arvin.

El alguacil enfocó con su linterna a un hombre que llevaba una camisa blanca y pantalones de vestir y estaba hecho un guiñapo encima de un tronco. Se le acercó unos pasos y acertó a ver que tenía un tajo en el cuello. La pechera de su camisa estaba empapada de sangre.

—Dios, ¿cuánto tiempo lleva aquí tirado?

Arvin se encogió de hombros.

—No mucho. Me quedé dormido un rato y al despertar estaba así.

Bodecker se tapó la nariz con los dedos y trató de respirar por la boca.

—¿Qué coño es ese olor?

—Son esos de ahí arriba —dijo Arvin, señalando los árboles.

Bodecker enfocó la linterna hacia arriba. A su alrededor los animales colgaban en diversas fases de descomposición, algunos de las ramas y otros de unas cruces altas de madera. Clavado en la parte alta de una de las cruces había un perro muerto con un collar de cuero, como si fuera una especie de Cristo repulsivo. Al pie de otra cruz había una cabeza de ciervo. Bodecker manoseó su pistola.

—Me cago en la puta, chaval, ¿qué coño es esto? —dijo, apuntando con la linterna hacia Arvin en el mismo momento en que al chico le caía en el hombro un gusano blanco retorciéndose. Se lo sacudió de encima con gesto tan despreocupado como quien se quita una hoja o una semilla. Bodecker se puso a mover su revólver en todas direcciones mientras empezaba a retroceder.

—Es un tronco para rezar —dijo Arvin, con la voz reducida a un susurro.

—¿Qué? ¿Un tronco para rezar?

Arvin asintió con la cabeza, mirando fijamente el cadáver de su padre.

—Pero no funciona —añadió.